El testimonio de la experiencia de Carlos Píriz son las miles de grabaciones que realizó con los músicos más importantes de Uruguay y Argentina.“Si la técnica no está aplicada con cierta sensibilidad, no hay resultado bueno posible”, afirma
–La historia de un oficio con pocos maestros y un crecimiento tecnológico enorme coincide con el crecimiento de tu historia personal. Contanos las dos.
–Mi aproximación al sonido fue en los grupos de teatro independiente de Montevideo. Trabajé con todos y con la Comedia Nacional, durante diez años. Creo que participé en todo el teatro montevideano de la década del ’60. En Preparatorios de Derecho –porque arranqué para ese lado– tuve un compañero que era alumno de la escuela de teatro del Teatro Circular. Estaban por estrenar una obra y necesitaban compaginar sonidos. Yo trabajaba en Radio Oriental. Hicimos el montaje en la radio –una gauchada– y me invitaron al estreno. Ya quedé enganchado. En la siguiente obra del Circular, el que hacía sonido era yo. Hubo un mes en que en catorce de las obras que se representaban en Montevideo, la puesta de sonido era mía. Trabajando en teatro sucede que, buena parte del tiempo, estás en la platea, sentado con el iluminador, cerca, atrás, del director... y si bien estás de guardia por tu especialidad también estás atento a todo lo otro, aprendiendo.
–¿Cuál era tu trabajo en la radio?
–Hacía programas de discos, los presentaba, comentaba, era disc jockey (a la manera de la época). Empecé en otra radio pero, no bien pude, en el ’58, ingresé en Radio Oriental, que era maravillosa.
–¿Por qué?
–Originalmente se llamaba Radio Westinghouse. Un día decidieron venderla y se la ofrecieron al personal, con facilidades. Un ingeniero de mantenimiento, Luis Artola, preguntó cómo se pagaba. Le dijeron “setecientos pesos por mes”, una cosa así, algo accesible. Yo alcancé a conocerlo, a Artola. Era un viejo cascarrabias, bocasucia por elección. En contraste tenía una secretaria impecable. No era inglesa pero era de tradición y educación inglesas. Artola tenía la siguiente política: “Yo necesito dos mil pesos por mes, la radio tiene un presupuesto de siete: vamos a vender publicidad por nueve”. No aceptaba más publicidad que la imprescindible. Rechazó avisos de Coca Cola, cosas así. Radio Oriental tenía programas de muy buena música basados en la discoteca de la radio. Eran programas de quince minutos. Con determinado estilo, determinada unidad. Con un locutor que anunciaba: “Presenta Sal Perrins, la sal que no se humedece”.
–¡La del pollito!
–La del envase con un niño corriendo a un pollito con un salero, ajá. La radio le tomaba a Sal Perrins, en canje, agua destilada que usaba para la refrigeración de los transmisores. Ni siquiera era un aviso pago. La publicidad la concentraba en la mañana y desde las dos o tres de la tarde transmitía sin publicidad. Sus locutores (los locutores que Artola seleccionaba) eran maravillosos. Aparte de buenas voces eran señores, cultos, inolvidables. Recuerdo los programas que hacía Carlos Zumarán, por ejemplo: Gira la música, desde las siete de la tarde hasta la medianoche, sin publicidad. Zumarán, que sabía muchísimo de música, de jazz, tenía un estilo muy particular, no se nombraba a sí mismo, era anónimo. En el comienzo del programa anunciaba “La música de este programa es de la discoteca del Buda Rojo”. Necesariamente tuve su influencia.
–¿Cuántos años tenías?
–Yo era un chico, tenía dieciséis o menos: escuchaba su programa en el auto con mi viejo. Cuando volvíamos del campo, los domingos de noche, escuchábamos a Zumarán.
–El divulgó la bossanova en los Estados Unidos, ¿no?
–Eso fue después, cuando se radicó en Los Angeles, por los ’60, creo. En Radio Oriental hubo algunos disc jockeys argentinos. Uno de ellos, Carlos Alvarez Condarco, sabía mucho de tango. Sabía en serio. Podía comentar sólidamente lo que estaba mostrando. Gran estilo. Fueron voces y estilos como no oí nunca más. La radio tiene algo mágico: es la imaginación del oyente la que fabrica, perfectamente, la imagen que más le conviene a la voz. Es criminal que alguien que trabaja en radio muestre su cara en fotos, no debería hacer eso. Traiciona al oyente. Recuerdo a oyentes que me conocieron personalmente: esperaban encontrar a un señor mayor y yo no tenía más de veinte.
–Como Zitarrosa, que cuando era locutor se ganó el sobrenombre “El voz de otro”...
–¡El vozarrón de Zitarrosa...! La voz es muy independiente de la imagen. Y lo más inconfundible de una persona.
–¿Cómo empezó tu trabajo, ya como técnico?
