LOS UCRANIANOS QUE ESCAPARON DEL DESASTRE NUCLEAR FUERON ABANDONADOS A SU SUERTE EN LA ARGENTINA Y AHORA LOS QUIEREN ECHAR DE SUS CASAS
El gobierno de Menem les prometió trabajo y bienestar, aunque nada de ello ocurrió. Casi todos son profesionales y aquí sobrevivieron con changas. Unas treinta familias alquilan desde hace años unas viviendas en la parroquia ucraniana de Floresta. Pero el nuevo sacerdote los quiere desalojar.
Llegaron a la Argentina a mediados de los ’90 huyendo del desastre nuclear de Chernobyl. Para recibirlos, el gobierno menemista les exigió estudios terciarios y universitarios. Les prometió trabajo y bienestar. Pero a poco de aterrizar en Ezeiza, descubrieron que el acuerdo era una farsa. Ni siquiera les facilitaron la reválida de sus títulos académicos ni el aprendizaje del idioma. Las mujeres se las tuvieron que rebuscar como empleadas domésticas, y los varones en la construcción, o trabajaron por su cuenta haciendo changas. La crisis de 2001-2002 los golpeó muy fuerte, como a tantos. Algunos terminaron viviendo en la calle. Hoy, una veintena de familias ucranianas de aquella ola migratoria está otra vez atravesando una situación muy complicada: alquilan hace años –en algunos casos, más de una década– pequeños departamentos propiedad de la Parroquia Católica Ucrania Santa María del Patrocinio, del barrio porteño de Floresta, pero el cura Luis Glinka, responsable del lugar, los acusa ahora de “intrusos” y les inició juicio de desalojo, sin contemplar que en esa pequeña comunidad de migrantes hay niñas y niños, adultos mayores, tres personas con discapacidad y una mujer con cáncer de mama. Para presionarlos y que se vayan sin dilaciones, desde la iglesia hasta cortaron el gas en algunas viviendas. “Sabemos que tenemos que mudarnos, pero necesitamos tiempo y nos quieren echar ya”, se lamenta Lesia Paliuk, de 48 años, una de las ucranianas afectadas.
Las viviendas están alrededor del predio que ocupa la iglesia. Son varios PH. Una de las entradas está en Ramón Falcón 3938. El timbre no anda. La puerta está oxidada. Algunas de las unidades tienen un ambiente y deben compartir el baño y la cocina. Las más grandes, dos, y cuentan con baño y cocina propios. Los mismos vecinos acaban de arreglar la conexión de gas, que era muy precaria. Pagaron la obra de su bolsillo.
Miedo
Allí vive Lesia Paliuk. Es rubia y tiene ojos azules. Vive con su hijo de 27 años y su hija de 9. La menor nació en Argentina. Lesia migró al país en 1995. Vivía en Kiev, la capital ucraniana, a unos 110 kilómetros de Chernobyl, donde el 26 de abril de 1986 explotó la central nuclear, y esparció una radiación superior al estallido de medio millar de bombas de Hiroshima. Fue el mayor accidente nuclear de la historia. La contaminación sentenció a muerte a miles de pobladores y muchos más quedaron con el temor de sufrir en el futuro consecuencias fatales. Lesia recuerda que luego de la explosión se sentía muy débil, sin fuerzas y vivía afiebrada: “La mayoría de la población en Kiev se sentía así”. Por entonces, su hijo tenía 3 años. Licenciada en Economía y Administración de Empresas, trabajaba como economista en una industria. “Como estaba preocupada por la salud de mi hijo y no me sentía bien y nos enteramos del acuerdo migratorio entre Argentina y Ucrania, mucha gente, entre ellos varias familias amigas, decidimos venir para acá, para salvar la salud de nuestros hijos, porque los médicos nos decían que el efecto de la contaminación nuclear aumentaba con el paso del tiempo. Una amiga que era sana en poco tiempo desarrolló un linfoma y murió. Nos dio miedo.” A la preocupación por los efectos en la salud se sumó el impacto de la disolución de la Unión Soviética, en 1991, que iba lacerando la economía. Esas dos causas fueron los principales motores para la migración ucraniana que llegó al país entre 1994 y 2000. Algunos venían con la ilusión de hacer pie y luego rumbear a los Estados Unidos. En aquellos años arribaron al país 9399 migrantes de Europa del este y central, de los cuales 7 de cada 10 provenían de Ucrania, según datos de la Dirección Nacional de Migraciones (ver aparte). Nada fue como les prometieron en el Consulado argentino en Kiev.
