Los procesos económicos han sido desde el mismo inicio del pensamiento teológico objeto de profundo análisis y consideración. El texto bíblico no permanece ajeno a la hora de intervenir en la regulación de las relaciones de producción, acumulación, distribución e inclusión.
Por Sergio B. Szpolski*
Los textos del Deuteronomio que corren desde el capítulo 14 hasta el 16, sumados a los escritos de la Escuela Sacerdotal (P) del Levítico, representan una de las primeras respuestas integrales al modo en que debe organizarse una sociedad en relación a sus bienes, sus productores, sus trabajadores y sus excluidos.
El texto del Deuteronomio referido a este tema inicia ordenando que cada judío una vez al año separe el diez por ciento de su cosecha y de su ganado para ser llevado a Jerusalén con el objeto de realizar allí una comida donde el producto de su trabajo sea consumido con un espíritu de recogimiento y celebración. Tal como comenta Rashi, este diezmo es llamado “el segundo diezmo de la cosecha” pues el “primer diezmo” que en el libro de Levítico Dios ordena entregar a los levitas ya ha sido separado antes de proceder con este mandamiento. Asimismo también ha sido separado el dos por ciento de lo producido para ser destinado a los Cohanim (Sacerdotes) tal como lo indica el libro de Exodo, separación que se realiza antes del primero y segundo diezmo. De este modo los hombres comparten primero el producto de su trabajo con aquellos que tienen sobre sus espaldas el sostenimiento del culto divino. El mantenimiento de la fuerza espiritual del pueblo judío antecede a la celebración personal por el éxito económico conseguido durante el año. Cuidar de aquellos que cuidan el alma de la nación garantiza la continuidad de toda la vida social y económica de una sociedad. Por lo general las teorías económicas tienden a subvertir este orden y proponen invertir primero en el consumo individual sin comprender que el sostenimiento del bienestar general, en este caso representado por los líderes levitas que tienen como misión preservar ese bienestar, es anterior a cualquier proceso económico que no sólo garantice eficiencia sino también equidad. Al mismo tiempo los levitas no sólo representan ese bienestar general en términos económicos sino de fuerza espiritual, innovadora y creativa.
La superación del capitalismo en la sociedad de mercado tal como lo señala Antonio Negri en su texto “La fábrica de porcelana”, deviene de la enorme oportunidad de aprovechar la fuerza productiva intelectual que ya no puede ser explotada con el mismo mecanismo de plusvalía con el que fue expoliada la clase trabajadora durante la revolución industrial. Los levitas de este tiempo garantizan que el poder concentrado no pueda enajenar toda la ganancia hacia los tenedores de los medios de producción que sin la fuerza del pensamiento se han quedado como cadáveres con muchos cuerpos pero sin alma. El capital no puede aprovecharse del mismo modo de la fuerza laboral no material tal como lo hacía con las fuerzas de producción que en los albores del capitalismo ponían de sí el sudor y la energía de su trabajo físico. El valor que hoy tiene la producción inmaterial de los levitas es crucial a la hora de sostener la reproducción del sistema. Por ello las formas novedosas de construcción cooperativas y solidarias se encuentran en una mejor posición de fuerza frente al enorme poderío del capital.
Por ello el primer diezmo es para los levitas, constructores espirituales de la comunidad, y el segundo diezmo es reservado para la celebración individual.
Sin embargo este segundo diezmo no debe ser consumido en el lugar de residencia de cada agricultor. El texto identifica con claridad que debe ser llevado el producto físico del diezmo o su equivalente en dinero hacia un único lugar de reunión en donde todos juntos agradecerían por los frutos del trabajo realizado y en comunidad se regocijarían frente al creador.
No hay celebración individual, la celebración es colectiva, tal como dice la interpretación jasídica de esta parte del texto que hace el Rabí Menajem Mendel de Riminov en su obra Ilkut Menajem.
Concelebrar es un verbo que aunque no existe en hebreo parece el más acertado para definir el mandamiento del segundo diezmo. Cada uno aportando la décima parte de lo que produjo comparte con el otro no sólo la semilla de su labor sino el fruto de su alegría.
Unos párrafos más adelante el texto hace hincapié en la alegría como mandato religioso. Esa alegría era expresada en el santuario de Jerusalén, punto de reunión de todos los peregrinos que llegaban hasta allí con su diezmo. El santuario, lugar de oración y sacrificios, recibía a los recién llegados quienes con su acto corporal definían la acción de la plegaria de un modo radicalmente diferente a como estamos acostumbrados a concebirla. Por lo general pensamos la plegaria como ruego, pedido o súplica; mientras que para los peregrinos la plegaria era entrega, dación y regalo.
No rezamos para pedirle a Dios, sino para saber qué estamos dispuestos a ofrecerle.
