Como una manera de superar una “depresión posparto” por el fin de un trabajo al que dedicó quince años, Horacio Verbitsky asistió a una suerte de “explicación” de Horacio González que abrió nuevos significados a su libro sobre el rol de la Iglesia en los años de plomo.
Los dos Horacios –Verbitsky y González– saben tocar los nervios tensos del pasado que requieren ser interrogados. Cada uno lo hace a su manera: uno es más narrativo, el otro apela a acrobacias y firuletes lingüísticos de cuño barroco con el afán de dinamitar los lugares comunes del comentarista. Este dúo que se sacó chispas presentó La mano izquierda de Dios (Sudamericana), el cuarto y último tomo de la Historia política de la Iglesia Católica, obra monumental a la que Verbitsky le dedicó los últimos quince años de su vida. La urgencia se hizo carne –recordó el autor en la librería Eterna Cadencia– cuando escuchó lo que no podía ni debía dejar pasar por alto. Eso que entra por un oído para no salir jamás. El capitán Alfredo Scilingo le dijo en 1995 que la jerarquía de la “santa madre” había aprobado tirar a los prisioneros al mar. Después de haber deletreado cada una de las palabras de esa confesión empezó a hurgar en archivos, a estudiar y a investigar, bajo el imperativo de comprender cómo fue posible esa “enormidad” que no podía captar. “Esa cosa orgánica, sistemática, institucional, era demasiado”, resumió el escritor y periodista.
“Cartón lleno”, cantó Verbitsky. “De la Iglesia ya me ocupé. No sé bien de qué me voy a ocupar ahora; estoy con la depresión posparto. No sé muy bien quién soy, pero espero que Horacio me ayude a entender.” Y Horacio –el sociólogo y director de la Bicentenaria Biblioteca Nacional– acometió con la empresa lanzando, como acostumbra, su complejo arsenal intelectual. Lo primero que hizo fue definirlo como “un gran narrador”. “Todo lo que hace Horacio no puede ponerse bajo la advocación de una gran narración o de una gran construcción histórica sobre el modo en que se dieron las luchas políticas en la Argentina, puesto que la hipótesis de trabajo de todos los libros sobre la Iglesia es que esta lucha se dio también en el seno de la religión; por lo tanto era una lucha religiosa que en el mundo moderno hacía aproximar a la Argentina a épocas que parecían no ser parte de ninguna modernidad”, planteó el sociólogo. “Sin embargo, el lenguaje que todos escuchamos, que está presente en nuestros oídos de una manera permanente hasta hoy, es el lenguaje con el que se hacía la guerra por la cual se atravesó.”
Aunque La mano izquierda de Dios –exactas 418 páginas más 1789 notas– no sea una historia de las ideas, González advirtió que las ideas están. “El escritor no asume un papel omnisciente que lo sabe todo y ya condena de antemano a sus personajes. Uno ve moverse a las personas que pertenecen al horizonte de la historia inmediata. Uno lo ve actuar y hablar a monseñor Tortolo, a Aramburu, a Quarracino, a Giaquinta. La lectura de todos estos nombres asociados a lo que pensaron fue la revelación de algo que quizá todos sabíamos”, admitió el comentarista. “Pero nunca imaginé hasta qué punto eran portadores de un gran drama: estaban hablando en nombre de la fe, de la redención, del sacrificio, de la muerte; eran la mayor justificación que aparecía frente a la tortura y la desaparición de cuerpos.” El director de la Biblioteca subrayó que las ideas “aparecen casi a la sombra de los hechos” y destacó el “esfuerzo de objetividad” en el relato en el que emergen “las marionetas de la historia discutiendo entre sí”. Sobre el ojo del autor para descubrir los archivos –definidos como “formas vivientes de la historia y hay que saberlas interrogar”–, González señaló que Verbitsky percibe en el archivo del Episcopado un buró político. “Uno escucha hablar a la historia de la Iglesia, ‘la santa madre’, expresión irónica que quiere decir que ahí hay una corporación mental. Horacio hace vivir nuevamente las sombras vivientes del archivo.” El caso que recuperó Verbitsky y que repasó González es el de los militares llamados 33 Orientales, que se negaron a obedecer las órdenes del Ejército y fueron sancionados. “Cuando son retirados del Ejército, los descargos son vergonzosos; hacen recordar las autoimputaciones de épocas que uno vincularía al estilo estalinista, sólo que aquí son descargos invocando a la Virgen, a creencias religiosas, invocando una adecuación trascendentalista. Pero no sólo eso, sino invocando a los mismos conceptos que harían del modo en que se elimina un adversario un modo religioso y santo.”
