Con un pie en la ciudad y otro en un paraje boscoso de Córdoba, Porchetto habla con la tranquilidad de que su regreso a las canciones se produce por auténtica pasión antes que por cálculo.
Nunca lo había contado en público. Raúl Porchetto, algún día de los noventa, encaró a Carlos Menem y le dijo todo: “‘Señor presidente, con el respeto que merece su investidura quiero tener la integridad de, mirándolo a los ojos, decirle que está destrozando la cultura nacional’. Jaime Torres, que estaba al lado mío, me dijo: ‘Jamás hubiese tenido las pelotas de decir lo que usted acaba de decir’”, evoca el cantautor, buscando la mejor posición en el sillón de piso que lo contiene en un pub de Palermo. La secuencia fue en la Casa de Gobierno y duró doce minutos. Lo habían convocado, junto a una veintena de músicos de todos los géneros, para “legitimar” el accionar cultural de la gestión menemista y a Porchetto se le soltó la cadena. “Me puse loco, loco. Esa década era un desastre para la cultura ¡y nos habían llamado para ponderarla...! No, todo tiene un límite”, desarrolla.
–¿Y cómo reaccionó Menem?
–Me agradeció la sinceridad, pero me dijo: “Sepa usted que estamos asignando un presupuesto de 60 millones de pesos por año para la cultura”. Sí, era cierto, pero más cierto era que esa plata caía en un agujero negro. Y se lo dibujé con una analogía: “Mire, es lo mismo que usted deje en su casa dinero para pagar los impuestos, y la luz y el teléfono se le venzan igual”.
Eran momentos duros para un artista que había pasado de impregnar con canciones y miradas el aura amateur de los setenta a vender miles de discos en los primeros ochenta –Metegol o Reina Madre, entre ellos– y de ahí a un ostracismo que, autoprovocado o no, lo había sumido en un ausentismo casi total en las épocas de la pizza con champagne. “Fue mi manera de descargar lo espantoso que me habían resultado esos años en los que, si planteabas determinadas cosas, te respondían con una onda ‘ya fue’, ‘eso es muy hippie’, ¿no? No podía sobrevivir nada interesante e inteligente, y menos en el terreno del arte. No había espacio para plantear cosas que no tuvieran que ver con el modelo”, sostiene y explica –sobran las palabras– para entender por qué a Dragones y Planetas, su flamante disco, lo separan diez años del anterior, Centavos de amor. Y también para entender por qué es el primero que presenta en Buenos Aires –-mañana en el ND Ateneo, Paraguay 918– después de 25 años. “Es como una eternidad... Yo mismo me lo digo y no me termino de convencer. Arranqué por una cuestión muy especial para hacer este disco: volitivamente lo quería hacer hace tiempo, pero como no era el momento, o no se me daban circunstancias emocionales o psicológicas para volcarme de lleno, lo fui demorando.”
–¿Y cuál fue el detonante para que al fin sucediera?
–La muerte de mi amigo Sandro. Cuando nos dejó, me nació una catarata de ganas de volver a componer. Me salió escribir y me puse al mango, independiente y solitariamente, durante diez meses. Con Sandro nos considerábamos hermanos, porque los dos éramos hijos únicos y porque llegamos a tener una relación libre y profunda. Y bueno... él siempre me decía: “Tenés que grabar un disco, tu música tiene que volver a girar, tu energía tiene que volver a estar dando vueltas por el país”. Teniendo en cuenta la subjetividad que tiene la opinión de un amigo, yo le respondía que no encontraba el espacio, que no me sentía cómodo, hasta que al fin pasó.
–Además de la versión de “Bailando en las veredas” que grabó con él, el disco incluye una composición –“La leyenda de Alsina”– que pinta a Sandro como un pibe de billar y café, como un rey de la noche pero no del cabaret. ¿La llegó a escuchar él?
–No, porque cuando le dije que le había escrito una caricatura en forma de canción, me dijo: “No la quiero escuchar, ni que me digas un pedacito de la letra... la quiero escuchar en un disco”, y su postura era ley... no le podía decir nada. Obviamente, cuando partió no había salido el disco, pero estoy seguro de que la escuchó, porque la vida continúa desde un montón de lugares. No sé si le gustará el tema, pero seguro está contento de que haya sacado un disco.
–Además de Sandro, aparece otro personaje clave y cercano: León Gieco. Con él concibe el caballito de batalla del disco, que es el muy difundido tema del Bicentenario.
