Vigilia de armas es el tercer tomo de la historia política de la Iglesia Católica Argentina escritaç por Horacio Verbitsky. Por su eje temático es una obra sin precedentes en la historiografía argentina; pero no es sólo la originalidad del abordaje lo que hace muy atractiva su lectura, ni siquiera el hecho de estar muy gratamente escrita, sino, fundamentalmente, porque ilumina muchas zonas del comportamiento político de la Iglesia que, de no ser por estos libros, hubieran permanecido en la penumbra.
En esta entrevista Verbitsky repasa cuánto de la historia argentina puede leerse en clave eclesiástica, cuenta de qué modo jugó la institución para el retorno de Perón en 1972 y recuerda una historia poco conocida: la de una Iglesia de avanzada que llegó a concebir la injusticia como “pecado de las estructuras”.
–¿Cuál fue el origen de la obra?
–Tiene dos orígenes distintos. Por un lado, un hijo mío, periódicamente me insistía que escribiera una historia argentina, y, por otro lado, cuando en 1994 el capitán Scilingo me contó su atroz historia, una de las cosas que me dijo es que el método de asesinato de prisioneros había sido aprobado por la jerarquía eclesiástica.
¿Cuáles fueron los primeros pasos de la investigación?
–Retomé un tema, el funcionamiento de un campo de concentración transitorio, durante sesenta días, en una propiedad del Arzobispado de Buenos Aires, que era la quinta de descanso de fin de semana del arzobispo Juan Carlos Aramburu. Una propiedad que simbólicamente se llama “El Silencio”. Empecé a escribir los hechos de ese campo de concentración, tratando de entender cómo era posible que una institución cuyo fin explícito es el bien común, pudiera participar en algo tan parecido al mal absoluto como es un campo de concentración. Y tratando de entender eso, me comencé a remontar cada vez más lejos en el tiempo y en el espacio, dado que la Iglesia Católica no es una institución pequeña, nueva ni circunscripta geográficamente, sino, como su nombre lo indica, es universal y bimilenaria.
–Así, en el 2005, apareció el libro El silencio.
–Un año después, en el trigésimo aniversario del golpe militar, publiqué Doble juego, y a partir del 2007, estoy publicando los tomos de esta historia política vista a través de la Iglesia Católica como hilo conductor. En el 2007 publiqué Cristo vence, que va desde 1884 –cuando el presidente Roca expulsó al delegado Matera por oponerse a la ley de educación universal, gratuita y laica–, hasta 1955, cuando la Iglesia Católica fue el eje aglutinante del golpe militar contra Perón. En 2008 publiqué La violencia evangélica, que va desde el derrocamiento de Perón hasta el Cordobazo. Y este año, publiqué Vigilia de armas, que cubre desde el Cordobazo hasta la noche del 23 de marzo de 1976. Espero, si Dios lo permite, publicar en 2010 el cuarto tomo, que va desde esa noche hasta el día en que Raúl Alfonsín asume la presidencia. A partir de 2011 espero dedicarme a otra cosa, porque la realidad no se agota en la Iglesia Católica, aunque ya llevo quince años sumergido en esa realidad.
–El primer capítulo del libro se titula “Cristianismo y revolución”. Según el filósofo León Rozitchner, se trata de dos términos antitéticos. ¿Cuál es su mirada al respecto?
–Yo no tengo una mirada eclesiástica sino histórica. La verdad es que en la historia argentina, cristianismo y revolución, en las décadas del ’60 y del ’70, han ido de la mano. Cristianismo y Revolución era el título de una revista editada por un ex seminarista que terminó. Siendo el órgano de difusión de los distintos movimientos de guerrilla que hubo en Argentina en esos años. Los acontecimientos de la política argentina pueden leerse en clave eclesiástica porque las cosas que estaban ocurriendo en el país se superponían con las que estaban ocurriendo dentro de la Iglesia Católica. En algún sentido, los episodios trágicos de la historia argentina moderna pueden leerse también como una guerra civil al interior de la Iglesia Católica. León, evidentemente, habla desde otro ángulo que yo respeto y no me propongo discutir.
