Por José Natanson
El origen del sindicalismo argentino se remonta a las organizaciones anarquistas y socialistas formadas por los inmigrantes europeos llegados entre fines del XIX y principios del XX, que venían huyendo de la pobreza y el hambre pero también de las experiencias autoritarias en sus países de origen, y que trajeron con ellos, en los barcos, un rechazo casi genético a la autoridad: se formó así un primer sindicalismo combativo y contestatario, protagonista de reclamos organizados inéditos en el contexto latinoamericano, como la huelgas en la Patagonia o la protesta contra la Ley de Residencia.
Desde 1943, cuando asumió como secretario de Trabajo y Previsión, Perón fue estableciendo una serie de derechos laborales hasta ese momento inexistentes y logró encolumnar a casi todos los sindicatos bajo el paraguas del Estado. Sin llegar al extremo del varguismo brasileño, que se aseguró un control absoluto de los gremios, el primer peronismo creó un potente conglomerado de sindicatos adictos, que con el tiempo se convirtieron en su principal eje político y organizativo.
El sindicalismo peronista fue el blanco principal de todos los gobiernos autoritarios posteriores al ’55. Sin embargo, a diferencia de Brasil, donde el régimen militar quebró casi de un día para el otro la espina dorsal del sindicalismo varguista, en Argentina ni siquiera la última dictadura pudo acabar con los gremios peronistas, que en 1983 resurgieron en condiciones más o menos similares a las del pasado. Revivía así un sindicalismo potente, que puso límites y jaqueó al gobierno de Alfonsín, pero también un sindicalismo escasamente renovado: si en Brasil el novo sindicalismo liderado por la CUT de Lula surgió justamente de la lucha contra la dictadura, en Argentina hubo que esperar una década, hasta las reformas de los ’90, para un verdadero impulso de renovación sindical, protagonizado por la CTA.
Los ’90 produjeron un nuevo balance de clases y una reconfiguración del poder sindical. Esto fue resultado de tendencias mundiales que excedían a la Argentina, como la relocalización económica, la expansión del sector servicios y la feminización de la fuerza de trabajo, y también del estilo salvaje que adquirió el neoliberalismo argentino, donde se impuso una profunda flexibilización laboral mediante nuevos mecanismos de subcontratación, tercerización y empleo temporario. Como señala Victoria Murillo (“La encrucijada del sindicalismo argentino”), la apertura comercial y las privatizaciones afectaron a algunos sectores, como las empresas públicas y los sectores industriales protegidos, que en el pasado habían estado entre los más sindicalizados. Y todo bajo la amenaza, difusa pero disciplinadora, de un desempleo en aumento.
El resultado fue una profunda desestructuración del mapa laboral y un golpe al poder de los sindicatos. Se registró en aquellos años una disminución muy marcada de la conflictividad laboral, y sobre todo una división entre aquellos sindicatos que expresaban a los ganadores de las reformas (el ejemplo más claro es el crecimiento de Camioneros por el desmantelamiento de la red ferroviaria y el aumento del comercio regional en el Mercosur) y los perdedores (sobre todo estatales y docentes: no es casual que la CTA haya surgido de allí).
La conducción de la mayoría de los sindicatos acompañó el giro menemista. Hubo excepciones, como la CTA y el MTA de Hugo Moyano, una línea interna que sin romper con la CGT se opuso a muchas de las políticas de aquellos años. Pero el balance general es de complicidad. A cambio del colaboracionismo, Menem desoyó las presiones de su principal aliado interno (los grandes empresarios) y externo (los organismos internacionales) y se negó a implementar una sola medida que modificara la regulación de la organización obrera. Ni una sola.
El monopolio de la representación a nivel de planta (administrado por la personería gremial otorgada por el Ministerio de Trabajo) siguió funcionando como reaseguro del poder de las conducciones, en tanto que el control de la obra social les garantizó el manejo de un enorme flujo de recursos. La participación de representantes sindicales en las listas legislativas del primer menemismo (aspecto bien retratado por Héctor Palomino en “Los cambios en el mundo del trabajo y los dilemas sindicales”) mantuvo el peso político de los caciques cegetistas. Concesiones discutibles pero al fin y al cabo clásicas, bien peronistas, a las que se sumó una nueva, ésta sí de clara inspiración menemista: la participación de los sindicatos en nuevos negocios, desde trenes y empresas de salud hasta aseguradoras de riesgo de trabajo, que dio nacimiento al paradójico sindicalista-empresario.