–Me parecía un hecho fantástico, ¿no...? Era como la fiesta de la casa grande, de nuestra casa, y sentí que había que escribirle una canción a esto. Cuando la empecé a esbozar, llamé a León y le dije: “¿No querés que la terminemos juntos?”. Fue emocionante y reparador, porque nos hizo recordar cuando empezamos con esto de querer cambiar el mundo con la guitarrita... lo grabamos a pulmón, con una computadora, y por ahí se escuchaba la frenada de un colectivo en el medio de una toma y había que empezar de vuelta (risas). Llorábamos los dos de risa, porque era como cuando empezamos.
–Con la diferencia de una computadora como herramienta imposible en aquel tiempo... y 40 años de experiencia.
–Tal cual, pero lo salí a difundir igual. Lo habíamos grabado en un disquito y lo llevé personalmente a las radios. La diferencia es que antes ibas a una radio y te decían: “No, pibe, no es así. Hay que pagar para difundir esto”, y ahora se lo llevé a Víctor Hugo Morales en persona, y él lo empezó a pasar. Fue el primer empujón y no tuvo nada que ver con el hecho de que, como salieron a decir algunos, lo había bancado el Gobierno. Nada que ver. El Gobierno se interesó después y lo puso como el corte de la fiesta... pero eso es otra cosa.
–¿Con León se conocieron en la época de Cristo Rock, no?
–Un poco antes, cuando fuimos a dar una prueba al Museo de Artes y Ciencias. En ese momento también conocí a un flaquito que tocaba el piano en el fondo de un barcito. Se llamaba Carlos García Moreno, me voló la cabeza y lo invité a tocar el teclado en Cristo Rock. Por eso, para mí no son el León y el Charly de la gente, sino algo así como Jorge y Pablo, los amigos del barrio. Amigos a quienes la vida nos dio la posibilidad de desarrollar nuestras cosas y decirlas, y sobrevivir a un tiempo muy particular porque no estuvimos distraídos.
–Y a materializarlo, por ejemplo, en PorSuiGieco: un disco que, pese a las dificultades de grabación y sonido, se cuenta entre las perlas del folk rock de la época.
–Es que grabar ese disco fue una casualidad. Se tocó sólo tres veces y se podría no haber dado, incluso. León me decía que es uno de los discos más vendidos del rock argentino, a pesar de que desde 1978 no cobramos regalías porque Music Hall cerró y nadie se hace cargo. Vos ves que lo reeditan, que está en las disquerías y no sé quién lo paga. El otro día hablábamos con Charly y León... ese disco es un agujero negro que nadie sabe explicar, y es como una joyita en nuestras vidas, porque me remite a los días en que nos encontrábamos con Charly en Donato Alvarez para tomar el 44 e ir a Barrancas de Belgrano para grabar. Nos costaba mucho que nos hicieran un espacio, ¿no? En mi caso, pasaron como diez años para que se difundieran mis discos.
–Metegol, Televisión, Che Pibe, Reina Madre... usted se había convertido en una máquina de hacer discos: entre 1980 y 1988 editó ocho. ¿Cuál de los dos momentos disfrutó más, el amateur o el profesional? ¿El de Cristo Rock o el de Reina Madre? ¿El del ninguneo o el de los hits que le pasaban en todas las radios?
–Los dos, pero en el caso del popular, cuando me empezó a pesar me alejé. Nunca me deslumbró ser masivo, más que el hecho de que en vez de tocar para 70 personas tocara para tres mil. Era lindo, porque no habíamos cambiado ninguna pauta. Incluso, yo iba cambiando disco por disco porque esa trova que era el rock nacional tenía una pauta principal: no tener pautas. Digo, más allá de la igualdad que pueda tener mi voz, esos discos no se parecían mucho entre sí. Hice fusión, pop, baladas, rock.
–¿Qué pasó con el alejamiento de la escena?
–Bueno, en un momento la popularidad te empieza a desgastar, a asustar y nunca me voy a olvidar de Alfonsín cuando, una vez que le preguntaron qué era lo que más le asustaba si llegaba a ganar la presidencia, él respondió: “El poder, porque indefectiblemente estupidiza”. Eso me quedó grabado. El ejemplo sirve porque cuando empezás a tener fama no podés ir a comer porque la gente se desmadra. La verdad es que yo quería seguir escribiendo canciones, y ojo que no tenía culpa por lo comercial, que era algo muy habitual en los ’70 porque, claro, Pink Floyd, Led Zeppelin o Mick Jagger podían vender millones de discos y se decía “qué genios que son” mientras que vos acá vendías dos discos y se te venían encima acusándote de haber transado. Lo popular no me asusta, al contrario, me enorgullece y no reniego.
