José Pablo Feinmann ha escrito un libro autobiográfico y teatral. Peronismo, filosofía política de una persistencia argentina traza una memoria personal, el esbozo de una o varias novelas, la teatralización de la historia y el complejo balance de una tragedia nacional. Haber aceptado el encargo de reseñarlo es también para mí una exigencia que debo cumplir y que provoca una palpitación indefinible que, si esta nota resulta justa, podrá aclararse. Feinmann entrelaza a la manera de un gran folletín todos los planos anteriormente indicados, y muchos otros más. El pasaje de unos a otros es advertido por el lector no como un salto inapropiado del argumento, sino como un indicio de su absoluta legibilidad. Lo legible, en Feinmann, proviene de un desarrollo donde la narración, cada vez que se bifurca, encuentra nudos escénicos que pueden ser acontecimientos vastamente conocidos, pero convertidos ahora en diálogos filosóficos. O si no pueden ser conceptos triviales de la política convertidos en un ensayo fenomenológico a fin de que suelten otra verdad extracotidiana. El cincel sinóptico de Feinmann parte de la pedagogía y acarrea toda su materia hacia la dramaturgia. Es el camino que el lector clásico desea recorrer.
El modo confesional, documental, filosófico y novelístico de Feinmann está animado por un relato crudo, coloquial y licencioso, donde las críticas a la “French Theory”, los recuerdos estudiantiles, la vasta población de nombres que habitan el volumen y la deliberada ambivalencia sobre la figura de Perón conviven en una babélica formación carnavalesca donde todos los personajes del libro terminan hablando entre sí porque el autor habla constantemente con ellos, los interpela en el tribunal guignolesco de la historia. Muy temprano, Feinmann trazó el destino de su obra, en años de su juventud universitaria, donde la preocupación sobre Alberdi recaía en el Fragmento preliminar al estudio del derecho, donde se hacía hablar a Rosas, o el autor hablaba por Rosas. Sin saberlo, Alberdi era un alucinado. Se trataba del intento de un pequeño grupo intelectual del siglo XIX de vincularse con la política sin desmedro de su autonomía filosófica, haciendo que el político intuitivo respetara las traducciones a la gran teoría crítica que los intelectuales se ofrecían a realizar. Todo, “en nombre del pueblo”.
José Pablo fue especial animador de un intento parecido en aquellos años ’70, y en esta obra reciente, el peronismo “como obstinación argentina” –título original con el que se publicó en Página/12–, reaparece el tema del “intelectual y la historia política” bajo una nueva cautela crítica, pero con el mismo sino de desdicha nacional. No es el desencanto de Alberdi con Rosas –que de todas maneras no sucedió tan rápido–, sino una consideración sobre Perón donde aparece con un rostro bifurcado, él y su doble. Por un lado, expresión del ascenso de las clases populares; por otro, promotor de una reprimenda inusitada contra todo aquello que alguna vez había estimulado. Este fantasmal Perón, en manos de Feinmann, es materia novelística. Y al serlo, el juicio moral es el del novelista que no puede condenar ni alabar a sus personajes. Todas las escenas transcurren en un ambiente dolorido pero aplastante, el tribunal de la historia escupe dicterios, habla la lengua directa del ultrajado que también lanza las palabras de la injuria, la inscripción soez que da verosimilitud al conjunto, mientras no se deja de ajustar cuentas con Foucault, el posmodernismo o Deleuze. No hay que olvidar que Feinmann es partidario de una teoría sobre la lengua que la ve “en el barro de la historia” y, por lo tanto, toda palabra es un motor oscuro, que la conciencia no atina a representar claramente, pero que inexorablemente se hace responsable de llevar los sujetos a la acción.
Feinmann tiene, sin embargo, la maestría de la ambigüedad sentimental con sus criaturas, que aprendió no sólo del Alberdi rosista, sino del Sarmiento facúndico, como puede apreciarse en una de las tantas escenas ejemplares que escribe: “De modo que posiblemente, Perón, algo alejado, leyendo el diario del día o algún libro, escuchara surgir de una reunión que, ahí nomás, tenían Almirón, Villar y López Rega, un nombre, alguna vez querido: ‘Cooke’. Y no dijera nada”. Feinmann tiene en sus manos a este Perón arbitrario, con su doble rostro de Jano, pero siempre como figura imponente y torrencial. ¿Cómo juzgarlo? Levantando un tribunal de la escritura que rememora incesantemente y que saca sus temas de los muchos novelas que conviven en este ensayo aluvional. Así: “Y voy a decirlo: creo que ningún francés que se base en Nietzsche, Heidegger y Lacan (para huir de Hegel, Marx y Sartre, desde luego) podría entender al peronismo”. En una misma afirmación oronda, el tema historicista del peronismo que se comprende con categorías propias y la crítica a los filósofos que sustituyeron la teoría del sujeto histórico transformador. Todo conviviendo con un Perón de liberación nacional y un Perón indiferente a su propia historia, con un Perón desenfadado, atrevido, y un Perón “capaz de todos los males”, como alguien dueño de una pluma célebre y que no lo quería escribió en los primeros días de la caída, allá por 1955.