–El primer tema abordado en el libro es el Cordobazo. A la distancia, ¿cuál es la significación histórica que le atribuye a ese hecho?
–El Cordobazo es un punto de inflexión importantísimo porque es el momento de apogeo de una línea revolucionaria que por primera vez llega a ser asumida por el Episcopado y ya no sólo por un grupo de laicos o de sacerdotes. Porque pocos días antes del Cordobazo, el Episcopado había firmado el documento de San Miguel, que era la relectura en términos argentinos del Documento de Medellín, que el año anterior había dado la Conferencia Episcopal Latinoamericana, y que a su vez era la relectura latinoamericana de las conclusiones del Concilio Vaticano II. El documento de San Miguel afirma que como el proceso de opresión se da en todos los terrenos –económico, político, militar y cultural–, el proceso de liberación también tiene que darse en todos los terrenos. Señala también la existencia de un pecado social, el pecado de las estructuras.
–Hasta entonces el pecado era considerado por la Iglesia como una cuestión exclusivamente individual.
–En el documento de San Miguel está la idea del pecado estructural. La estructura social argentina de ese momento era una estructura de pecado cuya redención no iba a producirse por mecanismos de penitransformación de esas estructuras. Dice el Episcopado argentino que en ese proceso de transformación los obispos estaban dispuestos a participar con la violencia evangélica del amor. Ese documento el Episcopado ha tratado de ocultarlo en décadas posteriores, porque es tan claro el grado de compromiso con el proceso revolucionario que se vivía en el país en ese momento, que se le tornó muy difícil de explicar la conducta posterior al formar parte del frente represivo.
-¿Cómo fue la relación de la Iglesia con los distintos gobiernos de Perón?
–Muy compleja. Perón surge como parte de un movimiento militar, en junio de 1943, que tenía una enorme influencia eclesiástica. El GOU tenía participación de sacerdotes, y Perón, además, conocía bastante las Encíclicas sociales. Ese golpe del ’43 fue, para la Iglesia Católica, el fin de un ciclo de sesenta años de laicismo, se reimplantó la enseñanza religiosa y fue la fantasía de la concreción de la nueva cristiandad Una vez que Perón resulta electo, entra en contradicción con el Episcopado. El Episcopado invitó a votar por Perón en el ’46. Pero una vez que Perón llega al gobierno comienzan a desarrollarse las contradicciones. Porque si la Iglesia Católica tenía la idea de un catolicismo integral, para Perón el eje ordenador de la realidad tenía que ser el peronismo. Hay un choque entre las tres figuras de la santísima trinidad y las dos figuras de la pareja presidencial.
¿Hasta qué extremos de violencia la Iglesia llevó sus contradicciones con Perón?
–La manifestación más violenta fue en 1954, pero también hubo manifestaciones importantes antes, cuando la Iglesia intenta eliminar de la Constitución del ’49 la cláusula de la soberanía del pueblo y reemplazarla por el origen divino. Perón no acepta eso. Este conflicto estalla en 1954, cuando la Iglesia coordina comandos civiles, almacena armas en los conventos y en los colegios católicos, al estilo de lo que fue la participación de la Iglesia en la Guerra Civil Española.
–¿Cuál fue la actitud de la Iglesia una vez derrocado Perón?
–La Iglesia se desilusionó rápidamente con lo que vino después. La Iglesia siempre soñó con un general católico que viniera a realizar los ideales de la nueva cristiandad. La ilusión en el general Lonardi duró cuarenta y cinco días, nada más. Después descubrieron que con el derrocamiento de Perón volvía el abominado “liberalismo laicista”, y para colmo se habían enajenado la relación con la clase trabajadora.
–Pero Perón comenzó a alentar el reacercamiento con la Iglesia.
