Por Hugo Míguez DOCTOR EN PSICOLOGIA, DOCENTE DE SALUD PUBLICA EN LA UNIVERSIDAD DE CORDOBA
La vida cotidiana juvenil dispone hoy de recorridos precisos, circuitos donde los vínculos transcurren por el celular, el chateo y el mundo de las pantallas en general. Un espacio más controlable en un mundo incierto y una colección de productos imprescindibles para conectar a otros (según aseguran los que venden los numerosos y perecederos objetos que garantizan el éxito social a los dieciséis).
En el negocio de los productos la subjetividad es uno más. Una subjetividad impermeable a la crítica, resistente a la burla, inmune a la vergüenza (propia y ajena) y con la propiedad de poder ser expuesta públicamente en busca del brillo de un instante. O sea, una subjetividad de “reality”, capaz de resistir la exposición y fácil de cambiar si es el caso.
En el proceso de construcción comercial de esta subjetividad, el activo mercado de las bebidas alcohólicas recluta sus clientes. No se trata del alcohol como sustancia, es claro. No se trata aquí de la ingenuidad de indultar o demonizar un líquido. Se trata de los usos, o sea, de “para qué” se vende. Por ejemplo, para alcanzar la publicitada pérdida del control personal y la moratoria que supone sobre lo que alguien puede hacer “en ese estado”. En estos escenarios comerciales, y con la desventaja de un guión social basado en alterarse, se protagonizan encuentros sociales donde una línea imaginaria divide lo legal de lo ilegal.
Pero la realidad no es tan simple. Lo acaba de mostrar un artículo reciente de The Lancet sobre el alcohol y la cocaína. Si el tema es que los jóvenes alteran sus percepciones y emociones, el problema inmediato no es la sustancia sino la ingeniería comercial convalidada precisamente para eso. Las bebidas alcohólicas se presentan como íconos de la diversión juvenil. Viejas bebidas promoviendo nuevos usos. El beber episódico, el “binge drinking” reivindicado por alguna publicidad como un tema de género.
Hoy, hay datos que podrían indicar una penetración inesperada. Los registros, en recién nacidos, de biomarcadores positivos por alcoholización materna durante el embarazo. Daño colateral, seguramente, en la búsqueda voraz e irresponsable de mercados y ganancias.
Las botellas de gaseosa de litro y medio, cortadas como una jarra, y llenas con la bebida que se pueda pagar, festejan (con el éxito musical que le dio origen), que “pintó el descontrol”. Un descontrol demasiado controlado por los que instalan el alcohol como una prótesis social, como una ganzúa de puertas para buscar al otro sin ser uno. Ulises, el mito de la cultura occidental que ata los instintos al mástil de su nave, se desata y una vez libre descubre, finalmente, que las sirenas son de plástico, diseñadas por los que fabrican y venden mercancías, los mismos que también lo convierten a uno en una mercancía más del abuso del alcohol.
¿Dónde quedó el promocionado encuentro después de la previa? Quizás en los propios chicos que, espontánea y solidariamente, salen al rescate. Los que en una escalera de hospital “hacen el aguante” hasta que llegue un familiar desconcertado en plena madrugada. Ahí está el encuentro. Lejos del glamour, cerca de la desesperación y el amor en el espanto.
En estos temas mucha gente, incluso los que venden alcohol, plantea la importancia de la familia, y no serán estas líneas la que desmerezcan su papel. Pero lo cierto es que no se trata de apelar a una familia de Robinsones inalterable a una cultura que le ocupa todos los espacios.
Otros plantean la importancia de la escuela y tampoco es el caso de ignorar su importancia. Pero no parece razonable esperar que la escuela por sí misma desmantele una cultura comercial, al menos no en un mundo donde los que recogen el dinero entienden que a ellos no les toca recoger los heridos.
”Padres distraídos y jóvenes transgresores” ¿Estos son los términos del problema? Hay grupos, no familiares, con miembros que superan largamente los cuarenta y que deberían dar muchas explicaciones sobre el marketing del alcohol de los últimos veinticinco años. Y hay, también, una política pública que tendría mucho que contar sobre su papel en estas décadas.
En fin, sea lo que sea que como oportunidad hayamos perdido, la hemos perdido. El tema es ahora. Antes de adoptar la letra de la resignación, inducida sutilmente como “realismo”, se puede revalorizar la voluntad y la idoneidad en serio. Ambas. Y ahora.
Es decir, en este particular momento, cuando todavía no es demasiado tarde para rescatar a los que entraron, ni demasiado temprano para avisar a los que llegan.
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