La elocuencia de esas tetas listas para estrenarse bajo la vigilancia de una casta polera y la potencia multiplicadora de su dueño que trasciende el fervor de los años ’80 llega hasta hoy en forma de mitología, biografías, documentales, una casa museo, proyecciones inéditas y más revelaciones. Ahora que se cumplen 20 años de aquel día en que sin previo aviso Batato Barea apareció en sociedad con su par de tetas nuevas en un acto tan político como estético, visceral y sensual, un recorrido por toda la leche que esas tetas polimorfas siguen dando.
Por Diego Trerotola
Por Diego Trerotola
La primavera democrática tuvo la mejor flor, la mejor de la planta más agridulce. Tenía pétalos rojos, robustez y lozanía, pero se degeneró a tal punto de convertirse en tubérculo, su naturaleza era cambiar de forma y género, crecer también para abajo, underground, echar raíces en una feliz oscuridad, el mejor ámbito para ser fruto luminoso. Igual, desde ese lugar subterráneo, minúsculo, casi oculto, llegó a encandilar a las mayorías. En cualquier caso, su sabor se ofreció siempre sabroso, y así lo recuerdan los que lo degustaron, así lo imaginan los que quisieron probarlo: agridulce de Batato. Dar(se) todos los gustos, jugarse la carta de ser menú completo: entrada, primer y principalmente un plato, y postre de una década que estiró hasta 1991 para que no se acabe cuando el calendario dictaba. Fue tenedor de poesía libre, libérrima, con o sin rima y rímel. Fue parido en Junín, un 30 de abril de 1961, como un Salvador Walter Barea, pero el primer nombre lo dejó en la letra manuscrita del DNI, nunca fotocopiado: no hizo trámite alguno de derechos de autor, siempre estuvo no inscripto porque ni antes ni ahora se puede registrar ni facturar el derecho de vivir creando y recreándose. Y entre todos sus apodos, seudónimos, identidades, sobrenombres, nombres y apellidos que fueron públicos, figuran Walter Barea, Billy Boedo, Batato Barea, Sandra Opaco o simple y enrevesadamente Batato. Aunque también habría que incluir entre sus alter-egos a todas las Frankensteins –algunas sin nombre, otras innombrables– que fue sobre tablas de escena o sobre tablones de platea; porque el círculo mágico, eso que marca la división entre público y artista en el teatro, era una frontera evanescida a su paso. No dividas, multiplica y triunfarás al ser todos, de todas, para todxs. Esa multiplicación incluía la idea de reescritura permanente de una poesía que fascinaba a Batato, que era su background, telón de fondo sobre el que se envolvía el cuerpo para regalo. A Alejandra Pizarnik, Marosa Di Giorgio, Alfonsina Storni, Néstor Perlongher y Fernando Noy les robaba versos para fraguar espectáculos de un lirismo delirante, carcajeante, con su típica voz ronca que tenía un efecto de golpe sobre el teclado de una Remington, entonando estrofas con una fuerza metálica chirriante con ecos de sótano, como un golpe seco del tipeo de cada letra, cada palabra, fijándola en el aire, en suspenso por un rato, para después borrarla con la siguiente o desdecirla con un gesto, una mueca, un silencio. Toda una millonaria herencia poética despilfarrada en teatralidad estrambótica, en secuencias deliradas, solo o acompañado, trance solitario o inconsciente colectivo, pero siempre sabiendo que la “lengua revela lo que el corazón ignora, lo que el culo esconde”.
