Por Eduardo Parise
El gobierno de Perón dispuso su clausura en marzo de 1947. Ahora es un concurrido museo.
El escenario fue y sigue siendo impactante: al frente, las costas del canal de Beagle; detrás, la cadena montañosa del Martial con el glaciar y el monte Olivia como símbolo, a lo que se agrega una gran bahía. El paisaje pertenece a la ciudad de Ushuaia (3.100 kilómetros al sur de Buenos Aires) y resulta un recreo para la vista. Pero no siempre fue así para quienes llegaban al lugar.Hubo un tiempo en que era la antesala del infierno. Se la conoció como “la cárcel del fin del mundo”, esa en la que convivieron presos políticos con los mayores criminales de la historia argentina. La pesadilla terminó el 21 de marzo de 1947, hace exactamente 65 años.Declarada Monumento Histórico Nacional, la Cárcel de Reincidentes (como era su primer nombre oficial) empezó a construirse en 1902. El material: piedra. El lugar: la isla grande de Tierra del Fuego, una zona donde la temperatura promedio anual, en un clima frío y húmedo, es de 5 grados.Cuando se terminó su construcción (trabajo que hicieron los mismos presos) tenía 380 celdas. Eran unos cubos con paredes de ladrillo , de casi dos metros de largo por dos y medio de alto, con una puerta de madera y una pequeña ventana enrejada y sin vidrios, con vista a aquel exterior inhóspito.Con ese entorno humillante, que le hacía poco honor a aquello que sostiene la Constitución de que las cárceles “deben ser sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”, los presos soportaban otra cuestión degradante : vestían un traje a rayas en el que la única identificación era un número.Aquello tuvo su punto final cuando Roberto Pettinato (padre del actual conductor de radio y tevé) , entonces director general de Institutos Penales, le llevó en mano al presidente Juan Perón el decreto para la clausura del penal. Ahora, en la única ciudad argentina a la que para llegar hay que atravesar la Cordillera de los Andes, aquel edificio de triste fama alberga, entre otras dependencias, al Museo Marítimo. Y están los pabellones restaurados para que los recorran los visitantes. También quedó uno sin ninguna mejora . Aún hoy, recorrerlo estremece.Es que allí no sólo están los ecos del sonido de los grilletes que arrastraban los presos. También las paredes parecen guardar las voces de presos históricos como Mateo Banks, el chacarero que en 1922 masacró a ocho personas (tres hermanos, una cuñada, dos sobrinas y dos peones) en Tandil para quedarse con la fortuna familiar. O la de Cayetano Santos Godino, “el petiso orejudo” , un asesino serial que murió en la cárcel tras ser golpeado por otros presos porque había matado a un gato que era la mascota del penal. O la de Simón Radowitzky, un militante anarquista que en 1909, con una bomba, mató al jefe de Policía, el coronel Ramón Falcón, y a su secretario, Alberto Lartigau, y pasó allí 21 años hasta que lo indultó el presidente Hipólito Yrigoyen el 14 de abril de 1930.Como presos políticos estuvieron los militantes radicales Ricardo Rojasperiodista y escritor; el diplomático Honorio Pueyrredón; y el diputado Pedro Bidegain, todos encarcelados por la dictadura de Uriburu (1930).Y José Berenguer, editor del diario anarquista La Protesta.Junto con ellos cientos de hombres anónimos también conocieron aquella pesadilla. La historia se llevó sus datos. Pero en la helada Tierra del Fuego, en las paredes de “la cárcel del fin del mundo”, las llamas de esas vidas que se consumieron ahí por años, siguen ardiendo.
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