A Lesia se le nota el acento extranjero, pero habla muy bien el español. Entre los adultos mayores que viven en torno de la parroquia, varios tienen muchas dificultades para expresarse en castellano.
Como Lilia Davidova, que tiene 72 años, artrosis y cataratas, y llegó al país en 1997, desde la pequeña ciudad industrial de Inakievo. Vive con su marido. Cuenta que vivieron siete años en la calle. “En Constitución, en Retiro, bajo puentes”, la traduce Lesia. No tienen parientes en el país. Ni jubilación. Lilia es menudita, y tiene el cabello blanco, muy corto. Paga el alquiler con la ayuda del programa social de Ciudadanía Porteña, que Lesia le ayudó a tramitar, a través de la Asociación Civil de Emigrantes y Refugiados de Europa Oriental, Oranta. Lesia creó la entidad, entre otros fines, para ver si podían acceder a un plan oficial de construcción de viviendas a través de una cooperativa. Pero no pudieron. A través de Oranta gestionó el acceso a distintos programas asistenciales de la Ciudad y de Desarrollo Social de la Nación para los vecinos ucranianos en situación de mayor vulnerabilidad. Siete familias reciben un subsidio de 500 pesos del programa porteño Vivir en Casa, con el que pagan el alquiler a la parroquia.
La vivienda de Lilia tiene cocina y baño compartidos. Desde fines de octubre no tiene gas. Y en consecuencia no pueden prender el calefón y darse un baño caliente. Se lo cortaron, cuenta Lesia, desde la parroquia. Lesia, como presidenta de Oranta, denunció esta situación que afecta a otras dos familias más, el 2 de noviembre en la Fiscalía Nº 4 en lo Penal, Contravencional y de Faltas de la ciudad.
Tristeza
La charla transcurre en la casa de Lesia. No es muy amplia: tiene un dormitorio, un living que también es escritorio, cocina y baño. Pero es de las unidades más espaciosas del complejo, advierte ella. Está muy arreglada y perfumada. En el dormitorio hay una cucheta y muchas muñecas de su hija.
Se abre la puerta y entra otra mujer muy alta, rubia, también de ojos claros y tez muy blanca. Es Uliana Peremyshlyeva. Tiene 48 años. Vive en otro de los departamentos de la propiedad horizontal que rodean a la iglesia. Llegó desde la ciudad de Zhitomyr, una de las más antiguas de Ucrania, a dos horas en automóvil de Kiev.
–¿Ya lloraste? –le pregunta a Lesia. Es que Uliana sabe que no es fácil remover el pasado, las angustias y las privaciones que han vivido en tierra argentina. Y lo que es peor, sin saber a quién pedir ayuda o dónde reclamar por las promesas falsas. “Estaba embarazada de seis meses y tenía miedo por Chernobyl, de lo que le podía pasar al bebé. Vendimos nuestra casa, compramos los tickets de avión. Nos quedaron cien dólares. Y nos vinimos con mi hija mayor, que en ese momento tenía doce años”, cuenta Uliana. A veces, en las frases faltan los artículos. “Vine con marido pero después del nacimiento de mi segunda hija se volvió a Ucrania porque no aguantó problemas y se fue”, dice Uliana. En Ucrania, Uliana fue ama de casa mucho tiempo pero cuando decidió emigrar estaba estudiando arte en la universidad y trabajaba como guía en un museo en su ciudad. “Nos habían prometido todo. La vida color de rosa. Trabajo, idioma, todo. Recuerdo que en el Consulado argentino había un listado con los puestos de trabajo que nos esperaban. Yo estaba llena de esperanzas, sin miedo. Cuando tenés trabajo, podés sobrevivir como querés. Pero en realidad, acá pasó todo al revés”, dice. Los ojos se le nublan. Ahora lagrimea ella, hace un ratito lo hacía Lesia (ver aparte).