–Porque es una manera de fracturar el bloque que lo había derrocado y de recuperar posiciones. Hay una entrevista entre el cardenal Caggiano –presidente del Episcopado– y José Ignacio Rucci –por entonces un joven dirigente sindical–, en la cual Caggiano toma el compromiso de producir una declaración ensayando una defensa de los intereses de los trabajadores y tomando distancia con su propia posición en el golpe del ’55. Hay obispos que viajan a España para verlo a Perón, se negocia con el Vaticano que se anule la excomunión y, finalmente, el Vaticano promueve activamente el regreso de Perón a la Argentina.
–¿Cuál era el interés del Vaticano en ese regreso?
–Frente a los desafíos revolucionarios que afectaban intereses económicos de empresas italianas en las que el Vaticano tenía participación, Perón era visto por distintos sectores –entre ellos el Vaticano–, como la última carta frente a esa avanzada revolucionaria adentro de la cual había muchos sacerdotes y algunos obispos. Se produce la participación del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo en el regreso de Perón del ’72, al mismo tiempo que dentro del avión –cuyo alquiler pagó la empresa Fiat– viene Licio Gelli –gran maestre de la Logia
P 2–. Todo esto prefigura lo que vendría después.
–En el charter también venían los sacerdotes Carlos Mujica y Jorge Vernazza.
–Sí, a quienes el Episcopado no sanciona porque ve que hay un cambio en las relaciones de fuerza, pero ve con preocupación que ese Movimiento que ha cuestionado la autoridad de los obispos pase a ser una especie de Iglesia oficial bajo el peronismo. En ese movimiento de sacerdotes había una tendencia pro peronista encarnada por Mujica, y otra tendencia que, aunque parezca raro, era pro marxista, que desconfiaba de Perón en los mismos términos que la izquierda no católica.
–¿Cómo fue la relación de Perón con ellos?
–Se produce un encuentro con Perón en su casa de Gaspar Campos, cuando regresa a Argentina. Recibe a sesenta sacerdotes del movimiento, y los trata exactamente igual que trató a los Montoneros y a la Juventud Peronista: “Yo los quiero a ustedes en los templos predicando y no en la calle haciendo política”. En ese momento comienza un acercamiento con la jerarquía que se da cuenta de que no tiene nada que temer de ese regreso, y que el Vaticano había visto más lejos que ellos.
–¿Qué semblanza haría de Hernán Benítez?
–Benítez es un hombre de una inteligencia privilegiada, de una cultura muy vasta, y de una línea de conducta admirable. Es un hombre que adhiere al peronismo, es el confesor de Eva Perón, pero tiene una relación difícil con Perón. Por un lado, Perón confía en él, quiere que sea obispo, pero el Vaticano no acepta. Es una de las pocas personas que enfrentan a Perón y le dice cosas que Perón tal vez no tenía ganas de escuchar, pero que hubiera hecho bien en escuchar. Es un hombre que frente al golpe del ’55 tiene la lucidez de percibir los efectos que produciría, y vaticina, hasta numéricamente, en una carta dirigida a Arturo Jauretche, en 1956, que habrá treinta mil muertos en Argentina, y surgirá una respuesta revolucionaria de la cual participarán los hijos de los gorilas del ’55.
–¿Qué le cuestionaba Benítez a Perón?
–Le cuestiona fomentar la acción violenta contra la dictadura. Está contra la dictadura, pero al mismo tiempo prevé la respuesta terrible que la oligarquía va a dar. Cuando se produce el secuestro de Aramburu dice que más culpa tiene el cardenal Caggiano que los propios autores de esa operación, y hace un análisis de mucha lucidez que en ese momento era muy difícil hacer. Dejó una obra intelectual muy importante que lamentablemente está retenida por una familia que parece no compartir la línea de él.
–Recordemos a otro sacerdote emblemático: Carlos Mugica.
–Mugica era pura pasión. Benítez era un intelectual, Mujica era un hombre de acción pastoral y política, era un agitador, un militante de base. Era un hombre de extremo sacrificio personal que venía de una familia de la altísima oligarquía –por rama paterna y materna–. Su padre fue uno de los dirigentes conservadores de la Década Infame, y sin embargo rompe con todo eso para acercarse al pueblo. Es un hombre que se va a trabajar a la villa, con una interpretación pastoral del mensaje cristiano muy íntegra y muy conmovedora, y que quedó atrapado en las contradicciones de una época muy difícil.
