Por Einat Rozenwasser
Cada porteño tiene su Buenos Aires. Está la de las largas avenidas, la del tango, la gastronómica, la de la noche y, también, la Buenos Aires de colores. Esa que quizás no todos miramos (o percibimos, que es recibir a través de los sentidos), y que presenta sus matices en cada temporada. Va pintando las calles, completa la paleta en ese devenir cíclico que mes a mes dibuja un cielo diferente a través de las copas de los árboles. Esta es una recorrida por la Buenos Aires en flor, la Buenos Aires que está dejando de ser rosa para convertirse en azul violáceo (o celeste o lila), y que en diciembre será amarilla, para volver a “sonrosarse” con el verano en pleno apogeo.
Antes de empezar el paseo habrá que decir que en su desarrollo pesa la ubicación geográfica. “En el hemisferio Sur los árboles tienen una mejor floración, a diferencia de lo que sucede al Norte, donde el entorno acompaña la foliación y los árboles desarrollan sus colores más lindos a través de las hojas, durante el otoño”, introduce la ingeniera agrónoma Graciela Barreiro, directora del Jardín Botánico. Y en ese sentido, el clima local es privilegiado (y todo por obra y gracia de la famosa humedad, que además de “matar”, el lugar común de las conversaciones, puede hacer estragos con las cabelleras femeninas). “Es que las flores no tienen frizz”, bromea la especialista. O quizás sí lo tengan (en definitiva, se trata del mismo principio activo y su consecuencia estética).
Esta es una Ciudad que fue pensada para ser arbolada, y así lo muestran los 370 mil ejemplares de alineación (los que acompañan calles, avenidas y bulevares) más los alrededor de 50 mil de los espacios verdes. “Diría que desde la época de Rosas se empezó a plantar con fuerza, y se mantuvo. Sarmiento fue un gran factor en todo esto porque trajo muchas ideas urbanísticas de Europa”, continúa Barreiro. Algo que continuaron Carlos Thays y otros paisajistas franceses de aquellos tiempos.
Arrancar directamente por las flores sería faltarle el respeto al verde clorofila de las frondosas copas que enmarcan las principales arterias de la ciudad durante (casi) todo el año. Y al marrón de los troncos añosos, que en cada grieta atesoran historia.
Cuando el naranja sol disipa los fríos del invierno aparece el rosado de los Lapachos. “La floración es entre agosto y septiembre. Están en Plaza Italia, en el Parque Tres de Febrero. Entre todos destaco el de Mariscal Castillo y Figueroa Alcorta, es un espacio privado pero a la vista de todos”, recomienda Barreiro.
En octubre explota el nacionalísimo ceibo y su flor roja rabiosa, furiosa, pura sensualidad, pasión. “En este caso no hay alineación. Se pueden ver en la Plaza Sicilia, en diagonal a la entrada del Rosedal, o en Plaza Lavalle, frente a la sinagoga, donde se ubica uno chico pero siempre lleno de flores”, apunta su colega Gabriela Benito, curadora del Botánico.
A mediados de noviembre irrumpe el lila o azulceleste del jacarandá (y cómo no cantarle a la infancia que al este y al oeste llueve lloverá). “En San Juan y Bernardo de Irigoyen, la avenida Sarmiento”, repasa Barreiro. Y el universo sensorial se trenza con la historia de una quimera. “En botánica se llama así a una transformación súbita de un color o una forma –explica ahora–. En Belgrano 940 hay un ejemplar con una rama que da flores blancas, no sé si habrá resistido la poda”.
En diciembre lloran las Tipas (“es la chicharrita de la espuma que emite una sustancia para preparar el nido, y gotea”, simplifican casi a coro). Y luego se cubren de amarillo. Una postal que bien conocen los vecinos de las avenidas Pedro Goyena y Melián, donde la arboleda funde en túnel. O los que pasan frente a Lola Mora, en Costanera Sur.
En enero se suman los Ibirá Pitá, también amarillos (el punto estratégico, en 9 de Julio y Moreno, además de la vista clásica de la residencia de Olivos). Febrero vuelve a ser rosa o blanco con el entrañable palo borracho (a modo de ejemplo, el gigante de Libertador y Sarmiento). Enemigo de las veredas, el nombre popular que alude a la barriga ¿cervecera? despierta risas entre los extranjeros. “Es que no en todos lados es así. En las selvas húmedas son estilizados y altos, nada que ver con los de acá”, ilustra Barreiro.
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