El libro es burlón hacia los conceptos filosóficos al uso, como el de “acontecimiento”, y el lector debe aceptar que su andarivel es por lo menos doble, pues presenta la argamasa de la historia peronista como suscitadora de la pregunta filosófica, y las filosofías encumbradas de la época interrogadas ante la prueba de fuego; es decir, si es que pueden o no pueden comprender la singularidad argentina. Folletín escrito en la libertad de atributos expositivos, en el linde del documentalismo con la ficción y de la ficción con los nombres insignes de la filosofía, Peronismo de Feinmann mueve sus marionetas en diálogos imaginarios. Che Guevara con Fidel: obra de teatro feinmanniana que acá aparece como documento. O, si no, Aramburu con sus captores, lo que también asoma a guisa de documento irreal. Surge de allí Timote, la novela sobre el caso Aramburu, que trata del tema sobre el que José Pablo ronda desde siempre: el estatuto de las palabras, su forma ética y su ligadura inmanente con la acción.
No quiere ser heideggeriano, por cierto, pero su novela La sombra de Heidegger mantiene la misma perspectiva de presentar personajes omniscientes pero al fin atrapados en gigantescas tenazas de la historia, lo que los hace menos culpables o no merecedores de juicios implacables que la filosofía de la historia no debería practicar. Lo mismo Timote, novela que subyacía a las entregas del Peronismo como obstinación o persistencia argentina, y que siempre está a punto de condenar a sus protagonistas –pues baraja todas las palabras, asesinato, ajusticiamiento– y si bien no salva a aquellos púberes que se habían atribuido el lúgubre mandato, hace pasar el problema a otra instancia. Quizás, a mi juicio, la instancia del destino, aunque por otro lado, concediendo en algo a la tesis del “acontecimiento”, acaba por no aceptar. Rico en documentación, informado de minucias y recuerdos, alistado siempre en polémicas duras a las que les pone nombre y apellido, Feinmann ha elaborado sus novelas, obras teatrales y ensayos con un sistema de enjuiciamientos ásperos y con la resuelta capacidad de buscar en los grumos más pequeños de las frases dadas (conversaciones, panfletos, cánticos callejeros, lugares comunes, interjecciones varias) la verdad oculta de una época. Impresiona por un tratamiento capital de la escritura temeraria, graciosamente impúdica y con aperturas transparentes en las zonas de la intimidad. Sus dardos apuntan con rapidez y uso desenfadado de los nombres. He aquí a Firmenich, en el momento en que le toque desfilar por el tribunal de la república literaria de Feinmann: “No tiene la pinta de endemoniado dostoievskiano de Fernando Abal, de alucinado a lo Castelli. No tiene la pinta bien nacional y popular, el origen humilde, el trajinar metalúrgico del Negro Sabino Navarro. Es más bien tirando a gordito...”. Y es lo que cito; en lo demás se avanza con escéptico desdén hacia esta figura que fue crucial y que hoy está desamparada, créase lo que digo, en medio de sus recuerdos mal contenidos.
Feinmann, escenógrafo, guionista, vestuarista, imprecador, operador del lanzallamas, es en verdad un novelista descomedido, un antropólogo de los lenguajes políticos, autor de una extraña literatura con la que me enemisté y me relacioné amistosamente muchas veces. Ahora me parece que lo que siempre me descolocó de ella fue su omisión del pudor como preámbulo o puerta cancel de la escritura. ¿Pero qué es el pudor? Gracias a su ausencia –a su omisión literaria, me refiero–, José Pablo ha escrito su obra, que es de naturaleza confesional y al mismo tiempo tomando la astucia de la razón como un llamado a contar vidas singulares destinadas a la destrucción. José Pablo las hace hablar desde la locura, las épicas destrozadas, la lengua vulgar de las muchedumbres contemporáneas, las pasiones combatientes incapaces de percibir la totalidad o desde las totalizaciones que no podían llegar a las vidas particulares. Ese era el caso de Perón, o bien porque siempre era un general en batalla o bien porque no tenía particular afección por el arte biográfico y las biografías, a pesar de haber sido lector de Plutarco, del cual obtuvo ejemplificaciones chispeantes y la idea de “el hombre del destino”.
José Pablo no hace historia social, biografías políticas ni filosofía de la historia. Pero cuando se propone la crónica, es un poco de todo eso, escandaloso y rudo, su pacto es con el diablo-cine, y su impudicia narrativa –finalmente, de origen lírico– lo lleva a considerarse el único defensor de su obra. Escribir este artículo sobre este río ensayístico que expone la carne viva de una época tremenda, pero también inspirada –y por otras razones, la de hoy no lo es menos– significa un jalón más de mi largo diálogo con Feinmann, prueba de lo que valoro sus novelas y ensayos –como éste– y síntoma seguro de lo difícil que es ser justo cuando todo sigue en juego, cuando el pasado no está seguro y los túmulos siguen temblando. De ahí las palpitaciones indefinibles de las que hablaba, en el sendero de una larga amistad.
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