En esta entrevista Verbitsky repasa cuánto de la historia argentina puede leerse en clave eclesiástica, cuenta de qué modo jugó la institución para el retorno de Perón en 1972 y recuerda una historia poco conocida: la de una Iglesia de avanzada que llegó a concebir la injusticia como “pecado de las estructuras”.
–¿Cuál fue el origen de la obra?
–Tiene dos orígenes distintos. Por un lado, un hijo mío, periódicamente me insistía que escribiera una historia argentina, y, por otro lado, cuando en 1994 el capitán Scilingo me contó su atroz historia, una de las cosas que me dijo es que el método de asesinato de prisioneros había sido aprobado por la jerarquía eclesiástica.
¿Cuáles fueron los primeros pasos de la investigación?
–Retomé un tema, el funcionamiento de un campo de concentración transitorio, durante sesenta días, en una propiedad del Arzobispado de Buenos Aires, que era la quinta de descanso de fin de semana del arzobispo Juan Carlos Aramburu. Una propiedad que simbólicamente se llama “El Silencio”. Empecé a escribir los hechos de ese campo de concentración, tratando de entender cómo era posible que una institución cuyo fin explícito es el bien común, pudiera participar en algo tan parecido al mal absoluto como es un campo de concentración. Y tratando de entender eso, me comencé a remontar cada vez más lejos en el tiempo y en el espacio, dado que la Iglesia Católica no es una institución pequeña, nueva ni circunscripta geográficamente, sino, como su nombre lo indica, es universal y bimilenaria.
–Así, en el 2005, apareció el libro El silencio.
–Un año después, en el trigésimo aniversario del golpe militar, publiqué Doble juego, y a partir del 2007, estoy publicando los tomos de esta historia política vista a través de la Iglesia Católica como hilo conductor. En el 2007 publiqué Cristo vence, que va desde 1884 –cuando el presidente Roca expulsó al delegado Matera por oponerse a la ley de educación universal, gratuita y laica–, hasta 1955, cuando la Iglesia Católica fue el eje aglutinante del golpe militar contra Perón. En 2008 publiqué La violencia evangélica, que va desde el derrocamiento de Perón hasta el Cordobazo. Y este año, publiqué Vigilia de armas, que cubre desde el Cordobazo hasta la noche del 23 de marzo de 1976. Espero, si Dios lo permite, publicar en 2010 el cuarto tomo, que va desde esa noche hasta el día en que Raúl Alfonsín asume la presidencia. A partir de 2011 espero dedicarme a otra cosa, porque la realidad no se agota en la Iglesia Católica, aunque ya llevo quince años sumergido en esa realidad.
–El primer capítulo del libro se titula “Cristianismo y revolución”. Según el filósofo León Rozitchner, se trata de dos términos antitéticos. ¿Cuál es su mirada al respecto?
–Yo no tengo una mirada eclesiástica sino histórica. La verdad es que en la historia argentina, cristianismo y revolución, en las décadas del ’60 y del ’70, han ido de la mano. Cristianismo y Revolución era el título de una revista editada por un ex seminarista que terminó. Siendo el órgano de difusión de los distintos movimientos de guerrilla que hubo en Argentina en esos años. Los acontecimientos de la política argentina pueden leerse en clave eclesiástica porque las cosas que estaban ocurriendo en el país se superponían con las que estaban ocurriendo dentro de la Iglesia Católica. En algún sentido, los episodios trágicos de la historia argentina moderna pueden leerse también como una guerra civil al interior de la Iglesia Católica. León, evidentemente, habla desde otro ángulo que yo respeto y no me propongo discutir.
–El primer tema abordado en el libro es el Cordobazo. A la distancia, ¿cuál es la significación histórica que le atribuye a ese hecho?
