La música coscoína parece vivir ajena a la histeria de los premios y las consagraciones oficiales. Por eso se refugia en un repertorio alternativo. “Atahualpa es un músico sin tiempo, pero hay cosas que no puedo cantar porque quiero decir lo que está pasando aquí y ahora”, dice la cantante Paola Bernal.
Por Cristian Vitale
Paola Bernal encanta con una caja, un kultrum, una guitarra o un bombito. Cantando zamba, baguala, canciones o chacarera. Esbozando “Piedra y cielo” o “Los hombres son como los ríos”. Tiene 37 años, un hijo de 8, un disco con el grupo Los Descendientes (Pisando el viento), dos sola (Esperando tu llegada y Por el camino), y uno por llegar (Pájaro Rojo) que comenzó a grabar en Francia junto al guitarrista Titi Rivarola, en los estudios del ex Jaivas Pájaro Ranzani. Se define ermitaña e intensa y vive en una colorida morada, rodeada de árboles, aves y sierras, a orillas del río Cosquín. “Me concibieron y me crié acá, pero fui a nacer a Córdoba porque me estaba ahorcando con el cordón umbilical. No sé... creo que ese principio me fabricó el destino: siempre estoy como tratando de sacarme ese nudo del cuello”, define.
Es el crepúsculo y el sol se pone tras los picos serranos. Son los últimos rayos del día en una ciudad que ayer ardía en gente con la primera luna de la 51ª edición del festival de folklore. Estaban Franco Luciani, Peteco Carabajal, Orozco-Barrientos y Los Olimareños y Paola se preparaba para subir hoy a escena 20 minutos (todo un logro para los tiranos tiempos de Cosquín) el mismo día que Inti Illimani, Víctor Heredia, Luis Salinas y Mavi Díaz. “La verdad es que lo único que me importa es que la gente pueda poner su oído y su corazón en esos 20 minutos que me tocan. No me importan los premios. No me importa el éxito”, sentencia. Y se desmarca de la histeria de los “camin”, las menciones, la consagración y el vaivén de presiones “por el premio” que desenfoca a los artistas del más preciado fin: hacer el arte y que el arte guste. “No me gustan los concursos ni los premios... yo qué sé. Es cierto que salir Consagración en este festival determina más trabajo, pero la verdad es que no me quita el sueño. Nada que ver... lo único que me importa es dar un buen concierto, porque los premios, en definitiva, siempre tienen que ver con personas que no son el público. Con manejos, gustos o miradas que no son las de las personas que te van a escuchar. Ese al que quiero contar que soy la misma, en cierto sentido, que aquella piba de 18 años que grabó su primer demo gracias a un padre que había ganado la quiniela, y nadie aceptó. Tenía una sonoridad nueva que pasó desapercibida... por eso me fui a vivir a Venezuela. Sentí que acá no formaba parte de nada”, cuenta.
–Ahora sí...
–Sí... bueno, el año pasado recibí una mención, pero lo que más me interesó es que la gente se paró y aplaudió. Yo quiero levantar esa bandera, decir que el folklore es maravilloso pero que yo, como público, estoy saturada de escuchar un montón de versiones de un mismo tema que ya no nos representa. No sé, Atahualpa es un músico sin tiempo, pero hay cosas que no puedo cantar porque quiero decir lo que está pasando aquí y ahora. El mundo evoluciona y cambia, y es mejor. ¿Para qué seguir cantando versiones de ‘La Pomeña’, que es hermosa pero que, dentro de 30 años, no va a significar nada?
