En Manhattan EEUU, hasta hay combos de comida rápida “especiales” para la recesión económica. La desocupación y los inmigrantes, en la mirada de un enviado especial de Veintitrés.
Por Adrián Murano
Manhattan es una isla. En todos los sentidos. Para la geografía, la política y la economía. Esta pequeña porción de tierra de 59,5 km2 rodeada por el Río Hudson alberga, oficialmente, a 1,6 millones de habitantes. Pero el trajinar de sus calles indica que el censo se quedó corto: a cualquier hora del día o de la noche, multitudes se esparcen como hormigas por calles y túneles. A propósito: el célebre metro de Manhattan, que permite conectar con toda la ciudad, es una muestra de infraestructura pública puesta al servicio de la producción. Esta megalópolis sería insufrible sin su extensa red de subterráneos, y la economía de la ciudad, basada en la provisión de servicios de todo tipo, no habría prosperado si el Estado no hubiese invertido en esa eficaz red de transporte público que es administrado, claro, por el municipio. Nota para neoliberales: aprecien cómo, en la capital del ultracapitalismo, la presencia del Estado es crucial para el desarrollo.Puede sonar extraño hablar de desarrollo en un país conmocionado por una crisis económica promocionada como catástrofe. Pero no hay contradicción: se estima que el 70 por ciento de los habitantes de Nueva York son inmigrantes o hijos de inmigrantes. Para la mayoría de ellos, el bajón de la economía –con el consiguiente impacto en la destrucción de empleo–, que horroriza a los nativos, es un paisaje cotidiano que ratifica su indispensable capacidad de adaptación. O dicho mejor por uno de ellos: “Nosotros venimos a sobrevivir; ellos, los gringos, están acostumbrados a un súper-vivir”, dice Gracia, una mexicana de sonrisa ancha que le hace honor a su nombre.Gracia llegó a Manhattan hace 14 años, casi de adolescente: “Me vine a los 17 con mi novio. No pensaba quedarme mucho, pero pasó el tiempo, vinieron los hijos... y aquí me ves”. A Gracia se la puede ver en un restaurante de pastas en el Little Italy, uno de los tantos barrios cinematográficos que ofrece la ciudad. A propósito: caminar por Manhattan es andar entre escenografías. En una de ellas –en el Greenwich Village, el barrio de la serie Friends– trabaja Mike, bartender cien por ciento neoyorquino. Dice que él jamás vivió una crisis económica, pero que su abuela le contó que en el año ’67 los vecinos de Manhattan sufrieron un tropiezo económico provocado por un prolongado paro de colectiveros y maquinistas. Cualquier parecido con esta crisis es puro voluntarismo.La tormenta económica que se abate sobre los Estados Unidos es hija del endeudamiento excesivo y de la liberalización absoluta del negocio financiero. Ubicada al sur de la isla, justo enfrente del mítico puente de Brooklyn, está emplazada Wall Street. Allí trabajan los responsables de detonar esta situación crítica, pero el remordimiento, y mucho menos el castigo, son acciones desconocidas para los financistas y operadores bursátiles que se dedican a procrear dinero. Hubo un tiempo, no hace mucho –luego de la caída de Lehman Brothers–, que un grupo de ahorristas se animó a caminar por Wall Street reclamando justicia. Hubo cacerolazos y pintadas en los frentes de los coquetos rascacielos que inundan la zona. Nada de eso se puede apreciar hoy: las cacerolas, en muchos casos, mutaron en nuevo endeudamiento o depresión. Las pintadas fueron profusamente limpiadas por el municipio.César trabaja en Wall Street, pero no usa traje y apenas logra reproducir un puñado de billetes que le permiten llegar a fin de mes. César es argentino y trabaja en una empresa que ofrece el servicio de limpieza a uno de los tres edificios emblemáticos de la ciudad. Jura que una noche de aquellas de 2008 en las que los bancos se derrumbaban y multitudes perdían sus casas, él mismo recogió una decena de botellas de Dom Perignon vacías y los pertinentes vasos de plástico que se usaron para el brindis. “Así son esos tipos: festejan cuando a todos nos va mal”, se enoja César, que lleva cinco años viviendo en Queens. Su barrio está en el continente, pero su vida late en Manhattan: aquí está su trabajo, su bar y su novia, Jessy, una dominicana rotunda. A diferencia de César, que llegó a la isla para juntar la plata que le permita construirse una casa en su Catamarca natal, Jessy vino para quedarse. Llegó hace dos años con espíritu huracanado: “Sabía que si uno se esforzaba lo suficiente, en poco tiempo iba a ver los frutos. Y se dio”, dice la morocha de ojos profundos. Jessy, que es licenciada en administración y cursa varias maestrías, trabaja como secretaria de un ejecutivo de una multinacional. Su visión de la “gran crisis”, como la bautizaron algunos diarios locales, es impiadosa: “Es cierto que está más complicado conseguir empleo, pero el pánico de los gringos no pasa por perder su trabajo, sino por no poder renovar su celular cada dos meses”, afirma Jessy, tan contundente como sus curvas.Lech, un fornido y rubio polaco de 34 años, coincide a medias con la morocha. “Antes, si a uno no le gustaba su trabajo lo dejaba y a los dos días conseguía otros. Ahora nadie se anima a hacer algo así”, resume Lech, quien hasta hace poco trabajaba como obrero de la construcción. Su caso era uno entre miles de inmigrantes polacos, rusos, serbios y croatas dedicados al rubro más golpeado por el bajón. En el último año, la suspensión de las obras obligó a millares de albañiles a cambiar el overol por el delantal. Esto enojó, claro, a los latinos, amos y señores históricos del rubro gastronómico. La razón del recelo no es tanto la competencia, sino la depreciación de la oferta laboral. Antes de la crisis, un mesero podía redondear un ingreso mensual cercano a los 7 mil dólares, con dos días de descanso en la semana. “Ahora, con suerte, se suma eso trabajando los siete días, y en doble turno”, explica Wilson, un uruguayo trotamundos que asiste al cocinero en jefe de un restaurante gourmet. Su cocina queda en la calle Amsterdam, en el Midtown West, uno de los barrios chic de Manhattan. La avenida une el norte con el sur con un recorrido paralelo al Central Park. En una esquina de esa misma calle, llegando al Columbus Circle, está Gray’s Papaya, un local de venta de hot dogs que no da abasto. El combo que más sale está compuesto por dos panchos pequeños sazonados con salsa de tomate y chucrut, y una gaseosa. La mayoría de los clientes piden el combo por el nombre que lo promociona: “Recession Special”. Cuesta 4,59 dólares. Es un hecho. Para los neoyorquinos que buscan el Gray’s Papaya, la recesión está a la vuelta de la esquina.
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