–A mediados de los ’60, con poco más de veinte años, empecé a grabar en estudio. Tuve acceso a un equipo profesional y participé de las producciones de una época muy particular: estaban apareciendo los grandes nombres del canto popular como Zitarrosa, José Carbajal, Los Olimareños, Viglietti, Numa Moraes, y también Eduardo Mateo, Rubén Rada y el primer rock uruguayo con Los Shakers, Los Delfines y muchos grupos más.
–La evolución tecnológica ha sido tal desde entonces que muchas veces debió parecerte que se terminaba todo lo conocido, en tu oficio.
–Muchas cosas dejaron de ser como eran. No sólo en lo técnico. Ha cambiado la relación de la gente con el producto musical. Ha cambiado la oferta del producto musical. Recuerdo que el Palacio de la Música distribuía un librillo de ocho páginas, de excelente diseño, que en tipografía de máquina de escribir “de bolita” te alertaba de las novedades. Recuerdo la gráfica del papel con que el Palacio envolvía los discos.
–Trombones y fagots en negro y rojo sobre blanco. Dibujo de Menchi Sábat.
–Exactamente. Y en aquella época los discos se valoraban de otra manera. Comprar un disco era un acontecimiento y uno invitaba a los amigos a casa, el fin de semana, para escucharlo.
–¿Los LP eran siempre importados? ¿No había producción nacional?
–Desde mediados de los ’50 hasta fines de los ’60 existió en el Uruguay una compañía discográfica, Antar Telefunken: un estudio, modernísimo para la época, y una fábrica de discos, modelo. Quedaba en la calle República, cerca de la estación de ómnibus de Arenal Grande. Grabó y editó a Abel Carlevaro, lo primero de Viglietti, a Osiris Rodríguez Castillos, a Atahualpa Yupanqui, Ariel Ramírez, Salgán, Fiorentino, Edmundo Rivero, Piazzolla... gente importantísima de la época. Paco Espínola grabó en Antar para El Museo de la Palabra. También Gila grabó allí.
–Tengo un LP de Gila.
–¿Aquel de la guerra en que él usaba el avión “tres días de la semana, otros tres el enemigo y los domingos lo alquilamos a una agencia de viajes”?
–Ese.
–Me gustaría volver a escucharlo. Gila era extraordinario. Se paraba en el escenario con una jarra de agua y un teléfono y podía estar hablando una hora y media... ¡La gente se moría! Una vez, en España, en plena dictadura de Franco, entró al escenario y vio en el piso, apoyado contra el telón de fondo, un retrato de Franco. Se dio vuelta hacia bambalinas y gritó: “¿Ese, qué hace ahí?... Que lo cuelguen”. A los veinte minutos la policía subió al escenario y se lo llevó.
–¿Por qué viniste a Buenos Aires?
–Más que venir, me trajeron. Aquí, en Buenos Aires, en Estudios Ion, había un técnico austríaco que antes había trabajado en Johannesburgo. Un día decidió seguir viaje y anunció que se iría a Venezuela. Empezaron a buscarle un sustituto. Nadie les venía bien para el puesto. Con las cintas que llegaban de Montevideo venía el informe técnico que siempre las acompañaba.
–¿Firmado por Carlos Píriz?
–Mi nombre. Me propusieron una entrevista, me aseguraron determinado dinero y vine a hacer una prueba. Durante dos o tres años seguí cortándome el pelo en Montevideo, comprándome los zapatos en Montevideo. Viajaba muy seguido. Sentía que aquí estaba totalmente de paso. Un día me di cuenta de que estaba radicado en Buenos Aires.
–Te adjudican la excelencia, en tu oficio. ¿Qué es la tal excelencia?
–Algo muy subjetivo... Tal vez la excelencia de una grabación se haga aparente en la comparación con otras grabaciones. Es algo que se siente. Una vez –dicen– Caruso, por primera vez, oyó su voz grabada en un cilindro de cera. Cuando escuchó, dijo: “Es real”.
–¿No le pareció desvirtuada?
–No. Porque su apreciación fue subjetiva. Sin esa parte subjetiva no existiría la música grabada. Una grabación no es ni parecida a la realidad. Difícilmente dos conos de cartón (dos parlantes), por sofisticado que sea el sistema, puedan generar un hecho acústico idéntico al real.
–Generan una abstracción.
–Un estímulo, que al oyente le permite construir una realidad, por supuesto subjetiva. No existe la tal “alta fidelidad”. La buena grabación es la que permite la ilusión de realidad.
–Caruso la sintió.
–Claro. La técnica hace una parte pero cuenta como cómplice, siempre, con la parte subjetiva que pone el que escucha. La relación entre esas dos cosas ha ido cambiando a lo largo de los años: lo que acepta el oyente ha cambiado. La primera grabación de Caruso, seguramente a nadie, hoy, le parece real.
–En el LP de La Fusa, Vinicius te nombra, te agradece. ¿Esa grabación se hizo aquí, en Moebio?