Paola no tiene tonada cordobesa. Volvió a vivir en Cosquín hace 8 años, luego de un ajetreo nómade que la llevó por Venezuela, donde cantaba en playas y hoteles de la isla Margarita acompañada por un novio pianista. También pasó por Córdoba Capital y por Buenos Aires, donde repartió ocho años entre Abasto, Once y Caballito. Tiene un leve zumbido en el oído derecho que arrastra desde el nacimiento de su hijo Lucas y habla de sus viajes como signos de una apertura inevitable. “Buenos Aires fue muy fuerte para mí. Fue como ir a la nada, no sé. La ciudad te endurece, porque contrasta con esa cosa suave que uno lleva consigo del pueblo donde nació, pero te enseña, te nutre, te moldea. Mi vida allá fue de mucha tirantez interna. Sentía placer pero, a su vez, extrañaba lo pueblerino. Igual, cuando una se encuentra con otras realidades, se da cuenta que ellas te enseñan tanto que, al final, podés moverte en cualquier ámbito... cuando una se va desarrollando complejiza una situación que después, en el retorno, se simplifica. Volvés a encontrarte desnuda con vos misma.”
–Cualquiera que, viniendo del cemento hostil de la urbe, vea ese sol que se esconde con tanta calma allá atrás, moriría por eternizarse en esta silla...
–Sí. Mis amigos de Buenos Aires quedan impactados cada vez que vienen. Y para mí, evidentemente y después de andar tanto, la naturaleza es algo central. Puedo estar horas acá, observando la lejanía y sus ciclos: hay momentos en que está todo verde, pero también he visto nevar, llover. Esta armonía es la que me ayuda a equilibrar. Estar acá es una manera de protegerme del afuera ¿no?, porque me siento tranquila ante la intensidad. Mi hijo anda por todos lados con absoluta libertad... sí, Cosquín me contiene.
–¿Por qué se dice “intensa”?
–Por el fuego de Sagitario debe ser (risas). No sé. Soy ambivalente e intensa, y por eso digo que aquí he logrado apaciguar bastantes cosas; por suerte este lugar me aplaca, es como una necesidad de salud. A los músicos que tenemos una sensibilidad tan abierta nos pasan muchas cosas, desde todos los vértices y eso provoca una sensación ambigua: por un lado te sentís fuerte en la ciudad y por otro necesitás que tu cuna te cobije.
–¿Cómo la trata Cosquín como música coscoína?
–En algunos momentos bien y en otros no. Ayer estaba leyendo una conversación entre León Gieco y Susana Rinaldi en uno de esos cuadernillos de AADI, y León agradecía todo lo que le había pasado en su vida, lo feo también, porque lo había ayudado a ser lo que es. A mí también... todo lo que me pasó formó un carácter ¿no?, una manera de pararme ante determinadas situaciones. Me han tratado bien a veces, otras no y ambas cosas han hecho que me fortaleciera. Lo que sí creo es que nunca van a dejar de tratarme como coscoína.
–¿Y eso qué implica, en concreto?
–Implica que siempre, para ellos, soy de acá. Pero hay un montón de información mía que no es de acá, y que la gente del pueblo no ve. Sin ánimo de divismo, que el Chango Farías Gómez le haya producido un disco a Mercedes Sosa y otro a mí (Esperando tu llegada) habla de algo. Sí, me cuidan y me respetan, pero me quieren más no por mi desarrollo como artista sino por ser de acá, por haber sido una niña de Cosquín... Igual, desde chica fui un especimen raro acá (risas). Cualquiera que piensa distinto en un pueblo, se nota.
–La oveja negra de Cosquín...
–La oveja negra, sí, pero no es algo que minimice la situación. A veces siento que en el festival no tienen tacto como para mirar lo importante. Ven la fiesta. El trabajo... no sé. Pero a mí me quieren, hay gente a la que le cuesta mucho tocar en el festival pero yo, menos en el ’95 cuando viví en Venezuela, siempre he cantado. Nunca fui un boom, pero siempre estuve.
–Y jugada. Las peñas que organizó en los últimos años fueron una alternativa a la media que propone el circuito peñero. ¿Repite este año?
–No. La verdad es que grabar un disco es algo muy intenso y preferí que la energía creativa vaya para ese lado esta vez. Decidí bajar un poco los cambios porque ante la vorágine hay que recostarse en el silencio, para poder escuchar hacia dentro. La vorágine es ruido improductivo.