Pezones radiactivos
Batato cargaba pasados pesados, uno colectivo (la dictadura militar) y otro personal (el traumático suicidio de su hermano mayor, Ariel), pero sin embargo logró convertir su vida en presentes efímeros, en capas instantáneas, como una respuesta política, como estrategia transformadora, no olvidando sino convidando desde una memoria que define lo que somos ahora, pero sobre todo lo que podemos ser. Su lenguaje fue el presente continuo hecho performance revelación-revolución. Así empezó con Los Peinados Yoli, una creación colectiva que debuta en 1984 con sus “no-shows”, collages musicales de sketches libertinos que desafiaban cualquier expectativa, un varieté punk desorbitado. ¿Queda algo de ese presente hoy, sin tener que hablar en pasado, sin traicionar la temporalidad Batato? ¿Alguien continúa eso que desestabilizó en la primera democracia? Ser de Los Peinados Yoli implicaba ser otro, por eso se requería un seudónimo, y Walter Barea eligió Billy Boedo, mientras que Patricia Gatti, fundadora como él del grupo, fue Doris Night, que hoy co-edita, junto a Ana Collados y Pablo Bolaños, la revista online La Marica Ilustrada y es autora de un blog que reconstruye la historia de Los Peinados Yoli, con anécdotas, recortes de diarios y revistas, programas, fotos de juventud eterna, porque el paso del tiempo no llegó a blanquearle la sien. “Batato estaba tan entregado a ser quien tenía que ser a cualquier costa, y esto era fundamentalmente ARTISTA y una mirada diferente sobre sí mismo, que lo ama gente que jamás lo vio y lo siguen quienes encontraron en él la alternativa de hacer un camino propio, leerse y contarse con las palabras que sean, aunque no esté nada bien, aunque suene raro, aunque signifique transformarte completamente y salir a caminar en camisón de seda al supermercado, o servir ensalada de frutas con helado de música en una disco. No pretendo ser poética ni literaria: Batato era puro corazón. Eso no se cuenta con palabras; es más, está completamente vedado a las palabras”, dice Night hoy al Soy, mientras actualiza todo el espesor de aquella experiencia con su revista La Marica Ilustrada, que empezó en diciembre, ya va por el número dos y tiene a Batato como estrella invitada, dibujada y que le da nombre a una sección: “Batatitos para travestir”, donde en musculosa y con tetas espera que alguien recorte alguno de los vestidos (uno de “SuperEvit”, una suerte de Evita en traje nupcial) para engalanar su cuerpo andrógino. Turgentes, urgentes, ahí están bien delineadas esas tetitas “talle noventa de sostén, que me mostró orgulloso entre bambalinas (‘tocá, tocá’, me decía)”, como recuerda Night en una entrada de su blog, donde cita su discurso en homenaje a Batato, recordando esas tetas de las que, este mes, se cumplen veinte años. Porque fue en febrero de 1991 que, sin consultarlo con nadie, Batato se hizo inflar el pecho de orgullo travesti. Para esa época, Batato ya había trajinado todo el under, había dejado atrás a Los Peinados Yoli, había sido payaso del Clú del Claun, travesti de murga, performer de cualquier piringundín, historietista a lo Copi, taxi boy, entre otras muchas cosas que también incluyen verdulero, modelo publicitario y mozo. Y fue Laura Ramos, la cronista más lúcida de esos ’80 que no querían morir, la que trazó el relato más certero de ese gran cambio de inicios de los ’90, retratando esas mamas desafiantes, nudistas, en su columna “Buenos Aires me mata”, publicada en el suplemento Sí del diario Clarín de aquellos años. Hoy, Ramos prefiere no releer lo pasado sino evocarlo, revocarlo con su memoria: “No tengo la crónica, pero la recuerdo. Y especialmente recuerdo la noche en que vi a Batato con sus hermosas tetas nuevas. Fue en el Club Estrella de Maldonado o en el Eros, me parece que era temprano. El estaba sentado en una silla, tenía el pelo rubio largo y una de esas sonrisas suyas tan hermosas y angelicales. Me contó que hacía unos días le habían inyectado aceite en las tetas, una sustancia aceitosa, no siliconas, que el procedimiento había sido dolorosísimo y que había dormido sentado, pero estaba feliz y sus dos tetas eran preciosas y esa sonrisa valía por todo el sufrimiento. Qué sentimental suena. Un par de días antes, o un par de días después, hubo una especie de mesa redonda en el ICI creo, una mesa redonda sobre arte, y a la hora en que le tocó hablar, se paró y se subió la remera”. A esa mesa redonda, organizada por Vivi Tellas, sobre el teatro y su fatigosa tendencia a la repetición, Batato le puso el pecho, o mejor, dos pechos redondos, encarnando su ofrenda dramatúrgica irrepetible, una performance definitiva todavía insuperable en su vigor y compromiso físico. Su cuerpo fue vanguardia, irradiaba futuro, porque fue trans y queer mucho antes de que esas dos palabras siquiera circularan en la Argentina como consignas de rebelión de las dictaduras genéricas, porque su desa-fío a las convenciones se anticipaba a todo, se desataba de cualquier mandato, pero puntualmente estaba ahí antes de que se pudiese nombrar. Pero ahora, gracias a Batato, sí se podía sentir, ver, tocar, chupar, gozar: fue la bacanal donde amamantaron quienes creían en la necesidad de una ruptura, fuente del deseo del cambio vital, vitalicio, victorioso. Pezón, pezón, qué grande sos.