No rezamos para conseguir algo sino para entrenar nuestra capacidad de dar algo.
La alegría de la celebración está en este descubrimiento. Es el momento en que Dios deja de ser nuestra muleta para transformarse en nuestra guía.
Este segundo diezmo dedicado a la celebración personal es reemplazado cada tres años por un diezmo para los pobres. Vale decir que en un ciclo de seis años, los dos primeros años, el segundo diezmo es para la celebración personal en el encuentro colectivo de Jerusalén, y el tercer año este diezmo es entregado a los que el sistema de reproducción económica ha dejado afuera de todo beneficio. El ciclo de seis años finaliza con un año de Shmita (descanso de la tierra, liberación de los esclavos y condonación de las deudas) al cual nos referiremos más adelante y que completa el concepto de cómo la tradición bíblica entiende la distribución de la riqueza.
Es así como el diezmo para los pobres se torna en exigencia una vez cada tres años para garantizar que la manutención del liderazgo espiritual de la nación y la celebración personal del éxito individual se equilibren con la responsabilidad de sostener a los que el sistema ha dejado afuera o lo que en términos de Zigmud Bauman pueden considerarse los desechos humanos de la sociedad capitalista. Desde los tiempos del pensamiento bíblico es notoria la preocupación de los textos sagrados por considerar la pobreza no como un hecho aislado y secundario dentro del proceso de acumulación y producción sino como un eslabón que debe ser considerado en el marco del análisis global de ese proceso.
A pesar de lo que muchos autores han sostenido erróneamente, el texto hebreo no es el primero en ocuparse de la ayuda a los menesterosos, muchos otros textos asirios y caldeos hacen referencia a este tema tal como lo prueba Karen Armstrong en su espectacular obra La gran transformación. La verdadera revolución bíblica no es la “sensibilidad social” hacia los que menos tienen sino que el aspecto singular del texto bíblico frente a sus contemporáneos es la concepción integral que incluye la pobreza como una consecuencia no querida de un proceso productivo que debe ser revertido. La orden bíblica es categórica “para que no haya pobres en el seno de tu pueblo”. La inclusión del diezmo para los pobres, el séptimo año dedicado al descanso de la tierra, la condonación de las deudas y el acceso irrestricto de los pobres a lo que los campos den como cosecha y fruto natural (llamado en hebreo shemita), los preceptos accesorios como leket, pea y shijeja y el año 50 dedicado al jubileo de las tierras (Shnat Iobel), son el primer plan sistemático que conozca Occidente para concebir un sistema económico con rostro humano tal como muchos años más tarde lo definiría la encíclica papal de Juan Pablo II Centesimus Annus. La erradicación absoluta de la desigualdad que condena a producir hombres que se transforman en desecho es un mandamiento de Dios que en la concepción hebrea primitiva tiene el mismo valor que la orden divina de prohibir la ingesta de algunos animales en lo que se conocería mas tarde como el mandamiento de Kashrut. A los ojos de los autores bíblicos es tan ofensivo al mandato divino comer un animal prohibido como desentenderse de que todos tengan algo para comer en su mesa.
El diezmo a los pobres, que en el texto se expresa diciendo “para que coman el pobre, la viuda, el huérfano y el desamparado”, encuentra en la interpretación del Midrash Tanjuma, un texto rabínico del siglo II, un significado que marca fuertemente la preocupación que Dios tiene por los más desposeídos. Cuenta el Midrash que en el versículo vinculado al diezmo personal de celebración Dios ordena que este sea compartido por el agricultor con su hijo, su hija, su esclavo y su esclava, es decir, cuatro de las personas mas importantes que conformaban el proceso de producción económica que permitía el éxito de la cosecha, mientras que en el versículo que ordena el diezmo a los excluidos Dios ordena al agricultor compartirlo con el pobre, la viuda, el huérfano y el desamparado, otra vez cuatro de los más perjudicados por ese mismo proceso. Por qué se repite el número cuatro se pregunta en el texto del Midrash; pues la respuesta es muy clara: Dios promete ocuparse de los cuatro seres que son responsabilidad del agricultor si el agricultor promete ocuparse de los seres que son responsabilidad del Creador. “Si tú cuidas de mis cuatro yo cuidaré de los tuyos”, dice Dios.
Pocos textos muestran con tanta claridad la íntima relación que hay entre el proceso de producción económica y el proceso de distribución de la riqueza. En el mismo proceso de producción el texto del Midrash incluye el proceso de distribución. No puede considerarse escindido el modo en que se genera la riqueza del modo en que se distribuye. Por ello esta serie de normas encuentra su punto culminante en lo que acontece en el séptimo año de cada una de estas dos series consecutivas de tres años. En ese séptimo año el texto ordena el descanso de la tierra y la distribución del total de lo producido entre los pobres y desamparados del pueblo.
