No es fácil enamorar a una mujer que tiene freezer.
Uno llega con palabras frescas y ella tiene
–congeladas en el freezer–
las que le dijimos una hora o
dos años atrás. Descongela y dice:
“Comamos primero lo de ayer,
hagamos una cena fría con
estas sobras de abandono,
estos restos de despedida con que
me dejaste plantada”.
No es fácil convencer a una mujer que tiene freezer.
Uno llega con un abrazo inédito,
las yemas de los dedos renovadas,
huellas flamantes para nuevas
sensaciones, y ella tiene
–en un helado estante del freezer–
las marcas de nuestras últimas manos
puestas sobre su sensible corazón,
los guantes con que abofeteamos su
esperanza, el dibujo de
nuestro viejo codo acodado a la mesa
donde le dijimos que
no daba para más.
No es fácil amar a una mujer que tiene freezer.
Uno va en busca de sus hermosas tetas
y ya no están, tibias, ahí donde solían,
sino en el freezer y
hay que aceptarlo. Todo tiene
un tiempo de deshielo,
un tiempo de cocción. Las estaciones
duran minutos; los años,
meses que se disuelven en segundos
para la mujer que tiene freezer.
No es fácil ser el amor de una mujer que tiene freezer.
Hay que esperar. Encontrar una
percha helada y cómoda
donde quedar colgado y
ponerse ahí. Hasta que una noche
ella sienta un vacío
en la boca del estómago, en
el costado de su cama,
y vaya entregada al freezer.
Conviene estar en la primera fila.
Para esas sensaciones bruscas
se preparó el famoso Disney –dicen–,
pero uno siempre espera que le
vaya mejor que al pobre Walt,
vivo de olvido, muerto de frío:
“No se puede matar a la mamá de Bambi,
hacer sufrir a Dumbo y
esperar que todo termine bien
y sin explicaciones”, dice la mujer
que va del freezer al cine y por la vida.
No es fácil olvidar a esa mujer que tiene freezer.
Se nos ha congelado en la memoria
y sólo queda aguantar el remoto,
ruidoso deshielo. Habrá que estar en el
momento justo en que se parte el
Perito Moreno de su
corazón, aprovechar la grieta
para colarse mientras
los japoneses registran
que por fin,
que valió la Pena.
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