–Se grabó en Ion. Era 1971, Moebio empezó a existir en 1981. Vinicius quiso reproducir el clima real del café concert, para lo que invitó gente, hubo bebidas, hubo aplausos... Pero ojo, cuando aquí digo clima me refiero al clima social propio de un recital con público; no a la ilusión de realidad de la que hablábamos recién.
–¡La finalidad de una grabación!
–Quiero precisar eso. En la producción de música grabada hay dos grandes modos. Uno es respetuoso del fenómeno acústico original; reproduce el timbre de los instrumentos, el balance que los músicos establecen entre ellos, la acústica del lugar en que interpretan. Es como tomar una foto siendo fiel al modelo, desde la mejor butaca del auditorio. Busca llevar a la situación doméstica la ilusión de asistir al hecho real.
–¿Y el otro modo?
–Consiste no en representar un hecho real sino en construirlo en el estudio de grabación. Los instrumentos tradicionales, las voces, los instrumentos electrónicos pueden ser modificados, rebalanceados e incorporados a un espacio acústico sintético para crear un hecho musical que existe por primera vez en la sala de control. La mayor parte de las grabaciones de música se produce así. Actualmente, los recursos técnicos son enormes, la libertad estética es mayor, pero de todas formas el producto debe ser verosímil.
–¿Cuáles son los beneficios de una grabación digital?
–Cuando grabás sonido de manera analógica, registrás sobre un soporte físico una analogía del fenómeno acústico, fijás en él una señal que representa al sonido original. El soporte puede ser un disco de vinilo o una cinta magnética. Pero la señal guardada de esa manera sufre modificaciones y ya no podemos recuperarla como era: aparecen distorsiones, ruidos, variaciones de tiempo... En cambio, en la grabación digital la señal que representa al sonido original se describe con valores numéricos y lo que se archiva es la colección de números. En francés, a la grabación digital se la llama numérique (enregistrement numérique). Esa información numérica (44.100 datos de música por segundo) digamos que podría registrarse con lápiz y papel. Si ese registro numérico fuera guardado en un mal soporte (en un papel arrugado o sucio, con mala letra) seguiría describiendo exactamente a la señal. El sistema digital permite recuperar fielmente la representación del sonido original que se guardó.
–¿Cuándo hizo Moebio su primera grabación digital?
–Hace más de 25 años. En 1984. Fue un trabajo de Eduardo Lagos y Oscar Alem, Pianisssimo. Fue la primera grabación digital hecha en la Argentina.
–¿Qué es la masterización?
–Ah, eso... En la época de los discos de vinilo, antes de transferir la grabación de la cinta analógica al disco matriz era necesario tomar recaudos, porque el medio tenía limitaciones. No tanto en Europa, seguramente no en Alemania. Pero en los Estados Unidos, donde la mayoría de los operadores no tenía formación técnica, era habitual que las cintas fueran defectuosas y no pudieran ser transferidas directamente. El estudio de mastering, especialista en hacer el disco matriz, las corregía. Tenía que ser prudente y cuidadoso para no alterar demasiado las características estéticas del material porque, por supuesto, hacía un remiendo.
–Como un cocinero que disimula la sal excesiva en la comida.
–Si se entiende así... bueno: no da lo mismo ajustar la sal que agregar azúcar. En fin, hoy, la matriz para fabricar el CD ya no se hace en un estudio de mastering y el CD no tiene las limitaciones que tenía el disco de vinilo.
–La comida puede planearse bien. Y realizarse sin tropiezos.
–Sin embargo, el estudio de mastering, sigue imponiéndose como intermediario entre el estudio de grabación y la fábrica que replica los CDs.
–¿Por qué?
–Porque las producciones no profesionales, hechas en estuditos –estudios improvisados en garajes o dormitorios– precisan la corrección del masterizado. O porque los que operan grandes estudios, sin suficiente formación técnica, recurren después a quien corrija sus errores. Pero dar por sentado que siempre se debe recurrir al masterizado, como a una especie de bautismo mágico imprescindible, me parece excesivo.
–Un buen chef no debería rehacer lo que hizo.
–Podría decirse que si está adiestrado en su oficio prevé. Va midiendo. Puede ser que tenga que retocar el final, pero no cocinar todo de nuevo. Limpiar las aspiraciones en las voces es un trabajo de perfeccionamiento posible, útil.
–¿Hay receta para un buen resultado, en grabación de sonidos?
–Las buenas herramientas ayudan, el conocimiento es imprescindible. Pero si la técnica no está aplicada con cierta sensibilidad –algo casi indescriptible– no hay resultado aceptable. Me parece.
–Oscar Wilde definía la cacería del zorro como “lo indescriptible en persecución de lo incomible”.
–Proponerse una buena grabación sería: “La técnica y la sensibilidad en persecución de lo creíble”.
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