En el séptimo año que cierra el ciclo no sólo se debe permitir el descanso de la tierra sino que las deudas comerciales que se contrajeron en los seis años anteriores quedan saldadas automáticamente así como también se les otorga a los esclavos el derecho a obtener su liberación. Esto permite regular las relaciones no sólo entre el trabajo y el capital sino los mecanismos de equilibrio aun dentro de las relaciones entre el capital y el capital. La amnistía de pago que se impone impide que por medio de los mecanismos de la usura los medios de producción atraviesen un proceso de concentración en pocas manos, lo que debilitaría aún más la precaria situación de los que menos tienen y necesitan del crédito como un instrumento para su crecimiento. El crédito no está prohibido en el texto bíblico, tan sólo está regulado para que su objeto sea la producción y el crecimiento de los que menos tienen y no un proceso que al desvirtuarse termine consolidando una economía concentrada.
De este modo los dos diezmos trianuales más la cosecha completa y la condonación de las deudas del séptimo año, sumados a la pea, shijeja y leket, constituyen el encuadre jurídico para la protección de los desposeídos, quienes tenían garantizada su subsistencia desde el mismo momento del inicio de la cosecha y no quedaban a merced del arbitrio de la caridad de sus connacionales. El objetivo de toda esta estructura legal queda claramente reflejado en el versículo 32 cuando afirma: “Para que no haya en tu pueblo ni un solo pobre”. La erradicación de la pobreza es un objetivo que no remite a alternativas posibilistas de la economía. La inexistencia de pobres es un mandato divino, un precepto al que el hombre no puede rehuir, un mandamiento que define la empatía entre la desaparición del sufrimiento humano y la voluntad divina.
La inclusión de los desposeídos es una tarea sagrada que la voluntad divina prescribe al pueblo de Dios sin distinción de clases sociales o políticas. Es una responsabilidad común que no le permite a nadie hacerse el distraído.
Para algunos pensadores religiosos, sobre todo protestantes, es posible pensar que el capitalismo tal como lo hemos conocido desde su irrupción en el siglo XIX representa la realización de los designios de Dios en la tierra. Sin embargo el mensaje de la Biblia hebrea contrasta considerablemente con un proceso económico en el que la acumulación por un lado y la exclusión por el otro son como las dos caras de una misma moneda. Acumulación a fuerza de trabajo y capital son claramente sostenidos por el texto hebreo pero la inclusión debe preverse no al final de este proceso sino desde el inicio mismo de este. El modo en que acumulas determina el modo en que distribuyes, es el mensaje de este texto bíblico en el que se describen los ciclos de siete años de producción que conforman para los pensadores bíblicos el modelo básico del proceso económico.
Siete años que hacen referencia a los siete días de la creación porque el proceso económico es tan sagrado como la creación misma. Tanto es así que al cabo de siete ciclos de siete años, es decir al cabo de 50 años, otro texto bíblico –que no pertenece a este capítulo– determina el jubileo de la tierra y su regreso a manos de sus propietarios originales, así como también la liberación de todos los esclavos que por alguna razón no quisieron optar por su derecho en cada uno de los séptimos años anteriores.
La reforma agraria se produce así cada 50 años de modo automático, impidiendo la conformación de oligopolios y latifundios. La tierra es propiedad de Dios administrada por hombres, por ello cada siete años descansa y el fruto espontáneo del suelo es para los desposeídos. La tierra es un bien divino donde el hombre es sólo un inquilino y por ello cada 50 años se reordena el mapa de la equidad. Tan importante es para el pensamiento hebreo esta definición, que el exégeta medieval Sforno deduce que los sometimientos a su libertad y la opresión sufrida por el pueblo judío son un castigo divino por el incumplimiento del mencionado precepto que ordena la liberación general de tierras y personas. Haciendo una equivalencia con el profeta Jeremías, que narra la falta de libertad de los judíos durante su exilio, explica que esta falta de libertad se debe a que antes ellos no habían cumplido con la libertad de sus propios connacionales en los años del Jubileo. Las opresiones internas dentro de un marco nacional suelen reflejar desde esta perspectiva una dependencia de fuerzas extranjeras que en algún momento se ven reproducidas. Este pensamiento global tiene en el texto bíblico una raíz fundante que explica desde hace 3.000 años algunos conceptos que la modernidad ha puesto de moda en nuestros días.
La reasignación de los medios de producción y posesiones junto a la liberación completa de los hombres y mujeres que componen el sistema de producción permiten la ruptura de una concepción de la vida que se estructura a partir de la interacción humana con el proceso de producción de bienes. Esta concepción llegó a su punto culminante en los procesos de modernización y racionalización que culminaron en la conformación de la economía capitalista del siglo XIX. El hombre lanzado por sí solo a los vendavales del mercado dejó atrás los lazos que lo unían a la comunidad tradicional y tuvo que organizar su existencia a partir de su incorporación en procesos de producción anónimos donde la materialización de sus esperanzas venía unida a la materialización de sus acciones en mercancía o producto. Esto lo define Marx al referirse a la sociedad moderna como un mundo “de independencia personal basada en la dependencia mediante las cosas”(El Capital, tomo I, pág. 95).