Vareniki
Sin posibilidades de obtener mejores trabajos, tanto Lesia como Uliana fueron empleadas domésticas. “Y como éramos inmigrantes nos pagaban 2,50 la hora en lugar de 5 pesos”, recuerda Uliana. A veces se entusiasmaban con los avisos que pedían masajistas y ofrecían suculentos salarios. “En Ucrania, en la universidad todos aprendemos a hacer masajes como parte de un curso de enfermería obligatorio. Pero siempre había alguien que te advertía que ese trabajo no era para vos, que era otra cosa”, se ríe Lesia, en relación con las ofertas de empleo engañosas que suelen encubrir captación de mujeres para prostíbulos. “Muchos ucranianos se han ganado la vida haciendo masajes, de verdad”, aporta Uliana.
Ella es de las habitantes más antiguas de la vecindad de ucranianos que alquilan piezas y pequeños departamentos al cura Glinka. Viven alrededor de treinta familias, unas cien personas, entre ellas varias con discapacidad motora y adultos mayores. “Llegué a vivir acá el 3 de agosto de 1998. Entré en una pieza de un ambiente, sin nada. Ni cocina, ni baño tenía”, dice. En ese primer momento, dice Uliana no les daban recibo y cada cual pagaba cuando podía. Pero entre 1999 y 2000, dice, las condiciones cambiaron. “Nos aumentaron de golpe de 50 a 350 pesos por mes y como nos quejamos nos bajaron a 150. Y nos impusieron un reglamento de convivencia”, dice. Y saca una copia. Está en ucraniano y traducido al español. “Por disposición del doctor Luis Glinka, párroco de la Parroquia Católica Ucrania del Patrocinio de la virgen se ratifican el Reglamento y las Reglas de Convivencia de cumplimiento obligatorio para todos los residentes de la parroquia”, empieza el texto. Entre las obligaciones, figura que tienen que “tomar parte en todos los servicios religiosos (dominicales y de festividades religiosas, plegarias, etc.)”. Y que “en forma regular, cada mes deberán efectuar el pago del importe establecido por el alojamiento”. También deben limpiar la iglesia. “Para las festividades estamos obligadas a cocinar vareniki. La mano de obra es gratis. Una vez quise llevarme algunos para mis hijas y me los quisieron cobrar a 50 pesos las cien unidades”, agrega Uliana, enojada por los manejos parroquiales. En un cuadro del reglamento están estipulados los montos a pagar por cada vivienda: en ese momento oscilaban entre 80 y 160 pesos. Actualmente, precisa Lesia, llegan a 500 por mes, según el tamaño y las condiciones de la unidad. Ese reglamento es para los vecinos prueba de que no son usurpadores. Además, tienen los recibos que desde hace ya varios años les entrega Dionisia, la administradora, a cambio del pago del alquiler.
La metodología parroquial de cortar la luz o el gas no es nueva. Hubo tiempos en los que Uliana no pudo afrontar el alquiler y la sufrió, recuerda. “Durante tres años estuve sin gas ni luz ni acceso a la cocina común porque no podíamos pagar. Yo ganaba 120 pesos como empleada doméstica y tenía que pagar 80 por la pieza. Mi hija menor, que hoy tiene 12 años, creció en la oscuridad. Mi hija mayor, de 26, tiene un problema en la vista que con las velas empeoró. Ahora está terminando cuarto año de Derecho en la UBA”, cuenta Uliana. Volvió a formar pareja. Su compañero es un comerciante ucraniano. Ella ya no trabaja. Viven los cuatro en una vivienda de dos piezas.
La posibilidad que les ha dado la parroquia de alquilar un techo sin tener que presentar una garantía fue una gran ayuda. En la vecindad recuerdan con mucho cariño y nostalgia a monseñor Andrés Sapelak, el religioso que tenía a su cargo la iglesia antes que Glinka, porque él, dicen, los ayudaba de corazón, sin condiciones, les daba albergue, tenía un comedor comunitario, les proveía de medicamentos. Los tiempos cambiaron. La parroquia que alguna vez les dio cobijo hoy los quiere de-salojar. A varios de los inmigrantes ya les llegó la notificación del juicio. “No podemos sacar un crédito porque la mayoría trabaja en negro. Necesitamos tiempo para irnos”, dice Lesia. Con el cura, aclara, no hay diálogo. Página/12 lo llamó pero el religioso dijo que había que hablar con su abogado. Este diario intentó entrevistar al letrado pero no logró ubicarlo. El juicio tramita ante el Juzgado Nº 62 en lo Civil y es contra 16 familias, entre ellas, la de Uliana y Lesia.
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