–Muchos opinan que en Córdoba no hay folklore, al menos folklore “genuino”.
–No es un lugar que tenga la raíz, es cierto, pero hay tanto tiempo de música que, bueno, Raly Barrionuevo, Los Coplanacu son santiagueños que respiran este aire. Regionalizar aparta y la idea es juntarse. Yo tengo un encuentro hermoso con Tilín y Fernando (Orozco-Barrientos) y pasa lo mismo. Ellos tienen la raíz cuyana y, a la vez, la necesidad de hablar desde el hoy. No me siento tan sola en este camino. Acá, en Cosquín, cada año, en cada situación de encuentro uno sienta un precedente. Me gustaría, volviendo al tema de los premios, que las consagraciones fueran para gente que está aportando cosas nuevas y no para los que hacen más de lo mismo, para el que va al aplauso seguro. Eso es fácil... tres violas, chacareras al palo, y ya. A mí no me interesa eso... me gusta transitar la música, viajarme, degustar cada palabra que pasa por mi boca. Poder decir algo que movilice un sentimiento, por eso nunca entendí bien qué y cómo era el éxito. Para mí el éxito es haber transitado lugares maravillosos, siempre aprendiendo y siempre con el fuego de seguir buscando, tratando de formar una cosa que recién empiezo a sentir como algo asentado.
–El éxito como lo piensa el Chango Farías Gómez músico... Ya lo ha nombrado cuatro veces en la charla.
–Es que ha sido muy generoso en mostrarme la parte ideológica, el por qué uno es músico. Me ha ido formando con fundamentos y todos mis conocimientos han provenido de guías como él. Otro paso fundamental fue cuando tenía 19 años y Jorge González, que hoy forma parte de la comisión colaborando con este caos permanente –se ríe–, fue el primero que me contrató. Me pagaron para cantar en el festival y él me presentó a Ica Novo, a través de quien fui conociendo a Bicho Díaz, Bam Bam Miranda, Raly... en fin.
–Pero hay un aura en si voz que tal vez exceda esa información adquirida.
–Sí. Tal vez por mi tatarabuelo Adelitoy, un cacique indio que vivía en Pampa de Olaen, acá atrás. Cuando lo descubrí a través de un tío confirmé por qué mi sentir tiene más que ver con lo indio que con lo gaucho. Y esto alinea con la necesidad que tengo de estar siempre en contacto con la naturaleza, metida en ella, mejor dicho.
–Antes hablaba de su relación personal con Cosquín y el festival, ahora va una pregunta más general. ¿Cuál es la relación del coscoíno medio con el festival?
–A ver, la verdad es que cuando llega el momento del festival te ponés raro como coscoíno: no nos gusta ir al río y verlo lleno de mugre, por ejemplo. A cualquiera que vive acá le molesta eso, pero también observo que ojalá este pueblo se sensibilizara más con la importancia que tiene un festival así, con poder vislumbrar lo cultural más que lo festivo. Por otro lado, es un momento de mucho trabajo, de comercio a pleno... se aprovecha el momento para trabajar y guardar, como las hormiguitas.
–Eso está claro, ¿pero qué pasa con la impronta en sí del festival que convierte a este lugar en la capital nacional del folklore?
–Hay cierta rebeldía, pero estoy observando que hay gente más chica que yo con una necesidad de búsqueda musical. El problema es que no deja de existir la ambición de ser famoso o de tener éxito. En mi caso, haberme ido a Buenos Aires enriqueció mi relación con Cosquín porque al volver lo empecé a mirar desde otro lugar. Es muy importante salir, porque si no el pueblo te come... es algo psicológico. Creo que cada pueblo tiene una personalidad y sin duda el coscoíno la tiene. Cosquín tiene como dos caras, yo recuerdo que la época de Cafrune, de Mercedes Sosa pasaba una cosa muy fuerte... y después todo se fue transformando: la dictadura militar obviamente arrasó con muchas cosas, dejó mucho vacío, mucha liviandad, y recuperarse de eso lleva un tiempo en la música, en el arte, en el pueblo. Yo pienso en seguir impulsando un cambio. En ser más sensible con las cosas hermosas de verdad.