Esa soledad en la que se encuentra un hombre que sólo está atado a los bienes se rompe con el mandamiento del Jubileo. Allí una liberación de lo que construye las ataduras de los procesos económicos fundamentales le permite al ser humano reencontrarse como la verdadera independencia personal que es la que se construye a partir de la interdependencia de las Almas o los Sujetos.
Difícilmente alguien pueda creer que estas leyes estuvieron en vigencia alguna vez. Son un horizonte de expectativa moral sobre el proceso económico. Posiblemente otras sean las soluciones que haya que encontrar al problema de la distribución, pero lo que estas leyes nos dan es la referencia del sentido en que debe darse esa solución.
El proyecto de sociedad que desvela al pensador bíblico no concibe el progreso económico en términos de reproducción de las situaciones existentes sino como catalizador de un cambio social que permite la inclusión de los que menos tienen en los beneficios que redundan de ese progreso. El capitalismo como un sistema que al crear riqueza deba necesariamente generar pobreza en el proceso no es el único camino posible. La Mishna, un texto judío compilado en el siglo II de la era cristiana. afirma en el Tratado de los Principios, capítulo 3, párrafo 13: “La tradición es un cerco para la Torá –entendida como ley escrita– y los diezmos son un cerco para la riqueza”.
La tradición actúa para cuidar y no traicionar el mensaje de la Torá asegurando que esta no degenere en falsas profecías o interpretaciones alejadas de la voluntad divina, del mismo modo los diezmos cuidan que la riqueza no degenere en un proceso depredador de las condiciones de vida no sólo de los excluidos sino también de los incluidos. En una sociedad donde la pobreza es una condición necesaria para la creación de riqueza, los pobres sufren pero también los que no fueron excluidos son privados de la sagrada imagen de Dios al convivir sin escandalizarse frente a lo que el prójimo demanda.
Del texto que comentamos los codificadores de los 613 preceptos deducen varios pero quizás el que resuma con más justeza el modelo al que hacemos referencia es el de Tzedaka, que ha sido mal traducido como caridad debido a la influencia del pensamiento cristiano, en especial el de San Agustín, que hace de la pobreza una condición para la espiritualidad y no un enemigo de la integridad humana, por lo cual el ideal es la pobreza y para los que no pueden sobrellevarla es necesario ofrecerles la caridad como gracia humana y no como remedio de una situación general. Tzedaka, bien traducido, es para la tradición judía desde siempre el precepto de la justicia social. Este concepto va a ser reasumido por la Iglesia a partir de las encíclicas Rerum Novarum (1891), de León XIII; Quadragesimo Anno (1931), de Pío XI; Mater et Magistra (1961), de Juan XXIII, y la ya mencionada Centesimus Annus (1991), de Juan Pablo II.
A la Tzedaka, Maimónides le dedicó un tratado completo dentro de su monumental obra Mishne Tora, una suerte de código general de preceptos y mandamientos que intentaron por primera vez compilar en un solo volumen el resumen de la Ley Judía, y la misma fue contabilizada como obligación religiosa número 449 (de los 613 preceptos bíblicos obligatorios para cada judío) derivada directamente de la palabra divina en el “Sefer Hajinuj” compuesto por el Rabí Aharon Halevi de Barcelona en el siglo XIII.
La justicia social no refiere al modo altruista en que cada individuo responde a las necesidades de su prójimo. Si bien es un mandamiento individual, requiere de una decisión colectiva, de una organización comunitaria, de una planificación consensuada del modo en que debemos construir una sociedad integrada.
La justicia social (Tzedaka) no es la reparación del daño colateral que deja como consecuencia este u otro proceso de acumulación económico-social. La Tzedaka debe estar integrada desde el minuto uno en que diseñamos y llevamos adelante ese proceso de acumulación. Se refiere al sentido último de nuestra capacidad para vivir en comunidad. No refleja los sentimientos de misericordia y caridad para quien ya ha sido golpeado.
Debe reflejar el espíritu de la solidaridad para prever que nadie lo sea.
Poner a funcionar la máquina para luego reparar las heridas, que en este caso son la desnutrición infantil, el hambre de un cuarto de la población mundial, las epidemias y muertes entre los sectores sumergidos y la inaccesibilidad a la educación de un tercio de los hombres que habitamos este planeta, no es una opción viable a los ojos de una teología que sienta sus bases en el pensamiento bíblico y su elaborado proceso de interpretación a lo largo de los siglos.