Tras la crisis del 2001, el poder de los sindicatos resurgió al calor de la expansión económica kirchnerista. A diferencia de lo que ocurrió en otros países, donde las reformas neoliberales trasladaron el eje productivo a sectores difícilmente sindicalizables, como la maquila en México o la industria forestal y la florihorticultura en Chile, en la Argentina pos-crisis se expandieron actividades como el transporte, los alimentos o el petróleo. Sectores que, aunque no fueron hegemónicos en la etapa preneoliberal de sustitución de importaciones, sí contaban con sindicatos organizados, que supieron aprovechar la situación de bonanza para reactivarse y ganar protagonismo. Fueron estos gremios, los ganadores del nuevo modelo, quienes asumieron el liderazgo político del sindicalismo en la nueva etapa. Sus representados, trabajadores en blanco cuyos salarios aumentan más que la inflación, se convirtieron en uno de los ejes del apoyo social al kirchnerismo.
En suma, el sindicalismo argentino se formó al calor del Estado peronista, fue perseguido pero no aniquilado por la dictadura y, renovado sólo en parte, colaboró con las reformas de Menem. Hoy acompaña mayoritariamente a Kirchner. ¿Cuál es el resultado de esta evolución? En primer lugar, un sindicalismo que, salvo excepciones, es verticalista y tendiente a concentrar el poder interno en un cacique indestructible. Es escasamente democrático, al menos si se considera la alternancia como requisito básico de la democracia: Armando Cavalieri, 35 años al frente de los empleados de Comercio; Carlos West Ocampo, 28 años; Barrionuevo, 25 años. La mayoría de los sindicalistas se niega a aceptar el rol de las minorías en el marco de elecciones en las que los veedores externos no son aceptados: como sabe bien cualquier delegado con pretensiones de rebeldía, la cantidad de requisitos institucionales, junto a las prácticas extralegales de amedrentamiento, hacen prácticamente imposible desafiar las conducciones hegemónicas.
A la falta de democracia interna se suma, retroalimentándola, la escasa transparencia en el manejo de los recursos de las obras sociales, que a veces deriva en negocios homicidas como el de los medicamentos truchos. Las patotas que responden ciegamente al líder funcionan como fuerza de choque interna: hubo, en los últimos años, varios episodios de violencia sindical, de los cuales el asesinato de Mariano Ferreyra es sólo el más grave.
Por último, cabe señalar la desatención de los sindicatos hacia las personas que se encuentran excluidas del mercado formal de trabajo, a quienes han preferido ignorar: la Asignación por Hijo, por ejemplo, nunca fue una bandera de los gremios –usemos la expresión de moda– concentrados. Fue la CTA la que desarrolló un intenso trabajo para superar esta fractura y unificar la voz de los sectores populares con la de los excluidos.
Pero el sindicalismo argentino –poco democrático, opaco y capaz de albergar oscuras formas de violencia– tiene otra cara en sus éxitos corporativos. Muchos gremios, incluyendo algunos de los capitaneados por los gordos, han conseguido importantes beneficios para sus afiliados. Como señala bien Sebastián Etchemeny, en pocos países del mundo un albañil que gana 500 dólares al mes puede contar con los beneficios sindicales y de la obra social de la Uocra.
Un caso interesante es el de Moyano, a quien se le podrán criticar miles de cosas, desde la opacidad en el manejo del gremio al afán dinástico que lo ha llevado a colocar en lugares estratégicos a su hijo y a su mujer. Pero habrá que reconocerle al camionero que defiende a los suyos, por ejemplo cuando bloquea plantas industriales. Detrás de este método, por supuesto cuestionable, hay un reclamo justo: en lugar de mandar a una patota a fusilar a quienes piden sumarse al sindicato, Moyano busca sumar como afiliados a trabajadores que se desempeñan como camioneros pero que se encuentran encuadrados en alguna modalidad precarizada (tercerizados, empleados de falsas cooperativas, etc.). Desde un punto de vista más general, la conducción de Moyano ha sido clave en el sostenimiento de un modelo económico que genera un alto crecimiento pero también mucha inflación. Con una posición constructiva, el líder de la CGT ha logrado contener las demandas salariales a un techo macroeconómicamente razonable, administrando sobriamente la presencia gremial en las calles.
Todo cambia con el tiempo, y parece que desde el 2003 la expresión “gobernabilidad” –acuñada en tiempos de Menem como macroargumento justificador de ajustes y privatizaciones– ha dejado de ser patrimonio exclusivo de la derecha.
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