–¿Y qué pasa cuando cede esa popularidad? Después de Barrios Bajos o Bumerang –a fines de los ochenta– usted empezó a desaparecer del mercado tal vez con la misma intensidad que lo había llevado a vender muchos discos...
–Aflojo antes de los ’90, es cierto, porque llegó un punto en que la cosa era sacar un disco, hacer la prensa, salir de gira y así. Todo el mundo te quiere hacer notas cuando estás arriba, y de repente no querés hacerlas y te dicen “éste se la creyó, éste es un difícil”. Bueno, a veces querés hablar de tu obra, y muchos no quieren que hables de tu obra sino de otras cosas. Cada uno que haga lo que quiera, pero a mí no me gusta hablar por hablar. Si no tengo nada que decir no me gusta aparecer en un programa de televisión para alimentar mi ego. Me gusta tener una lucha frontal con el ego, porque realmente te estupidiza... te seduce y te termina mediocrizando, te adormece sin que te des cuenta. Me gusta estar alerta ante eso y fue lo que me llevó a dejar el camino de la popularidad. Sabía que iba a tener que pagar un precio por eso.
–¿Se lo bancó?
–Me lo tuve que bancar, no me quedaba otra. Por ejemplo, me hubiera venido bien contar la secuencia con Menem cuando dejó de ser presidente, pero no me interesó. No me sentía cómodo, aunque tuve que seguir tocando para poder sobrevivir.
–¿Y las regalías por esos discos que se habían vendido tanto?
–En los ochenta, trabajar mucho en la música era como jugar al fútbol en los sesenta. Carrizo estuvo 30 años en el arco de River para ganar lo mismo que un pibe que está tres meses en su misma situación, hoy. Las regalías, bien gracias... más allá de lo de PorSuiGieco, el otro día cobré por “Bailando en las veredas”, un tema muy difundido, 180 pesos por los últimos seis meses. Igual, no reniego, porque no me pasa solamente a mí sino a muchos artistas.
–Hace un tiempo está tomado fuerte impulso el proyecto de sancionar una ley nacional de la Música para resolver situaciones elementales para los músicos.
–Acuerdo totalmente, y que sea para todos los géneros. La idea es tener los mismos derechos que quienes vienen de afuera. Así como se subvenciona a los colectiveros, se tendría que subvencionar a músicos que tienen una historia demostrada, que la han peleado para hacer arte, no para comprar una casa en un country. Yo ya tengo la vida jugada en ese sentido, lo planteo para los pibes que son muy talentosos y no tienen posibilidades. Uno ya está en la primera fila de la batalla, la cosa es darles lugar a esos talentos que aparecen como hongos saliendo después de la lluvia.
La imagen de los hongos y la lluvia enlaza tal vez con una situación cotidiana para Porchetto. Hace mucho tiempo alterna los días de su vida entre la gran urbe y un paraje montañés, escondido entre las altas cumbres de Córdoba, a unos 50 kilómetros de Alta Gracia. Un sitio lleno de bosques, a 1500 metros de altura, que ni siquiera tiene electricidad. “Me manejo con un generador, pero no me importa: cada vez que voy, el alma se me ensancha más allá de las banquinas, y cada que vez que vuelvo se me angosta porque, claro, en Argentina todo se mueve desde acá. Pero siempre fui realmente amante de la naturaleza, de lo sencillo. Si bien nací en un pueblo con mayúsculas de la provincia de Buenos Aires y crecí en los barrios porteños, lleno de departamentos y esas cosas, nunca me sentí un tipo de ciudad.”
–¿Cuánto tuvieron que ver las cuestiones ambientales con la concepción del disco? ¿Hay una relación?
–Inevitablemente se impregna... es un disco concebido en geografías cambiantes. Yo me sigo deslumbrando con artistas con mayúsculas, sigo aprendiendo de ellos, y vale mencionar las referencias de Piazzolla y Yupanqui, ¿no? Uno bien ciudadano, empecinado y talentoso. El otro con esa mística de la pachamama que nos alimenta, y que uno siente en esos lugares alejados. Nombro a ellos por ser gente muy conocida, pero a lo mejor admiro a alguien que está metido en las montañas, que no es conocido pero sí admirable porque tiene una mirada interesante respecto de las necesidades del otro... Las maestras de montaña que tienen que cruzar un río todos los días, o la enfermera que ayuda a las gentes anónimas son personas de un valor inestimable, y que yo incorporo de una u otra manera a mis canciones.
Excelente nota ! un Groso Raúl !
ResponderEliminar