*Cursó sus estudios de Sociología en la UBA. Es master en Filosofía del Jewis Theological Seminary de Nueva York y cursó estudios de posgrado en “Educación y religiones comparadas” en el Programa Jerusalem Fellows de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
El texto del Deuteronomio referido a este tema inicia ordenando que cada judío una vez al año separe el diez por ciento de su cosecha y de su ganado para ser llevado a Jerusalén con el objeto de realizar allí una comida donde el producto de su trabajo sea consumido con un espíritu de recogimiento y celebración. Tal como comenta Rashi, este diezmo es llamado “el segundo diezmo de la cosecha” pues el “primer diezmo” que en el libro de Levítico Dios ordena entregar a los levitas ya ha sido separado antes de proceder con este mandamiento. Asimismo también ha sido separado el dos por ciento de lo producido para ser destinado a los Cohanim (Sacerdotes) tal como lo indica el libro de Exodo, separación que se realiza antes del primero y segundo diezmo. De este modo los hombres comparten primero el producto de su trabajo con aquellos que tienen sobre sus espaldas el sostenimiento del culto divino. El mantenimiento de la fuerza espiritual del pueblo judío antecede a la celebración personal por el éxito económico conseguido durante el año. Cuidar de aquellos que cuidan el alma de la nación garantiza la continuidad de toda la vida social y económica de una sociedad. Por lo general las teorías económicas tienden a subvertir este orden y proponen invertir primero en el consumo individual sin comprender que el sostenimiento del bienestar general, en este caso representado por los líderes levitas que tienen como misión preservar ese bienestar, es anterior a cualquier proceso económico que no sólo garantice eficiencia sino también equidad. Al mismo tiempo los levitas no sólo representan ese bienestar general en términos económicos sino de fuerza espiritual, innovadora y creativa.
La superación del capitalismo en la sociedad de mercado tal como lo señala Antonio Negri en su texto “La fábrica de porcelana”, deviene de la enorme oportunidad de aprovechar la fuerza productiva intelectual que ya no puede ser explotada con el mismo mecanismo de plusvalía con el que fue expoliada la clase trabajadora durante la revolución industrial. Los levitas de este tiempo garantizan que el poder concentrado no pueda enajenar toda la ganancia hacia los tenedores de los medios de producción que sin la fuerza del pensamiento se han quedado como cadáveres con muchos cuerpos pero sin alma. El capital no puede aprovecharse del mismo modo de la fuerza laboral no material tal como lo hacía con las fuerzas de producción que en los albores del capitalismo ponían de sí el sudor y la energía de su trabajo físico. El valor que hoy tiene la producción inmaterial de los levitas es crucial a la hora de sostener la reproducción del sistema. Por ello las formas novedosas de construcción cooperativas y solidarias se encuentran en una mejor posición de fuerza frente al enorme poderío del capital.
Por ello el primer diezmo es para los levitas, constructores espirituales de la comunidad, y el segundo diezmo es reservado para la celebración individual.
Sin embargo este segundo diezmo no debe ser consumido en el lugar de residencia de cada agricultor. El texto identifica con claridad que debe ser llevado el producto físico del diezmo o su equivalente en dinero hacia un único lugar de reunión en donde todos juntos agradecerían por los frutos del trabajo realizado y en comunidad se regocijarían frente al creador.
No hay celebración individual, la celebración es colectiva, tal como dice la interpretación jasídica de esta parte del texto que hace el Rabí Menajem Mendel de Riminov en su obra Ilkut Menajem.
Concelebrar es un verbo que aunque no existe en hebreo parece el más acertado para definir el mandamiento del segundo diezmo. Cada uno aportando la décima parte de lo que produjo comparte con el otro no sólo la semilla de su labor sino el fruto de su alegría.
Unos párrafos más adelante el texto hace hincapié en la alegría como mandato religioso. Esa alegría era expresada en el santuario de Jerusalén, punto de reunión de todos los peregrinos que llegaban hasta allí con su diezmo. El santuario, lugar de oración y sacrificios, recibía a los recién llegados quienes con su acto corporal definían la acción de la plegaria de un modo radicalmente diferente a como estamos acostumbrados a concebirla. Por lo general pensamos la plegaria como ruego, pedido o súplica; mientras que para los peregrinos la plegaria era entrega, dación y regalo.
No rezamos para pedirle a Dios, sino para saber qué estamos dispuestos a ofrecerle.
No rezamos para conseguir algo sino para entrenar nuestra capacidad de dar algo.
La alegría de la celebración está en este descubrimiento. Es el momento en que Dios deja de ser nuestra muleta para transformarse en nuestra guía.