Mama mía, tuya
“Creo que fue fundamental que un personaje referencial de la cultura joven se pusiera tetas. Fue algo tan insólito que, si te lo ponés a pensar, no ha vuelto a suceder, a pesar de la mayor visibilidad y aceptación social que tiene la figura de la travesti. Muchos de los amigos de Batato recuerdan esta decisión como un acto político, y uno no puede dejar de sacarse el sombrero ante su efectividad: una ratificación del derecho de cualquiera a hacer con su cuerpo lo que quiera, que lejos de convertir a Batato en un paria lo catapultó a la aceptación masiva. Las generaciones más jóvenes, aunque no lo sepan, se benefician en parte de este acto de libertad personal sucedido hace 20 años, toda una efeméride”, dice Goyo Anchou, co-director junto a Peter Pank de La Peli de Batato, primera biografía audiovisual dedicada a su vida, que actualmente está en posproducción, después de rastrear y registrar testimonios fundamentales, inéditos de las huellas fugaces de Batato. “Justamente una de las motivaciones para hacer esta película fue ésa: si Batato se dedicó a un arte instantáneo, aparentemente efímero como la performance y el teatro (muchas de sus obras se hicieron sólo una vez), ¿qué fue lo que quedó de él? ¿Por qué hoy en día se lo sigue recordando? La película trata de indagar en estos interrogantes y para eso me reencontré con la gente que vivió esa explosión de la posdictadura con él. Creo que hay algo de su libertad, de ser él mismo sin traicionarse, sin modelo ni referente, que hace que siga fascinando a quienes lo vieron y a quienes no. Su libertad contagiaba y te hacía plantear tu propia libertad e ideales. Hoy está presente en todos los terrenos donde se puede respirar ese aire de transgresión natural, de no necesitar ningún tipo de permiso para ser como sos o como tenés ganas de ser. Al fin y al cabo, su vida y su teatro estaban ligados de manera indisoluble”, agrega Peter Pank, también performer andrógino, quien ya había filmado un corto documental con Batato en 1991, donde selló su filiación artística, registrando el antes y el después de las tetas del “primer clown/literario/travesti”, como él mismo se autodefinía. Y en ese proyecto desestabilizador, al que se refiere Pank, de ligar teatro y vida, otra más entre sus quimeras cumplidas, Batato arrastró a su propia madre, María Elvira Amichetti, hacia la escena, rebautizándola Nené Bache y convirtiéndola en performer under, cuando ya promediaba los cincuenta y no tenía experiencia alguna en el teatro. En sus días finales, jaqueado por el sida en diciembre de 1991, a sólo diez meses de ponerse tetas, a poco más de siete años de convertirse en performer, Batato le hizo prometer a su madre que iba a escribir un libro con su vida. Lo publicó cuatro años después, con el título Batato. Un pacto impostergable. Allí cuenta la versión más emotiva de ese momento clave, de esa inyección de libertad que Batato decidió darse delante del corazón. Escribe Nené Bache: “Una tarde me dijo Batato: ‘Mamá, yo tengo que dejar algo. Mi vida tiene que servir para los demás. Tengo que dar algún mensaje’. Entonces se puso las tetas, para demostrar que se podía ser libre. El se puso las tetas y sacó, para siempre, el frío de mi alma.” Nada más increíble, más perfecto, como acto de devoción total, definitiva, que un hijo devolviéndole a su madre lo que ella le dio al nacer: la teta.
Los ’90 terminaron con la esperanza de muchos, pero todavía esas tetas sobrevivieron intactas como símbolo de resistencia. Por lo menos, así lo confirma Las Manos de Filippi y su canción “Las tetas de Batato”, editada en el disco Las manos santas van a misa. Como grito primario, la letra empieza con “¡Gusano, pará! No te quieras comer las tetas de Batato”, y sigue hasta profanar la tumba del performer trans y llevarse como tesoro ese par de pechos, para que nada, nadie, nunca los pueda corromper. Hoy, todavía hay más por profanar de la vitalidad irreverente de Batato, por eso es indispensable que gente como Doris Night, Goyo Anchou y Peter Pank sigan revolviendo y manoseando el cadáver exquisito que aún tiene mucha leche para ordeñar. Que no se corte.
