Por Miguel Russo
Se cumplen tres décadas de la primera edición del best seller de Umberto Eco, El nombre de la rosa.
Rompió los dictados del mercado editorial con una fórmula complejísima de tan simple: saber todo lo necesario –y mucho más– sobre semiología para olvidárselo en función de ser un narrador potentísimo con una historia de esas que podrían dejar sin aliento hasta al lector más entrenado en tramas y argumentos. Le bastó con responderse una pregunta (contador profesional al fin en un mundo de contadores amateurs): ¿Cuál es el libro más conocido que es al mismo tiempo el más desconocido? El tratado sobre la comedia –esa contrapartida de la Poética en la que Aristóteles reflejó los caminos de la tragedia–, perdido irremediablemente. Entonces, ubicó el escenario en 1327 y se centró en el monje Guillermo de Baskerville, a quien le dio entidad de detective medieval, y en su ayudante, Adso de Melk, convertido en el narrador que dio cuenta de todo.Así, el semiólogo y medievalista Umberto Eco, profesor, nacido en Alessandria, Piamonte, en 1932, se consolidó, en 1980, cuando la casa editorial italiana Bompiani publicó su manuscrito como el primer autor de un best seller digno de ser leído.El nombre de la rosa era el libro. La crítica no sabía qué decir ante el éxito rotundo de ventas y tuvo que leerlo. De modo que, casi al unísono, se transformó en obra excelsa y popular, para todos. Tiene un misterio apasionante (asesinatos cometidos sin motivo aparente y de dudosísima autoría), un ambiente que deslumbra (una abadía en el siglo XIV y monjes lo suficientemente fieles a los dictados de sus propias trampas como para ser tildados todos, al mismo tiempo, de supuestos culpables), una comprensión del tiempo y el espacio fenomenal y toques de humor irreverente por donde desfilan los laberintos de la fe y del erotismo, del miedo más salvaje y de las dudas más filosóficas.Y es justamente en esos laberintos donde Eco camina con la solvencia de los elegidos. Y un rumbo preciso: el lector. Y dice: “Ritmo, respiración, penitencia. ¿Para quién? ¿Para mí? No, sin duda: para el lector. Se escribe pensando en el lector. Así como el pintor pinta pensando en el que mira el cuadro. Da una pincelada y luego se aleja dos o tres pasos para estudiar el efecto: es decir, mira el cuadro como tendría que mirarlo, con la iluminación adecuada, como el espectador lo admirará cuando esté colgado en la pared. Cuando la obra está terminada, se establece un diálogo entre el texto y sus lectores (del que está excluido el autor). Mientras la obra se está haciendo, el diálogo es doble. Está el diálogo entre ese texto y todos los otros textos escritos antes”. Y definía con maestría: “Sólo se hacen libros sobre otros libros y en torno a otros libros”.Guillermo y Adso, de la mano de Eco, meten al lector en el universo mágico de la Edad Media: “No sólo decidí contar sobre el Medioevo. Decidí contar en el medioevo, y por boca de un cronista de la época. Yo era un narrador principiante, y hasta entonces había mirado a los narradores desde el otro lado de la barricada. Me daba vergüenza contar. Me sentía como el crítico de teatro que de pronto se expone a las luces de las candilejas y siente sobre sí la mirada de quienes hasta entonces han sido sus cómplices en el patio de butacas”, contó Eco.Y los lectores comprendieron el mensaje. Llevaron a las listas de best sellers (que por un momento, por un único momento, debieron decir la verdad) un texto magnífico como no habían llevado ningún otro y como no volverían a llevar a nadie. Demostró que sí, que había posibilidades de reunir en literatura cantidad y calidad. Y el público reaccionó ante la oferta.Pasaron treinta años de aquel suceso. Ni siquiera la industria cinematográfica pudo con su fortaleza: La película franco-ítalo-alemana dirigida por Jean-Jacques Annaud y estrenada en 1986 hace que Sean Connery como Guillermo de Baskerville y Christian Slater como Adso sean más literatura que cine.Eco, treinta años después de aquel debut narrativo, sigue resonando a milagro. O, mejor aún, a lo esencial de la literatura: “Escribí una novela porque tuve ganas. Creo que es una razón suficiente. Empecé a escribirla en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal: tenía ganas de envenenar a un monje. Creo que las novelas nacen de una idea de este tipo y que el resto es pulpa que se añade al andar”.
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