Este segundo diezmo dedicado a la celebración personal es reemplazado cada tres años por un diezmo para los pobres. Vale decir que en un ciclo de seis años, los dos primeros años, el segundo diezmo es para la celebración personal en el encuentro colectivo de Jerusalén, y el tercer año este diezmo es entregado a los que el sistema de reproducción económica ha dejado afuera de todo beneficio. El ciclo de seis años finaliza con un año de Shmita (descanso de la tierra, liberación de los esclavos y condonación de las deudas) al cual nos referiremos más adelante y que completa el concepto de cómo la tradición bíblica entiende la distribución de la riqueza.
Es así como el diezmo para los pobres se torna en exigencia una vez cada tres años para garantizar que la manutención del liderazgo espiritual de la nación y la celebración personal del éxito individual se equilibren con la responsabilidad de sostener a los que el sistema ha dejado afuera o lo que en términos de Zigmud Bauman pueden considerarse los desechos humanos de la sociedad capitalista. Desde los tiempos del pensamiento bíblico es notoria la preocupación de los textos sagrados por considerar la pobreza no como un hecho aislado y secundario dentro del proceso de acumulación y producción sino como un eslabón que debe ser considerado en el marco del análisis global de ese proceso.
A pesar de lo que muchos autores han sostenido erróneamente, el texto hebreo no es el primero en ocuparse de la ayuda a los menesterosos, muchos otros textos asirios y caldeos hacen referencia a este tema tal como lo prueba Karen Armstrong en su espectacular obra La gran transformación. La verdadera revolución bíblica no es la “sensibilidad social” hacia los que menos tienen sino que el aspecto singular del texto bíblico frente a sus contemporáneos es la concepción integral que incluye la pobreza como una consecuencia no querida de un proceso productivo que debe ser revertido. La orden bíblica es categórica “para que no haya pobres en el seno de tu pueblo”. La inclusión del diezmo para los pobres, el séptimo año dedicado al descanso de la tierra, la condonación de las deudas y el acceso irrestricto de los pobres a lo que los campos den como cosecha y fruto natural (llamado en hebreo shemita), los preceptos accesorios como leket, pea y shijeja y el año 50 dedicado al jubileo de las tierras (Shnat Iobel), son el primer plan sistemático que conozca Occidente para concebir un sistema económico con rostro humano tal como muchos años más tarde lo definiría la encíclica papal de Juan Pablo II Centesimus Annus. La erradicación absoluta de la desigualdad que condena a producir hombres que se transforman en desecho es un mandamiento de Dios que en la concepción hebrea primitiva tiene el mismo valor que la orden divina de prohibir la ingesta de algunos animales en lo que se conocería mas tarde como el mandamiento de Kashrut. A los ojos de los autores bíblicos es tan ofensivo al mandato divino comer un animal prohibido como desentenderse de que todos tengan algo para comer en su mesa.
El diezmo a los pobres, que en el texto se expresa diciendo “para que coman el pobre, la viuda, el huérfano y el desamparado”, encuentra en la interpretación del Midrash Tanjuma, un texto rabínico del siglo II, un significado que marca fuertemente la preocupación que Dios tiene por los más desposeídos. Cuenta el Midrash que en el versículo vinculado al diezmo personal de celebración Dios ordena que este sea compartido por el agricultor con su hijo, su hija, su esclavo y su esclava, es decir, cuatro de las personas mas importantes que conformaban el proceso de producción económica que permitía el éxito de la cosecha, mientras que en el versículo que ordena el diezmo a los excluidos Dios ordena al agricultor compartirlo con el pobre, la viuda, el huérfano y el desamparado, otra vez cuatro de los más perjudicados por ese mismo proceso. Por qué se repite el número cuatro se pregunta en el texto del Midrash; pues la respuesta es muy clara: Dios promete ocuparse de los cuatro seres que son responsabilidad del agricultor si el agricultor promete ocuparse de los seres que son responsabilidad del Creador. “Si tú cuidas de mis cuatro yo cuidaré de los tuyos”, dice Dios.
Pocos textos muestran con tanta claridad la íntima relación que hay entre el proceso de producción económica y el proceso de distribución de la riqueza. En el mismo proceso de producción el texto del Midrash incluye el proceso de distribución. No puede considerarse escindido el modo en que se genera la riqueza del modo en que se distribuye. Por ello esta serie de normas encuentra su punto culminante en lo que acontece en el séptimo año de cada una de estas dos series consecutivas de tres años. En ese séptimo año el texto ordena el descanso de la tierra y la distribución del total de lo producido entre los pobres y desamparados del pueblo.
