jueves, 20 de mayo de 2010

EL FASCISMO ALIMENTA LA OLA DE INSEGURIDAD


Por Ricardo Forster


La escena es elocuente, vecinos indignados de Lanús y de Valentín Alsina se manifiestan contra otro asesinato cometido, en este caso, por un delincuente-niño de apenas 14 años. A partir de ese acontecimiento brutal e inapelable todo se desencadenó: una catarata mediática se hizo presente e inundó pantallas, radios y medios gráficos con las imágenes de la “indignación” que tuvieron, entre otros momentos espectaculares, la furiosa golpiza contra un fiscal, golpiza que fue atentamente registrada sin que mediara ni siquiera un gesto de conmiseración ante lo que le estaban haciendo al funcionario judicial. Se trataba, así fue relatado hasta el hartazgo por los medios, de un acto nacido de la indignación ante tanta inseguridad, era el producto de vecinos honestos que se expresaban de esa manera. Incluso en otra de las manifestaciones que se fueron sucediendo, entre espontáneas y preparadas, un joven levantó bien alto un cartel en el que, con letras pintadas en rojo sobre un fondo blanco, se podía leer: “Control de natalidad”. La frase es terrible y contundente. Dice sin mediaciones ni vergüenza aquello que busca definir el centro del problema: los pobres son demasiados y se reproducen como conejos. Hay que impedirlo, hay que cortar la cadena de la delincuencia desde el vientre materno, hay que actuar de prisa y eugenésicamente antes de que sea tarde y la abundancia de pobres multiplique la violencia de los delincuentes. Como aquel diario que dice representar a la opinión pública cuando denunció a aquellas mujeres pobres que buscan tener muchos hijos para lograr la ayuda social. Se sabe, ya no hay que ocultarlo en falsos giros del lenguaje, los pobres son el problema, entre ellos se forma la excrecencia social que amenaza la vida de los buenos y honestos vecinos. Entre violencia “espontánea” y giros eugenésicos se va perfilando una alquimia a la que no dejan de contribuir los cultores de la “sociedad del espectáculo”.

A un intendente se le ocurrió construir un muro que arroje a los indigentes del otro lado, como desechos que son vertidos en las cloacas lejos, muy lejos de la vista de la gente laboriosa y decente. A este joven de clase media, más bien baja que alta, del Gran Buenos Aires, más radical y decidido exponente, sin saberlo, de un maltusianismo reaccionario y fascista, se le ocurrió proponer acabar con los pobres antes de que se atrevan siquiera a nacer. Control de natalidad. Que no nazcan más, que dejen de reproducirse. ¿Cómo se hará? ¿Capando a los hombres o esterilizando a las mujeres? ¿Se podrán utilizar, para tan loable acción sanitaria, los recursos del Estado, aquellos que provienen de las retenciones a la soja? ¿Sabrá el joven indignado que desde hace mucho tiempo que las derechas reaccionarias han venido agitando la ideología del eugenismo, esa que busca depurar y mejorar la raza eliminando a los portadores de genes no deseados? ¿Sabrá que los nazis llevaron adelante políticas eugenésicas para eliminar a los débiles mentales con argumentos científicamente legitimados? ¿Recordará, acaso y pese a su edad, las políticas de esterilización que llevaron adelante laboratorios norteamericanos entre las poblaciones aborígenes en distintas partes de América latina? O, si es algo más refinado y leyó otras experiencias que avalen su proyecto de control de la natalidad, podrá utilizar como argumentos las experiencias eugenésicas llevadas adelante con población negra en los Estados Unidos a comienzos de siglo XX o entre enfermos mentales y criminales por los suecos en la década del cincuenta.

Seguramente la idea se le ocurrió sin necesidad de tanta erudición y respondiendo a un reclamo espontáneo y visceral, de esos que no necesitan de mediaciones racionales ni de sesudas explicaciones sino que responden a lo que podríamos denominar el “efecto De Angeli”, ese que elimina de un tajo cualquier atisbo de reflexión crítica para vomitar una frase brutal y simple pero dicha, como si fuera un dechado de virtudes, por aquellos que son presentados, por los medios de comunicación, como la quintaesencia de la “gente honesta y trabajadora”. Simple y brutal.