La fe cristiana está interpelada en toda su significación –opinó González– en un libro de índole moral, “escrito por un gran escritor político de la época”.
–Son los hechos los que interpelan, no soy yo –precisó Verbitsky.
–Eso es lo que quiero decir, estoy dando títulos que no están en el libro. Pero fui habilitado por la condición de comentarista –le retrucó González.
“Los hechos son pequeñas ruedas que van siguiendo incluso cierta cronología –retomó González el hilván de su análisis–; estamos viendo desfilar la historia argentina casi año por año, asesinato por asesinato. Estamos viendo hechos conocidos engarzados en un bastidor muy profundo de las ideas por las cuales se combate, en algo que finalmente hay que aceptar: en una historia se combate por ideas. Hechos e ideas tienen una imbricación que no es fácil de distinguir. La lección que da Horacio es que el modo de narrar los hechos ya en sí mismo constituye un estudio de las ideologías.” El sociólogo precisó que “la lucha por las armas no se de-sarrolla sólo con militares que dan gritos en nombre de la fe y la salvación de la nación, también se da con obispos que dan órdenes militares y aparecen asistiendo en las torturas”. En el entramado que tejió Verbitsky se refleja la lucha interna de la Iglesia, aunque el narrador se ponga –según González– desde el punto de vista de la jerarquía de la Iglesia. “Para narrar va a los archivos; el que archiva más es el vencedor en la historia.”
Después de repasar algunos núcleos del libro que más lo sorprendieron –la historia del capellán militar de Montoneros, Jorge Adur; los teólogos de la liberación como Lucio Gera y Juan Carlos Scannone, los debates entre el sacerdote belga Joseph Comblin y el historiador uruguayo Alberto Methol Ferré–, González aseguró que la historia narrada por Verbitsky era lo que faltaba comprender. “Casi siempre se encuentran grandes pensamientos de formas de la mística y de la comprensión religiosa que estaban presentes aun en los que se creían muy laicos. El hecho de que eso involucraba desde Videla hasta Firmenich, la gran mayoría de militantes montoneros y buena parte de la oficialidad militar, es un hecho de características estremecedoras. Yo lo digo así”, aclaró el director de la BN. “Este libro no lo dice así, pero permite que lo sintamos así.” González encuentra una “justicia de la escritura” en este último tomo que impulsó al autor a “tomar estas pequeñas criaturas presentándolas como asesinos que estaban encarnando ideas que pertenecen a la historia de la humanidad, convertidas en obtusas teologías”. Al promediar esta “sesión maestra” en la que González ayudó a comprender a Verbitsky lo que escribió, el comentarista no escatimó recursos retóricos para ponderar un “libro de teología que no se ha escrito en la Argentina”, basado en el idioma de “un gran escritor-cronista que tiene un ficción encerrada adentro: la ficción en la que hoy estamos embarcados, que es dilucidar nuestra propia participación en la historia”.
“Yo sabía que Horacio me iba a explicar lo que hice”, recuperó la palabra el autor. “Me enriquece mucho esta lectura sobre mi trabajo; no lo podría explicar tan bien como lo explicó él.” En franca recuperación del posparto, Verbitsky confesó que lo que repitió González –que “el libro no lo dice así, pero dice eso”– le parece un gran elogio. “Es una cosa que hago siempre sin proponérmelo, es mi manera de escribir”, reconoció. “Trato de presentar los hechos y lo que hago es un bordado, voy enhebrando. Aunque es un trabajo de historia, hecho con todos los cuidados, creo que hay alguna similitud con lo que es una narración de ficción, donde el autor cuando comienza no sabe exactamente adónde va y sus personajes se les van de la mano. A mí me ha pasado esto con una cantidad de personajes que yo conocía, de quienes sabía algo, pero a medida que los fui conociendo más en profundidad cobraron vida propia, se independizaron y fueron haciendo lo que ellos quisieron hacer en este relato que, al mismo tiempo, está atado por la documentación. Los personajes tienen su vida propia, no la que yo les pongo. Lo que hago es que expresen su vida propia.”
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