En el séptimo año que cierra el ciclo no sólo se debe permitir el descanso de la tierra sino que las deudas comerciales que se contrajeron en los seis años anteriores quedan saldadas automáticamente así como también se les otorga a los esclavos el derecho a obtener su liberación. Esto permite regular las relaciones no sólo entre el trabajo y el capital sino los mecanismos de equilibrio aun dentro de las relaciones entre el capital y el capital. La amnistía de pago que se impone impide que por medio de los mecanismos de la usura los medios de producción atraviesen un proceso de concentración en pocas manos, lo que debilitaría aún más la precaria situación de los que menos tienen y necesitan del crédito como un instrumento para su crecimiento. El crédito no está prohibido en el texto bíblico, tan sólo está regulado para que su objeto sea la producción y el crecimiento de los que menos tienen y no un proceso que al desvirtuarse termine consolidando una economía concentrada.
De este modo los dos diezmos trianuales más la cosecha completa y la condonación de las deudas del séptimo año, sumados a la pea, shijeja y leket, constituyen el encuadre jurídico para la protección de los desposeídos, quienes tenían garantizada su subsistencia desde el mismo momento del inicio de la cosecha y no quedaban a merced del arbitrio de la caridad de sus connacionales. El objetivo de toda esta estructura legal queda claramente reflejado en el versículo 32 cuando afirma: “Para que no haya en tu pueblo ni un solo pobre”. La erradicación de la pobreza es un objetivo que no remite a alternativas posibilistas de la economía. La inexistencia de pobres es un mandato divino, un precepto al que el hombre no puede rehuir, un mandamiento que define la empatía entre la desaparición del sufrimiento humano y la voluntad divina.
La inclusión de los desposeídos es una tarea sagrada que la voluntad divina prescribe al pueblo de Dios sin distinción de clases sociales o políticas. Es una responsabilidad común que no le permite a nadie hacerse el distraído.
Para algunos pensadores religiosos, sobre todo protestantes, es posible pensar que el capitalismo tal como lo hemos conocido desde su irrupción en el siglo XIX representa la realización de los designios de Dios en la tierra. Sin embargo el mensaje de la Biblia hebrea contrasta considerablemente con un proceso económico en el que la acumulación por un lado y la exclusión por el otro son como las dos caras de una misma moneda. Acumulación a fuerza de trabajo y capital son claramente sostenidos por el texto hebreo pero la inclusión debe preverse no al final de este proceso sino desde el inicio mismo de este. El modo en que acumulas determina el modo en que distribuyes, es el mensaje de este texto bíblico en el que se describen los ciclos de siete años de producción que conforman para los pensadores bíblicos el modelo básico del proceso económico.
Siete años que hacen referencia a los siete días de la creación porque el proceso económico es tan sagrado como la creación misma. Tanto es así que al cabo de siete ciclos de siete años, es decir al cabo de 50 años, otro texto bíblico –que no pertenece a este capítulo– determina el jubileo de la tierra y su regreso a manos de sus propietarios originales, así como también la liberación de todos los esclavos que por alguna razón no quisieron optar por su derecho en cada uno de los séptimos años anteriores.
La reforma agraria se produce así cada 50 años de modo automático, impidiendo la conformación de oligopolios y latifundios. La tierra es propiedad de Dios administrada por hombres, por ello cada siete años descansa y el fruto espontáneo del suelo es para los desposeídos. La tierra es un bien divino donde el hombre es sólo un inquilino y por ello cada 50 años se reordena el mapa de la equidad. Tan importante es para el pensamiento hebreo esta definición, que el exégeta medieval Sforno deduce que los sometimientos a su libertad y la opresión sufrida por el pueblo judío son un castigo divino por el incumplimiento del mencionado precepto que ordena la liberación general de tierras y personas. Haciendo una equivalencia con el profeta Jeremías, que narra la falta de libertad de los judíos durante su exilio, explica que esta falta de libertad se debe a que antes ellos no habían cumplido con la libertad de sus propios connacionales en los años del Jubileo. Las opresiones internas dentro de un marco nacional suelen reflejar desde esta perspectiva una dependencia de fuerzas extranjeras que en algún momento se ven reproducidas. Este pensamiento global tiene en el texto bíblico una raíz fundante que explica desde hace 3.000 años algunos conceptos que la modernidad ha puesto de moda en nuestros días.
La reasignación de los medios de producción y posesiones junto a la liberación completa de los hombres y mujeres que componen el sistema de producción permiten la ruptura de una concepción de la vida que se estructura a partir de la interacción humana con el proceso de producción de bienes. Esta concepción llegó a su punto culminante en los procesos de modernización y racionalización que culminaron en la conformación de la economía capitalista del siglo XIX. El hombre lanzado por sí solo a los vendavales del mercado dejó atrás los lazos que lo unían a la comunidad tradicional y tuvo que organizar su existencia a partir de su incorporación en procesos de producción anónimos donde la materialización de sus esperanzas venía unida a la materialización de sus acciones en mercancía o producto. Esto lo define Marx al referirse a la sociedad moderna como un mundo “de independencia personal basada en la dependencia mediante las cosas”(El Capital, tomo I, pág. 95).
