Si para los judíos, la barba es el puente que deben sortear los pensamientos para convertirse en acto, la cara nevada de Alberto Manguel debe estar rebosante de tráfico. En ella corren, se bifurcan, renacen y conversan los más de 35 mil libros que forman la afamada biblioteca que tiene en su casa de Poitiers, un antiguo presbiterio en el corazón de Francia. Como los jugadores de fútbol, Manguel trabaja de lo que siempre soñó: lee. Lo hizo en los comienzos de la Editorial Galerna para Willy Schavelzon –hoy su representante–, pasó por Gallimard a fine de los ’60, en los ’80 fue crítico literario para la TV y la radio de Toronto, además de jurado en premios literarios de la talla del Man Booker Prize de Inglaterra o el Tusquets de España.
Podría hablarse de él como un escritor, responsable de títulos como La Biblioteca de Noche y Una Historia de la Lectura –libro entrañable y acunador–, pero se resolvería con arbitrariedad maliciosa el dilema del huevo y la gallina. Porque como su maestro Jorge Luis Borges –a quien leyó cuentos de literatura inglesa, entre 1963 y 1965–, Manguel siempre quiso vivir de leer.
“Somos animales de lectura. Entiendo la lectura como el desciframiento inevitable del mundo: interpretamos lo que nos rodea, le atribuimos un vocabulario y leemos las relaciones que nosotros mismos creamos”, dice Manguel, quien abrió un programa cuya consigna es “Universidad en la socieddad” en la Unsam.
Su visita también coincide casualmente con el lanzamiento del Consejo Nacional de Lectura, una institución que reúne a ocho organismos de gobierno para coordinar políticas de Estado en torno de la promoción de la lectura. “Como hemos creado una sociedad basada en una maquinaria económica que necesita de consumidores constantes, una persona que reflexiona dos minutos no va a gastar 400 dólares en un par de jeans rotos”, dice pragmático el autor de Stevenson bajo las palmeras .
–Era muy joven cuando empezó a trabajar en Pygmalion, la librería en que conoció a Borges.
–Sí, estaba cursando el Colegio Nacional de Buenos Aires. Quería ganar un poco de plata para comprarme libros. El primer año trabajé pasándoles el plumero, que es la mejor forma para saber cómo uno se maneja en la librería. No podíamos poner ningún libro en la estantería que no hubiésemos abierto. Ésa era la regla.
–Usted visitó bibliotecas alrededor del mundo como el escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez visitó jardines. ¿En qué sentido las bibliotecas son jardines?
–En un sentido muy práctico. En el siglo XII, creo, se establece una forma de organizar la biblioteca basada en el diseño de jardines. El jardín tiene secciones con plantas medicinales, para la cocina, flores. La organización medieval de la biblioteca toma la misma terminología y obviamente al “jardín” se entraba por la Biblia, luego por los padres de la Iglesia, los comentarios teológicos, filosofía, poesía. La ficción estaba en el subsuelo.
–¿Y hoy qué orden tienen?
–El más común es el de las bibliotecas de Estados Unidos, que son formas de organizar el mundo por tema, lo que implica una forma de verlo. Borges decía que había visitado la Biblioteca Real de Bruselas y que del catálogo lo único que recordaba era que a Dios le correspondía el número 243. Desde la Biblioteca de Alejandría en adelante, toda organización implica una cierta visión del mundo. Es una forma implícita de censura, inevitable.
–A la entrada de su biblioteca dice “Lee lo que quieras”.
–Sí, lo pinté sobre una de las puertas. Es una versión de la frase que Rabelais pone sobre la gradas de la Abadía de Thélème: Fais que ce tu voudras, “haz lo que quieras”. No hay nada que no debamos leer.
–En uno de sus libros habla de las bibliotecas ambulantes. El caso de los “biblioburros” de Colombia es maravilloso.
–El biblioburro es una forma de llevar las bibliotecas a la sierra. Es un burro con una especie de poncho con bolsillos dentro de los cuales llevan libros, que luego se cuelgan en un árbol y una persona se hace responsable –el mayor del grupo o el alcalde– hasta que vuelven a pasar y los reemplazan. Pero también en ciudades como Bogotá o Medellín han desarrollado una red de bibliotecas bellísimas. Las ponen a cargo de la gente del lugar y los hacen responsables de cuidarlas. Están impecables, nadie roba.
Lugares. El lector Manguel es argentino, pero sus lenguas maternas son el inglés y el alemán, idiomas que hablaba con su nodriza checa en Tel Aviv. Allí fue a vivir a dos meses de haber nacido, el 14 de mayo de 1948, cuando se creó Israel. Su padre Pablo, presidente de la Organización Israelita Argentina, sería designado por Perón embajador ante el país hebreo.
A los tres años, Alberto ya leía. Sus primeros juguetes fueron los cuentos de los hermanos Grimm en alemán y Las Mil y Una Noches en inglés. “Cuando volví a Argentina, en 1955, tuve que aprender castellano. Fue un esfuerzo tremendo poder comunicarme con otra gente. No pensamos las mismas cosas en un idioma que en otro.”
Al iniciar la conversación, Manguel comentó sobre la pasión con la que escribía un libro con Daniel Pennac, en el que se proponen llevar al francés aquellas expresiones de otros países que no suelen asfaltar las conversaciones del Boulevard Saint-Michel. “En Finlandia, por ejemplo, usan un término que significa quejarse en grupo.”
–Hablando de quejas, le confieso que no entiendo a las personas que leen en el subte. Lo que les lleva media hora, lo pueden leer en su casa en cinco minutos.
–Es que tal vez vos seas el que está apurado... A lo mejor la persona que está leyendo media hora no está tan apurada. Adaptamos nuestras lecturas al lugar donde estamos. Cuando ponen preso a Oscar Wilde, pide –entre otras cosas– La Isla del Tesoro de Stevenson y un manual de conversación italiano-francés.
–¿Con qué sentido?
–No sé. La literatura no es una relación pura entre una persona y las palabras sobre la página. Es una relación compleja, geográfica, cultural, física y emocional, con elementos del azar. Keats llamaba a ese vínculo entre lector y libro “un espacio amoroso”. Y tiene todas las cosas de una relación amorosa. Por ejemplo, esos ocho libros que estaban escondidos en Theriesenstadt, el campo de concentración para niños al lado de Auschwitz. Los adultos que los cuidaban habían contrabandeado un manual de geometría, la Breve Historia del Mundo, de Welles. Quiero decir, ciertos lugares y títulos se corresponden por razones que no podemos explicar. El libro que alguien lee en el subte puede tener un sentido especial para esa persona.
–¿Se puede enseñar el amor por la lectura?
–No creo que sea bueno tener una actitud paternalista con los chicos sino, al contrario, ayudarlos a entender que tienen una forma por la cual pueden rebelarse contra esa sociedad que no los deja ser. Una actividad verdaderamente subversiva, que es la lectura. La subversión en el mejor sentido, el de cuestionar las reglas, el de oponerse a nociones de autoridad injustificada, porque leer es algo que la sociedad no quiere que hagamos. Hoy los chicos no se creen toda esta publicidad del “Mes de la Lectura” porque todo el resto, todo lo que tiene peso, les dice lo contrario. Se podría utilizar eso para decirles: “Lean. Sean rebeldes. Distínganse.” Yo hablo constantemente de cómo leo no para enseñarlo, sino para decir que existe.
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