–El Cordobazo es un punto de inflexión importantísimo porque es el momento de apogeo de una línea revolucionaria que por primera vez llega a ser asumida por el Episcopado y ya no sólo por un grupo de laicos o de sacerdotes. Porque pocos días antes del Cordobazo, el Episcopado había firmado el documento de San Miguel, que era la relectura en términos argentinos del Documento de Medellín, que el año anterior había dado la Conferencia Episcopal Latinoamericana, y que a su vez era la relectura latinoamericana de las conclusiones del Concilio Vaticano II. El documento de San Miguel afirma que como el proceso de opresión se da en todos los terrenos –económico, político, militar y cultural–, el proceso de liberación también tiene que darse en todos los terrenos. Señala también la existencia de un pecado social, el pecado de las estructuras.
–Hasta entonces el pecado era considerado por la Iglesia como una cuestión exclusivamente individual.
–En el documento de San Miguel está la idea del pecado estructural. La estructura social argentina de ese momento era una estructura de pecado cuya redención no iba a producirse por mecanismos de penitransformación de esas estructuras. Dice el Episcopado argentino que en ese proceso de transformación los obispos estaban dispuestos a participar con la violencia evangélica del amor. Ese documento el Episcopado ha tratado de ocultarlo en décadas posteriores, porque es tan claro el grado de compromiso con el proceso revolucionario que se vivía en el país en ese momento, que se le tornó muy difícil de explicar la conducta posterior al formar parte del frente represivo.
-¿Cómo fue la relación de la Iglesia con los distintos gobiernos de Perón?
–Muy compleja. Perón surge como parte de un movimiento militar, en junio de 1943, que tenía una enorme influencia eclesiástica. El GOU tenía participación de sacerdotes, y Perón, además, conocía bastante las Encíclicas sociales. Ese golpe del ’43 fue, para la Iglesia Católica, el fin de un ciclo de sesenta años de laicismo, se reimplantó la enseñanza religiosa y fue la fantasía de la concreción de la nueva cristiandad Una vez que Perón resulta electo, entra en contradicción con el Episcopado. El Episcopado invitó a votar por Perón en el ’46. Pero una vez que Perón llega al gobierno comienzan a desarrollarse las contradicciones. Porque si la Iglesia Católica tenía la idea de un catolicismo integral, para Perón el eje ordenador de la realidad tenía que ser el peronismo. Hay un choque entre las tres figuras de la santísima trinidad y las dos figuras de la pareja presidencial.
¿Hasta qué extremos de violencia la Iglesia llevó sus contradicciones con Perón?
–La manifestación más violenta fue en 1954, pero también hubo manifestaciones importantes antes, cuando la Iglesia intenta eliminar de la Constitución del ’49 la cláusula de la soberanía del pueblo y reemplazarla por el origen divino. Perón no acepta eso. Este conflicto estalla en 1954, cuando la Iglesia coordina comandos civiles, almacena armas en los conventos y en los colegios católicos, al estilo de lo que fue la participación de la Iglesia en la Guerra Civil Española.
–¿Cuál fue la actitud de la Iglesia una vez derrocado Perón?
–La Iglesia se desilusionó rápidamente con lo que vino después. La Iglesia siempre soñó con un general católico que viniera a realizar los ideales de la nueva cristiandad. La ilusión en el general Lonardi duró cuarenta y cinco días, nada más. Después descubrieron que con el derrocamiento de Perón volvía el abominado “liberalismo laicista”, y para colmo se habían enajenado la relación con la clase trabajadora.
–Pero Perón comenzó a alentar el reacercamiento con la Iglesia.
–Porque es una manera de fracturar el bloque que lo había derrocado y de recuperar posiciones. Hay una entrevista entre el cardenal Caggiano –presidente del Episcopado– y José Ignacio Rucci –por entonces un joven dirigente sindical–, en la cual Caggiano toma el compromiso de producir una declaración ensayando una defensa de los intereses de los trabajadores y tomando distancia con su propia posición en el golpe del ’55. Hay obispos que viajan a España para verlo a Perón, se negocia con el Vaticano que se anule la excomunión y, finalmente, el Vaticano promueve activamente el regreso de Perón a la Argentina.