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Pezones radiactivos
Batato cargaba pasados pesados, uno colectivo (la dictadura militar) y otro personal (el traumático suicidio de su hermano mayor, Ariel), pero sin embargo logró convertir su vida en presentes efímeros, en capas instantáneas, como una respuesta política, como estrategia transformadora, no olvidando sino convidando desde una memoria que define lo que somos ahora, pero sobre todo lo que podemos ser. Su lenguaje fue el presente continuo hecho performance revelación-revolución. Así empezó con Los Peinados Yoli, una creación colectiva que debuta en 1984 con sus “no-shows”, collages musicales de sketches libertinos que desafiaban cualquier expectativa, un varieté punk desorbitado. ¿Queda algo de ese presente hoy, sin tener que hablar en pasado, sin traicionar la temporalidad Batato? ¿Alguien continúa eso que desestabilizó en la primera democracia? Ser de Los Peinados Yoli implicaba ser otro, por eso se requería un seudónimo, y Walter Barea eligió Billy Boedo, mientras que Patricia Gatti, fundadora como él del grupo, fue Doris Night, que hoy co-edita, junto a Ana Collados y Pablo Bolaños, la revista online La Marica Ilustrada y es autora de un blog que reconstruye la historia de Los Peinados Yoli, con anécdotas, recortes de diarios y revistas, programas, fotos de juventud eterna, porque el paso del tiempo no llegó a blanquearle la sien. “Batato estaba tan entregado a ser quien tenía que ser a cualquier costa, y esto era fundamentalmente ARTISTA y una mirada diferente sobre sí mismo, que lo ama gente que jamás lo vio y lo siguen quienes encontraron en él la alternativa de hacer un camino propio, leerse y contarse con las palabras que sean, aunque no esté nada bien, aunque suene raro, aunque signifique transformarte completamente y salir a caminar en camisón de seda al supermercado, o servir ensalada de frutas con helado de música en una disco. No pretendo ser poética ni literaria: Batato era puro corazón. Eso no se cuenta con palabras; es más, está completamente vedado a las palabras”, dice Night hoy al Soy, mientras actualiza todo el espesor de aquella experiencia con su revista La Marica Ilustrada, que empezó en diciembre, ya va por el número dos y tiene a Batato como estrella invitada, dibujada y que le da nombre a una sección: “Batatitos para travestir”, donde en musculosa y con tetas espera que alguien recorte alguno de los vestidos (uno de “SuperEvit”, una suerte de Evita en traje nupcial) para engalanar su cuerpo andrógino. Turgentes, urgentes, ahí están bien delineadas esas tetitas “talle noventa de sostén, que me mostró orgulloso entre bambalinas (‘tocá, tocá’, me decía)”, como recuerda Night en una entrada de su blog, donde cita su discurso en homenaje a Batato, recordando esas tetas de las que, este mes, se cumplen veinte años. Porque fue en febrero de 1991 que, sin consultarlo con nadie, Batato se hizo inflar el pecho de orgullo travesti. Para esa época, Batato ya había trajinado todo el under, había dejado atrás a Los Peinados Yoli, había sido payaso del Clú del Claun, travesti de murga, performer de cualquier piringundín, historietista a lo Copi, taxi boy, entre otras muchas cosas que también incluyen verdulero, modelo publicitario y mozo. Y fue Laura Ramos, la cronista más lúcida de esos ’80 que no querían morir, la que trazó el relato más certero de ese gran cambio de inicios de los ’90, retratando esas mamas desafiantes, nudistas, en su columna “Buenos Aires me mata”, publicada en el suplemento Sí del diario Clarín de aquellos años. Hoy, Ramos prefiere no releer lo pasado sino evocarlo, revocarlo con su memoria: “No tengo la crónica, pero la recuerdo. Y especialmente recuerdo la noche en que vi a Batato con sus hermosas tetas nuevas. Fue en el Club Estrella de Maldonado o en el Eros, me parece que era temprano. El estaba sentado en una silla, tenía el pelo rubio largo y una de esas sonrisas suyas tan hermosas y angelicales. Me contó que hacía unos días le habían inyectado aceite en las tetas, una sustancia aceitosa, no siliconas, que el procedimiento había sido dolorosísimo y que había dormido sentado, pero estaba feliz y sus dos tetas eran preciosas y esa sonrisa valía por todo el sufrimiento. Qué sentimental suena. Un par de días antes, o un par de días después, hubo una especie de mesa redonda en el ICI creo, una mesa redonda sobre arte, y a la hora en que le tocó hablar, se paró y se subió la remera”. A esa mesa redonda, organizada por Vivi Tellas, sobre el teatro y su fatigosa tendencia a la repetición, Batato le puso el pecho, o mejor, dos pechos redondos, encarnando su ofrenda dramatúrgica irrepetible, una performance definitiva todavía insuperable en su vigor y compromiso físico. Su cuerpo fue vanguardia, irradiaba futuro, porque fue trans y queer mucho antes de que esas dos palabras siquiera circularan en la Argentina como consignas de rebelión de las dictaduras genéricas, porque su desa-fío a las convenciones se anticipaba a todo, se desataba de cualquier mandato, pero puntualmente estaba ahí antes de que se pudiese nombrar. Pero ahora, gracias a Batato, sí se podía sentir, ver, tocar, chupar, gozar: fue la bacanal donde amamantaron quienes creían en la necesidad de una ruptura, fuente del deseo del cambio vital, vitalicio, victorioso. Pezón, pezón, qué grande sos.