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Por Cristian Vitale
Paola Bernal encanta con una caja, un kultrum, una guitarra o un bombito. Cantando zamba, baguala, canciones o chacarera. Esbozando “Piedra y cielo” o “Los hombres son como los ríos”. Tiene 37 años, un hijo de 8, un disco con el grupo Los Descendientes (Pisando el viento), dos sola (Esperando tu llegada y Por el camino), y uno por llegar (Pájaro Rojo) que comenzó a grabar en Francia junto al guitarrista Titi Rivarola, en los estudios del ex Jaivas Pájaro Ranzani. Se define ermitaña e intensa y vive en una colorida morada, rodeada de árboles, aves y sierras, a orillas del río Cosquín. “Me concibieron y me crié acá, pero fui a nacer a Córdoba porque me estaba ahorcando con el cordón umbilical. No sé... creo que ese principio me fabricó el destino: siempre estoy como tratando de sacarme ese nudo del cuello”, define.
Es el crepúsculo y el sol se pone tras los picos serranos. Son los últimos rayos del día en una ciudad que ayer ardía en gente con la primera luna de la 51ª edición del festival de folklore. Estaban Franco Luciani, Peteco Carabajal, Orozco-Barrientos y Los Olimareños y Paola se preparaba para subir hoy a escena 20 minutos (todo un logro para los tiranos tiempos de Cosquín) el mismo día que Inti Illimani, Víctor Heredia, Luis Salinas y Mavi Díaz. “La verdad es que lo único que me importa es que la gente pueda poner su oído y su corazón en esos 20 minutos que me tocan. No me importan los premios. No me importa el éxito”, sentencia. Y se desmarca de la histeria de los “camin”, las menciones, la consagración y el vaivén de presiones “por el premio” que desenfoca a los artistas del más preciado fin: hacer el arte y que el arte guste. “No me gustan los concursos ni los premios... yo qué sé. Es cierto que salir Consagración en este festival determina más trabajo, pero la verdad es que no me quita el sueño. Nada que ver... lo único que me importa es dar un buen concierto, porque los premios, en definitiva, siempre tienen que ver con personas que no son el público. Con manejos, gustos o miradas que no son las de las personas que te van a escuchar. Ese al que quiero contar que soy la misma, en cierto sentido, que aquella piba de 18 años que grabó su primer demo gracias a un padre que había ganado la quiniela, y nadie aceptó. Tenía una sonoridad nueva que pasó desapercibida... por eso me fui a vivir a Venezuela. Sentí que acá no formaba parte de nada”, cuenta.
–Ahora sí...
–Sí... bueno, el año pasado recibí una mención, pero lo que más me interesó es que la gente se paró y aplaudió. Yo quiero levantar esa bandera, decir que el folklore es maravilloso pero que yo, como público, estoy saturada de escuchar un montón de versiones de un mismo tema que ya no nos representa. No sé, Atahualpa es un músico sin tiempo, pero hay cosas que no puedo cantar porque quiero decir lo que está pasando aquí y ahora. El mundo evoluciona y cambia, y es mejor. ¿Para qué seguir cantando versiones de ‘La Pomeña’, que es hermosa pero que, dentro de 30 años, no va a significar nada?
Paola no tiene tonada cordobesa. Volvió a vivir en Cosquín hace 8 años, luego de un ajetreo nómade que la llevó por Venezuela, donde cantaba en playas y hoteles de la isla Margarita acompañada por un novio pianista. También pasó por Córdoba Capital y por Buenos Aires, donde repartió ocho años entre Abasto, Once y Caballito. Tiene un leve zumbido en el oído derecho que arrastra desde el nacimiento de su hijo Lucas y habla de sus viajes como signos de una apertura inevitable. “Buenos Aires fue muy fuerte para mí. Fue como ir a la nada, no sé. La ciudad te endurece, porque contrasta con esa cosa suave que uno lleva consigo del pueblo donde nació, pero te enseña, te nutre, te moldea. Mi vida allá fue de mucha tirantez interna. Sentía placer pero, a su vez, extrañaba lo pueblerino. Igual, cuando una se encuentra con otras realidades, se da cuenta que ellas te enseñan tanto que, al final, podés moverte en cualquier ámbito... cuando una se va desarrollando complejiza una situación que después, en el retorno, se simplifica. Volvés a encontrarte desnuda con vos misma.”