–¿Cuál era el interés del Vaticano en ese regreso?
–Frente a los desafíos revolucionarios que afectaban intereses económicos de empresas italianas en las que el Vaticano tenía participación, Perón era visto por distintos sectores –entre ellos el Vaticano–, como la última carta frente a esa avanzada revolucionaria adentro de la cual había muchos sacerdotes y algunos obispos. Se produce la participación del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo en el regreso de Perón del ’72, al mismo tiempo que dentro del avión –cuyo alquiler pagó la empresa Fiat– viene Licio Gelli –gran maestre de la Logia
P 2–. Todo esto prefigura lo que vendría después.
–En el charter también venían los sacerdotes Carlos Mujica y Jorge Vernazza.
–Sí, a quienes el Episcopado no sanciona porque ve que hay un cambio en las relaciones de fuerza, pero ve con preocupación que ese Movimiento que ha cuestionado la autoridad de los obispos pase a ser una especie de Iglesia oficial bajo el peronismo. En ese movimiento de sacerdotes había una tendencia pro peronista encarnada por Mujica, y otra tendencia que, aunque parezca raro, era pro marxista, que desconfiaba de Perón en los mismos términos que la izquierda no católica.
–¿Cómo fue la relación de Perón con ellos?
–Se produce un encuentro con Perón en su casa de Gaspar Campos, cuando regresa a Argentina. Recibe a sesenta sacerdotes del movimiento, y los trata exactamente igual que trató a los Montoneros y a la Juventud Peronista: “Yo los quiero a ustedes en los templos predicando y no en la calle haciendo política”. En ese momento comienza un acercamiento con la jerarquía que se da cuenta de que no tiene nada que temer de ese regreso, y que el Vaticano había visto más lejos que ellos.
–¿Qué semblanza haría de Hernán Benítez?
–Benítez es un hombre de una inteligencia privilegiada, de una cultura muy vasta, y de una línea de conducta admirable. Es un hombre que adhiere al peronismo, es el confesor de Eva Perón, pero tiene una relación difícil con Perón. Por un lado, Perón confía en él, quiere que sea obispo, pero el Vaticano no acepta. Es una de las pocas personas que enfrentan a Perón y le dice cosas que Perón tal vez no tenía ganas de escuchar, pero que hubiera hecho bien en escuchar. Es un hombre que frente al golpe del ’55 tiene la lucidez de percibir los efectos que produciría, y vaticina, hasta numéricamente, en una carta dirigida a Arturo Jauretche, en 1956, que habrá treinta mil muertos en Argentina, y surgirá una respuesta revolucionaria de la cual participarán los hijos de los gorilas del ’55.
–¿Qué le cuestionaba Benítez a Perón?
–Le cuestiona fomentar la acción violenta contra la dictadura. Está contra la dictadura, pero al mismo tiempo prevé la respuesta terrible que la oligarquía va a dar. Cuando se produce el secuestro de Aramburu dice que más culpa tiene el cardenal Caggiano que los propios autores de esa operación, y hace un análisis de mucha lucidez que en ese momento era muy difícil hacer. Dejó una obra intelectual muy importante que lamentablemente está retenida por una familia que parece no compartir la línea de él.
–Recordemos a otro sacerdote emblemático: Carlos Mugica.
–Mugica era pura pasión. Benítez era un intelectual, Mujica era un hombre de acción pastoral y política, era un agitador, un militante de base. Era un hombre de extremo sacrificio personal que venía de una familia de la altísima oligarquía –por rama paterna y materna–. Su padre fue uno de los dirigentes conservadores de la Década Infame, y sin embargo rompe con todo eso para acercarse al pueblo. Es un hombre que se va a trabajar a la villa, con una interpretación pastoral del mensaje cristiano muy íntegra y muy conmovedora, y que quedó atrapado en las contradicciones de una época muy difícil.
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