Mama mía, tuya
“Creo que fue fundamental que un personaje referencial de la cultura joven se pusiera tetas. Fue algo tan insólito que, si te lo ponés a pensar, no ha vuelto a suceder, a pesar de la mayor visibilidad y aceptación social que tiene la figura de la travesti. Muchos de los amigos de Batato recuerdan esta decisión como un acto político, y uno no puede dejar de sacarse el sombrero ante su efectividad: una ratificación del derecho de cualquiera a hacer con su cuerpo lo que quiera, que lejos de convertir a Batato en un paria lo catapultó a la aceptación masiva. Las generaciones más jóvenes, aunque no lo sepan, se benefician en parte de este acto de libertad personal sucedido hace 20 años, toda una efeméride”, dice Goyo Anchou, co-director junto a Peter Pank de La Peli de Batato, primera biografía audiovisual dedicada a su vida, que actualmente está en posproducción, después de rastrear y registrar testimonios fundamentales, inéditos de las huellas fugaces de Batato. “Justamente una de las motivaciones para hacer esta película fue ésa: si Batato se dedicó a un arte instantáneo, aparentemente efímero como la performance y el teatro (muchas de sus obras se hicieron sólo una vez), ¿qué fue lo que quedó de él? ¿Por qué hoy en día se lo sigue recordando? La película trata de indagar en estos interrogantes y para eso me reencontré con la gente que vivió esa explosión de la posdictadura con él. Creo que hay algo de su libertad, de ser él mismo sin traicionarse, sin modelo ni referente, que hace que siga fascinando a quienes lo vieron y a quienes no. Su libertad contagiaba y te hacía plantear tu propia libertad e ideales. Hoy está presente en todos los terrenos donde se puede respirar ese aire de transgresión natural, de no necesitar ningún tipo de permiso para ser como sos o como tenés ganas de ser. Al fin y al cabo, su vida y su teatro estaban ligados de manera indisoluble”, agrega Peter Pank, también performer andrógino, quien ya había filmado un corto documental con Batato en 1991, donde selló su filiación artística, registrando el antes y el después de las tetas del “primer clown/literario/travesti”, como él mismo se autodefinía. Y en ese proyecto desestabilizador, al que se refiere Pank, de ligar teatro y vida, otra más entre sus quimeras cumplidas, Batato arrastró a su propia madre, María Elvira Amichetti, hacia la escena, rebautizándola Nené Bache y convirtiéndola en performer under, cuando ya promediaba los cincuenta y no tenía experiencia alguna en el teatro. En sus días finales, jaqueado por el sida en diciembre de 1991, a sólo diez meses de ponerse tetas, a poco más de siete años de convertirse en performer, Batato le hizo prometer a su madre que iba a escribir un libro con su vida. Lo publicó cuatro años después, con el título Batato. Un pacto impostergable. Allí cuenta la versión más emotiva de ese momento clave, de esa inyección de libertad que Batato decidió darse delante del corazón. Escribe Nené Bache: “Una tarde me dijo Batato: ‘Mamá, yo tengo que dejar algo. Mi vida tiene que servir para los demás. Tengo que dar algún mensaje’. Entonces se puso las tetas, para demostrar que se podía ser libre. El se puso las tetas y sacó, para siempre, el frío de mi alma.” Nada más increíble, más perfecto, como acto de devoción total, definitiva, que un hijo devolviéndole a su madre lo que ella le dio al nacer: la teta.
Los ’90 terminaron con la esperanza de muchos, pero todavía esas tetas sobrevivieron intactas como símbolo de resistencia. Por lo menos, así lo confirma Las Manos de Filippi y su canción “Las tetas de Batato”, editada en el disco Las manos santas van a misa. Como grito primario, la letra empieza con “¡Gusano, pará! No te quieras comer las tetas de Batato”, y sigue hasta profanar la tumba del performer trans y llevarse como tesoro ese par de pechos, para que nada, nadie, nunca los pueda corromper. Hoy, todavía hay más por profanar de la vitalidad irreverente de Batato, por eso es indispensable que gente como Doris Night, Goyo Anchou y Peter Pank sigan revolviendo y manoseando el cadáver exquisito que aún tiene mucha leche para ordeñar. Que no se corte.
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