Eliminemos a los pobres. Si ya viven arrojémoslos del otro lado del muro; si son adolescentes irrecuperables implementemos algún tipo de pena de muerte (¿creando escuadrones de “justicieros” tal vez inspirándose ahora no en suecos o en anglosajones sino en policías brasileños?); si no nacieron seamos inteligentes y, como los chinos, no dejemos que sigan reproduciéndose. Control de natalidad. Ya ni siquiera se trata de apelar a la filantropía o a las ONG que van por el mundo haciéndose cargo de los arrojados de la vida. La alternativa, ¿la “solución final” quizás?, es ahora más quirúrgica y contundente: impedir que sigan naciendo.

Están sucediendo cosas demasiado graves en nuestro país. Algo huele mal en Dinamarca y el olor de un estofado nauseabundo va desplegándose entre nosotros sin que los grandes medios de comunicación siquiera lo pongan en cuestión o lo señalen con un dejo de preocupación. Todo lo contrario. Allí están las cámaras y los movileros con sus preguntas desquiciantes y reproductoras, como si fueran un eco multiplicador, de las voces del resentimiento que, naciendo del dolor, son utilizadas como nuevos lenguajes de la represión y de la violencia. La cámara que se regodea en la turba que casi lincha al fiscal remitiéndonos ya ni siquiera al far west sino a una lógica de la barbarie pero traducida como reacción “natural y genuina” de los vecinos indignados.

A medida que la lógica de la inseguridad se instala como promesa de catástrofes inevitables y cotidianas; a medida que más cadáveres sean arrojados al centro impúdico del espectáculo mediático; a medida que se van crispando los ánimos y las palabras y los actos dejan de limitarse para pasar a la acción más simple y brutal, lo que se irá reproduciendo de manera exponencial es ese fascismo capilar que irá envolviendo al sentido común, pero no aquel de la Recoleta o el de los vecinos ricos de San Isidro, sino el de aquellos que están muy cerca de la línea que separa a los pobres de los indigentes, a los que tienen trabajo y una casa decente de los que viven en la intemperie o en esas villas laberínticas atravesadas por la miseria y el más profundo de los abandonos.

Un núcleo duro de intolerancia y pedido de mano dura se irá desparramando desde esos suburbios oscuros en los que una guerra sorda astutamente convertida en lenguaje espectacular por los medios de comunicación hará confluir esas manos que levantaron el cartel de la infamia con la proliferación de una política que apela a la lógica de la derecha para enfrentar el grave problema de la inseguridad urbana. Un estofado nauseabundo cuyas especias principales huelen a fascismo del sentido común, del odio más visceral, aquel que hunde sus raíces en el horror del otro, del diferente, de aquel que se ha convertido en la única y verdadera amenaza. Los pobres, los que viven en esas urbanizaciones cloacales, son los responsables, el foco infeccioso que hay que combatir con los más diversos y sofisticados recursos. Pena de muerte y control de la natalidad. Balas y esterilización. Escuadrones de la muerte y doctores Mengele. ¿Hacia eso vamos? ¿Para eso servirán los mapas de la inseguridad, para delinear con un rojo sangre la criminalización definitiva de la pobreza?

Fotos, frases, cámaras, golpes, gritos, insultos, todo está allí para trazar la imagen de un tiempo de clausura; de clausura de la democracia, del derecho a la vida, de la búsqueda de la reparación de aquello que fue destruido por los mismos que hoy se solazan con estos brotes de fascismo capilar y cotidiano. Los buitres de la derecha están sobrevolando el escenario listos para abalanzarse en picada y sin ninguna clemencia; listos para llevar adelante, una vez más, sus experimentos sociales; listos para multiplicar la lógica de la represión y de la violencia y para seguir arrojando a las cloacas carcelarias a aquellos que no han sido abortados directamente desde el vientre materno. Algo de todo esto, aunque ese joven no lo supiera, se guarda en ese cartel de la infamia que la cámara capturó como ejemplo de conducta ciudadana, republicana y virtuosa. Allí, nos dicen y nos muestran hasta el hartazgo los opinólogos y comunicadores profesionales, los que se ofrecen como dechado de virtudes democráticas, no hay violencia, de la misma manera que tampoco la hay en un sistema económico que ha ido multiplicando entre nosotros la concentración de la riqueza, la destrucción del trabajo y la distribución ya no de los panes sino de la miseria entre gran parte de nuestra población. Como decía el viejo Jean Paul Sartre: “La corrupción es el sistema”. El peligro que está ahí, entre nosotros, es que ahora a los pobres no sólo se los humille cada vez más acentuando sus carencias sino responsabilizándolos de los males que nos aquejan. Los fascismos históricamente se han nutrido de esta lógica y de este prejuicio. No lo subestimemos.

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