–Cualquiera que, viniendo del cemento hostil de la urbe, vea ese sol que se esconde con tanta calma allá atrás, moriría por eternizarse en esta silla...
–Sí. Mis amigos de Buenos Aires quedan impactados cada vez que vienen. Y para mí, evidentemente y después de andar tanto, la naturaleza es algo central. Puedo estar horas acá, observando la lejanía y sus ciclos: hay momentos en que está todo verde, pero también he visto nevar, llover. Esta armonía es la que me ayuda a equilibrar. Estar acá es una manera de protegerme del afuera ¿no?, porque me siento tranquila ante la intensidad. Mi hijo anda por todos lados con absoluta libertad... sí, Cosquín me contiene.
–¿Por qué se dice “intensa”?
–Por el fuego de Sagitario debe ser (risas). No sé. Soy ambivalente e intensa, y por eso digo que aquí he logrado apaciguar bastantes cosas; por suerte este lugar me aplaca, es como una necesidad de salud. A los músicos que tenemos una sensibilidad tan abierta nos pasan muchas cosas, desde todos los vértices y eso provoca una sensación ambigua: por un lado te sentís fuerte en la ciudad y por otro necesitás que tu cuna te cobije.
–¿Cómo la trata Cosquín como música coscoína?
–En algunos momentos bien y en otros no. Ayer estaba leyendo una conversación entre León Gieco y Susana Rinaldi en uno de esos cuadernillos de AADI, y León agradecía todo lo que le había pasado en su vida, lo feo también, porque lo había ayudado a ser lo que es. A mí también... todo lo que me pasó formó un carácter ¿no?, una manera de pararme ante determinadas situaciones. Me han tratado bien a veces, otras no y ambas cosas han hecho que me fortaleciera. Lo que sí creo es que nunca van a dejar de tratarme como coscoína.
–¿Y eso qué implica, en concreto?
–Implica que siempre, para ellos, soy de acá. Pero hay un montón de información mía que no es de acá, y que la gente del pueblo no ve. Sin ánimo de divismo, que el Chango Farías Gómez le haya producido un disco a Mercedes Sosa y otro a mí (Esperando tu llegada) habla de algo. Sí, me cuidan y me respetan, pero me quieren más no por mi desarrollo como artista sino por ser de acá, por haber sido una niña de Cosquín... Igual, desde chica fui un especimen raro acá (risas). Cualquiera que piensa distinto en un pueblo, se nota.
–La oveja negra de Cosquín...
–La oveja negra, sí, pero no es algo que minimice la situación. A veces siento que en el festival no tienen tacto como para mirar lo importante. Ven la fiesta. El trabajo... no sé. Pero a mí me quieren, hay gente a la que le cuesta mucho tocar en el festival pero yo, menos en el ’95 cuando viví en Venezuela, siempre he cantado. Nunca fui un boom, pero siempre estuve.
–Y jugada. Las peñas que organizó en los últimos años fueron una alternativa a la media que propone el circuito peñero. ¿Repite este año?
–No. La verdad es que grabar un disco es algo muy intenso y preferí que la energía creativa vaya para ese lado esta vez. Decidí bajar un poco los cambios porque ante la vorágine hay que recostarse en el silencio, para poder escuchar hacia dentro. La vorágine es ruido improductivo.
–Muchos opinan que en Córdoba no hay folklore, al menos folklore “genuino”.