Esa soledad en la que se encuentra un hombre que sólo está atado a los bienes se rompe con el mandamiento del Jubileo. Allí una liberación de lo que construye las ataduras de los procesos económicos fundamentales le permite al ser humano reencontrarse como la verdadera independencia personal que es la que se construye a partir de la interdependencia de las Almas o los Sujetos.
Difícilmente alguien pueda creer que estas leyes estuvieron en vigencia alguna vez. Son un horizonte de expectativa moral sobre el proceso económico. Posiblemente otras sean las soluciones que haya que encontrar al problema de la distribución, pero lo que estas leyes nos dan es la referencia del sentido en que debe darse esa solución.
El proyecto de sociedad que desvela al pensador bíblico no concibe el progreso económico en términos de reproducción de las situaciones existentes sino como catalizador de un cambio social que permite la inclusión de los que menos tienen en los beneficios que redundan de ese progreso. El capitalismo como un sistema que al crear riqueza deba necesariamente generar pobreza en el proceso no es el único camino posible. La Mishna, un texto judío compilado en el siglo II de la era cristiana. afirma en el Tratado de los Principios, capítulo 3, párrafo 13: “La tradición es un cerco para la Torá –entendida como ley escrita– y los diezmos son un cerco para la riqueza”.
La tradición actúa para cuidar y no traicionar el mensaje de la Torá asegurando que esta no degenere en falsas profecías o interpretaciones alejadas de la voluntad divina, del mismo modo los diezmos cuidan que la riqueza no degenere en un proceso depredador de las condiciones de vida no sólo de los excluidos sino también de los incluidos. En una sociedad donde la pobreza es una condición necesaria para la creación de riqueza, los pobres sufren pero también los que no fueron excluidos son privados de la sagrada imagen de Dios al convivir sin escandalizarse frente a lo que el prójimo demanda.
Del texto que comentamos los codificadores de los 613 preceptos deducen varios pero quizás el que resuma con más justeza el modelo al que hacemos referencia es el de Tzedaka, que ha sido mal traducido como caridad debido a la influencia del pensamiento cristiano, en especial el de San Agustín, que hace de la pobreza una condición para la espiritualidad y no un enemigo de la integridad humana, por lo cual el ideal es la pobreza y para los que no pueden sobrellevarla es necesario ofrecerles la caridad como gracia humana y no como remedio de una situación general. Tzedaka, bien traducido, es para la tradición judía desde siempre el precepto de la justicia social. Este concepto va a ser reasumido por la Iglesia a partir de las encíclicas Rerum Novarum (1891), de León XIII; Quadragesimo Anno (1931), de Pío XI; Mater et Magistra (1961), de Juan XXIII, y la ya mencionada Centesimus Annus (1991), de Juan Pablo II.
A la Tzedaka, Maimónides le dedicó un tratado completo dentro de su monumental obra Mishne Tora, una suerte de código general de preceptos y mandamientos que intentaron por primera vez compilar en un solo volumen el resumen de la Ley Judía, y la misma fue contabilizada como obligación religiosa número 449 (de los 613 preceptos bíblicos obligatorios para cada judío) derivada directamente de la palabra divina en el “Sefer Hajinuj” compuesto por el Rabí Aharon Halevi de Barcelona en el siglo XIII.
La justicia social no refiere al modo altruista en que cada individuo responde a las necesidades de su prójimo. Si bien es un mandamiento individual, requiere de una decisión colectiva, de una organización comunitaria, de una planificación consensuada del modo en que debemos construir una sociedad integrada.
La justicia social (Tzedaka) no es la reparación del daño colateral que deja como consecuencia este u otro proceso de acumulación económico-social. La Tzedaka debe estar integrada desde el minuto uno en que diseñamos y llevamos adelante ese proceso de acumulación. Se refiere al sentido último de nuestra capacidad para vivir en comunidad. No refleja los sentimientos de misericordia y caridad para quien ya ha sido golpeado.
Debe reflejar el espíritu de la solidaridad para prever que nadie lo sea.
Poner a funcionar la máquina para luego reparar las heridas, que en este caso son la desnutrición infantil, el hambre de un cuarto de la población mundial, las epidemias y muertes entre los sectores sumergidos y la inaccesibilidad a la educación de un tercio de los hombres que habitamos este planeta, no es una opción viable a los ojos de una teología que sienta sus bases en el pensamiento bíblico y su elaborado proceso de interpretación a lo largo de los siglos.
*Cursó sus estudios de Sociología en la UBA. Es master en Filosofía del Jewis Theological Seminary de Nueva York y cursó estudios de posgrado en “Educación y religiones comparadas” en el Programa Jerusalem Fellows de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
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