Desde hace 49 años construye bombos y desde hace 20, al menos, José Froilán González "El Indio"es considerado el fabricante más importante del mundo en el rubro “bombo legüero”. Expuso sus trabajos en París y Bruselas, pero su bunker sigue siendo su patio-casa-taller de Santiago del Estero.
Por Cristian Vitale
Desde Cosquín
Por Cristian Vitale
Desde Cosquín
“Preguntale mientras trabaja, no hay problema.” José Froilán González, el Indio, está sentado en el medio de un patio de tierra. Detrás tiene un árbol, y al costado derecho un brasero que le sirve para calentar las varillas con que está tallando un bombo. Un mundito de gente se mueve alrededor: los dos sobrinos y el aprendiz de luthier que trajo de Santiago del Estero con el fin de alivianarle el trabajo; su mujer, que atiende por teléfono al Coplanacu Julio Paz mientras sugiere a este cronista la modalidad de la nota: pública y con Froilán sin parar de trabajar. “Estamos trabajando contra reloj”, se disculpa. En una mesa larga, con las patas clavadas en la tierra y bajo una lona-techo improvisada, dos guitarreros animan la velada al son del vino, y algunos turistas fisgones sacan fotos. “Así trabaja siempre él, rodeado de gente”, indica Lucho, el aprendiz, y el Indio no para: “Ahora estoy tallando... no te dan tiempo ni para respirar (se ríe). Hemos comido como a las cinco de la tarde hoy, porque desde las 9 de la mañana estamos reparando y afinando los bombos de la Sole. A las 3 tenían que estar listos para la prueba de sonido”.
Hace 49 años que Froilán construye bombos y hace 20, al menos, que se ha convertido en el fabricante y luthier más importante del mundo en bombo legüero. Ha expuesto sus trabajos en Bruselas, Madrid, París, Amsterdam e Inglaterra (donde Peter Gabriel lo hizo participar del Reading Festival) y lo han premiado en todo el país. Ha hecho bombos para Divididos, Los Wawancó, Los Carabajal, Horacio Guarany, Mercedes Sosa, Raly Barrionuevo, León Gieco, Jairo, Los Tekis y el Chango Nieto, entre una infinita lista de artistas y, sin embargo, nada ni nadie lo despega del pago: un paraje 12 kilómetros distante de la Capital de Santiago del Estero (La Boca del Tigre), donde enclava el patio-casa-taller de tres hectáreas en el que, cada 17 de julio, se hace la multitudinaria marcha de los bombos, y donde cada domingo, durante todo el año, funciona una de las peñas más coloridas e intensas del país folk. “Ahí nací, ahí vivo y ahí moriré”, sentencia el Indio, mientras delinea a fuego lento las últimas guardas de un bombo que después irá a laqueo. “Se laquea con laca brillante”, apunta Carlos, uno de los sobrinos ayudantes.
Todo empezó en el río Dulce. Froilán y los suyos –pescadores todos– encontraron un tronco de ceibo que bajaba al compás de la pendiente y ocurrió, con esa madera ondeada como base, el primer bombo. “El que hacía el trabajo principal era mi tío Leopoldo, un músico activo que había sido alumno de Andrés Chazarreta. Después empecé yo y apareció algo de trabajo. Pero el problema era que, en esa época, como decía Don Sixto Palavecino, el bombo no era muy solicitado porque cada músico se construía su propio instrumento. Recién con los años y gracias al ‘boom’ del folklore nos empezaron a encargar algunitos... pero vender un bombo legüero costaba mucho”, cuenta Froilán, transpirado y con una faja en la cintura que lo salva y sana del dolor de cintura.
Los guitarreros entonados ensayan una versión medio desafinada de “Chiquillada”. Falta una hora para que se encienda la séptima luna coscoína (es la noche de Soledad, Luis Baetti, Pocho Sosa y Sergio Galleguillo) y anochece lentamente. El Indio pide por favor que no le tapen la luz que le alumbra el cilindro ahuecado desde atrás. Reclama un trapo para secarse la frente y calienta la última varilla para terminar los dibujos que pidió el cliente. “Es él, y está esperando el bombo. Son de San Francisco, y mire cuánto hará que hace que están, que ya han tenido un bebé”, se ríe sobre el hombre y su espera. Delante del patio de la casona que Froilán alquila cada año a la vuelta de la Próspero Molina, hay una carpa de camping y la ropa tendida habla de mucha gente parando aquí. “Llegamos una semana antes de que empiece el festival, para la inauguración de la plaza de los artesanos, y vinimos con las familias... pero también hay amigos”, tira Carlos, “y la verdad es que nos ha ido bien: trajimos 50 bombos y no ha quedado ninguno, por eso estamos trabajando de sol a sol, o más. Ya vinieron Los Tekis, Los Cuatro de Córdoba y la gente de la delegación de Colombia, que se pasó un buen rato tocando y bailando abajo del techo”.
Además de bombos legüeros, el clan Froilán construye cajas chayeras, cajas vidaleras y toda la gama de instrumentos percusivos del norte. Los precios van de 150 pesos (el más común) a los 2000, en el caso del “súper” legüero 5, cuya diferencia con los demás es su tamaño y la resonancia. “A este, en vez de legüero le decimos millero, porque lo tocás acá y se escucha en China”, se ríe el joven luthier. “Después están el 4, el 3, el 2, así hasta llegar al chico profesional. Y es fundamental saber qué tipo de música quiere hacer el cliente: si es malambo, entonces tiene que tener un sonido semiagudo, si es para zamba o chacarera, grave... el sonido depende del pelo del parche.”
–¿De qué es el pelo?
–De cabra, porque de oveja ya no se consigue más.
Un bombo Froilán tarda 15 días en hacerse. Una vez que se consigue el ceibo, se lo lleva al patio, se labra la madera a golpe de hacha, se la cepilla y después se la seca a fuego lento. “Esto puede durar cuatro o cinco días”, dice Carlos. Luego del secado, viene el trabajo fino: cepillado y afinación por dentro para sacarle al cilindro todas las astillas internas. “No tiene que quedar ninguna, porque si no el bombo vibra”. Froilán y los suyos están trabajando en un contexto que, aun con patio de tierra mojado, bombos colgados en los árboles y guitarreada, no llega a status de réplica del de Santiago. “Allá vivimos y trabajamos con 12 perros alrededor que comparten la comida con las gallinas, y un hornero justo arriba de mi lugar preferido. En el monte yo tengo todo. Me meto, saco el arillo para cortar los parches; la naturaleza te da todo: salud, aire, el canto de los pájaros, todo”, añora Froilán, como buen santiagueño, y los pájaros lo llevan al crespín... y el crespín a cuando León Gieco y Gustavo Santaolalla anclaron De Ushuaia a La Quiaca en su patio para dejar registrado “El cardón”. “Fue increíble, porque llegaron justo en octubre, la época en que el crespín empieza a cantar, poco antes del día de las ánimas y cuando se escuchan las primeras vidalas en Santiago. El canto del crespín quedó grabado en el disco, y también el bombo que toco yo.”
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