–No es un lugar que tenga la raíz, es cierto, pero hay tanto tiempo de música que, bueno, Raly Barrionuevo, Los Coplanacu son santiagueños que respiran este aire. Regionalizar aparta y la idea es juntarse. Yo tengo un encuentro hermoso con Tilín y Fernando (Orozco-Barrientos) y pasa lo mismo. Ellos tienen la raíz cuyana y, a la vez, la necesidad de hablar desde el hoy. No me siento tan sola en este camino. Acá, en Cosquín, cada año, en cada situación de encuentro uno sienta un precedente. Me gustaría, volviendo al tema de los premios, que las consagraciones fueran para gente que está aportando cosas nuevas y no para los que hacen más de lo mismo, para el que va al aplauso seguro. Eso es fácil... tres violas, chacareras al palo, y ya. A mí no me interesa eso... me gusta transitar la música, viajarme, degustar cada palabra que pasa por mi boca. Poder decir algo que movilice un sentimiento, por eso nunca entendí bien qué y cómo era el éxito. Para mí el éxito es haber transitado lugares maravillosos, siempre aprendiendo y siempre con el fuego de seguir buscando, tratando de formar una cosa que recién empiezo a sentir como algo asentado.
–El éxito como lo piensa el Chango Farías Gómez músico... Ya lo ha nombrado cuatro veces en la charla.
–Es que ha sido muy generoso en mostrarme la parte ideológica, el por qué uno es músico. Me ha ido formando con fundamentos y todos mis conocimientos han provenido de guías como él. Otro paso fundamental fue cuando tenía 19 años y Jorge González, que hoy forma parte de la comisión colaborando con este caos permanente –se ríe–, fue el primero que me contrató. Me pagaron para cantar en el festival y él me presentó a Ica Novo, a través de quien fui conociendo a Bicho Díaz, Bam Bam Miranda, Raly... en fin.
–Pero hay un aura en si voz que tal vez exceda esa información adquirida.
–Sí. Tal vez por mi tatarabuelo Adelitoy, un cacique indio que vivía en Pampa de Olaen, acá atrás. Cuando lo descubrí a través de un tío confirmé por qué mi sentir tiene más que ver con lo indio que con lo gaucho. Y esto alinea con la necesidad que tengo de estar siempre en contacto con la naturaleza, metida en ella, mejor dicho.
–Antes hablaba de su relación personal con Cosquín y el festival, ahora va una pregunta más general. ¿Cuál es la relación del coscoíno medio con el festival?
–A ver, la verdad es que cuando llega el momento del festival te ponés raro como coscoíno: no nos gusta ir al río y verlo lleno de mugre, por ejemplo. A cualquiera que vive acá le molesta eso, pero también observo que ojalá este pueblo se sensibilizara más con la importancia que tiene un festival así, con poder vislumbrar lo cultural más que lo festivo. Por otro lado, es un momento de mucho trabajo, de comercio a pleno... se aprovecha el momento para trabajar y guardar, como las hormiguitas.
–Eso está claro, ¿pero qué pasa con la impronta en sí del festival que convierte a este lugar en la capital nacional del folklore?
–Hay cierta rebeldía, pero estoy observando que hay gente más chica que yo con una necesidad de búsqueda musical. El problema es que no deja de existir la ambición de ser famoso o de tener éxito. En mi caso, haberme ido a Buenos Aires enriqueció mi relación con Cosquín porque al volver lo empecé a mirar desde otro lugar. Es muy importante salir, porque si no el pueblo te come... es algo psicológico. Creo que cada pueblo tiene una personalidad y sin duda el coscoíno la tiene. Cosquín tiene como dos caras, yo recuerdo que la época de Cafrune, de Mercedes Sosa pasaba una cosa muy fuerte... y después todo se fue transformando: la dictadura militar obviamente arrasó con muchas cosas, dejó mucho vacío, mucha liviandad, y recuperarse de eso lleva un tiempo en la música, en el arte, en el pueblo. Yo pienso en seguir impulsando un cambio. En ser más sensible con las cosas hermosas de verdad.
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