jueves, 20 de mayo de 2010

LA HABITACIÓN DEL PÁNICO


El trastorno de autoencierro, un fenómeno japonés que llegó a la Argentina. Los hikikomori se recluyen en sus cuartos y cortan todo contacto con la realidad. Cómo se trata la patología adolescente que puede ser epidemia en el país.


Por Leandro Filozof

Juan tiene 16 años y vivió encerrado los últimos diez. “Empezó en primer grado, cuando todos mis compañeros me cargaban. Yo aceptaba todas las burlas, hasta que me empecé a encerrar”, recuerda hoy. “Abría los ojos al despertarme y ya estaba enojado porque tenía que ir al colegio. Cuando volvía, me tiraba en la cama a ver dibujitos en la televisión. En el último tiempo me sentaba horas frente a la computadora.” Que un chico esté una gran parte del día delante de la televisión o la computadora y no tenga ganas de ir al colegio no es algo extraño. Pero la vida de Juan –un nombre ficticio– consistía únicamente en eso.

Él es parte de un fenómeno que surgió en Japón, pero que ya trascendió fronteras. A estos adolescentes se los conoce como hikikomori, término que significa reclusión, aislamiento, evasión. Los hikikomori son chicos entre los 13 y 20 años, generalmente de clase media o alta, que no logran lidiar con las presiones impuestas por sus padres y por la sociedad, y se trauman con el surgimiento de la pubertad y la sexualidad. Se recluyen en sus cuartos o en alguna otra habitación de la casa. En muchos casos, incluso, dejan el colegio y cualquier otra actividad. Son víctimas de burlas y acosos de compañeros del colegio primario y secundario. “Según ellos, no servía para nada, y comencé a creerlo. Decía constantemente que no me importaba nada y que me quería matar”, confiesa Juan. Su vida se limitaba a ir al colegio, foco de su angustia, y volver a su casa, donde se aislaba de todo y todos: no hablaba con su familia ni con nadie más, ni siquiera chateaba con otra persona en sus prolongadas sesiones frente a la computadora hasta altas horas de la noche.

Hoy, los hikikomori son considerados en Japón una epidemia: las cifras van de los 200 mil hasta más de un millón de personas. Aunque se lo consideraba un trastorno que sólo podía existir en una sociedad como la japonesa, la licenciada en psicología Sonia Almada descubrió que el fenómeno existe en la Argentina: “Unos padres me dijeron en una consulta: ‘Nuestro hijo un día se encerró y dejó de hacer todas sus actividades’. Le habían diagnosticado desde fobia social hasta algún tipo de psicosis, pero lo hacían sin verlo, porque el chico no accedía a la consulta. Cuando fui a verlo por primera vez, tenía 15 años y hacía dos años que estaba así –todos recuerdan el día exacto del encierro–. Y me encontré con un diagnóstico totalmente diferente, con trastornos de personalidad pero no del orden de lo grave. A partir de ese caso comencé a investigar y di con el psiquiatra que descubrió el fenómeno”.

La licenciada Eva Rotenberg también recibió casos de ese tipo en su consultorio. “Había padres que se acercaban desesperados. El adolescente que se encierra es resultado de un proceso, de una historia de vida familiar y social. El adolescente siente que no tiene recursos internos para defenderse, para salir al mundo”, explica la fundadora de la Escuela para Padres y autora del libro "Hijos difíciles. Padres desorientados. Padres difíciles. Hijos desorientados".

Al Centro de Salud Mental ArAlma, fundado por Almada, ya asistieron más de setenta casos de trastorno de autoencierro. “Se puede hablar de una epidemia, ya que por semana recibo tres o cuatro casos nuevos”, afirma.

La compañía de estos chicos son las pantallas. “Siempre estaba con la computadora y la tele prendidas. Ponía cualquier cosa, como una película en inglés, sólo para escuchar a alguien que hablara y no me insultara. Simulaba que estaba con gente a la que no le importaba quién era o lo que hacía”, cuenta Juan.

A su lado, su padre agrega: “La televisión y la computadora facilitan la posibilidad de aislarse”. Son el refugio perfecto. Los chicos se pasan horas metidos en videojuegos en los que pueden ser personajes mitológicos, seres indestructibles y absolutamente poderosos.

Pero el abuso de esta actividad tiene consecuencias. Luego de un maratón de PlayStation de catorce horas, un italiano de 13 años estuvo durante horas sin hablar ni entender lo que pasaba a su alrededor. Los médicos le diagnosticaron un distanciamiento mental. Un niño ruso de 12 años murió de una hemorragia cerebral después de jugar doce horas seguidas. En Suecia, un chico de 15 años tuvo ataques epilépticos y convulsiones por jugar 24 horas seguidas al juego de rol World of Warcraft, sólo por citar algunos ejemplos.

La adicción a los videojuegos, presente en la mayoría de los hikikomori, genera preocupación a nivel mundial. En Estados Unidos existe la Online Gamers Anonymous, que acaba de abrir su sede en Canadá. En Madrid, el programa Avanzamos, para prevenir la adicción a las nuevas tecnologías, tuvo más de once mil participantes. “Con los juegos se produce trastorno de abstinencia. Están acostumbrados a jugar muchísimas horas, y cuando lo dejan aparecen una cantidad de rasgos bien adictivos parecidos a los de un adicto a la cocaína: inquietud, temblor, insatisfacción”, dice Almada.

Pero el daño no se produce sólo en los chicos, sino también en las familias, que se encierran con ellos. Desaparecen las vacaciones y las cenas afuera, al igual que la vida familiar. Un chico japonés eligió la cocina para recluirse; la familia, luego de muchos intentos por desalojarlo, desistió y terminó construyendo una nueva cocina en la casa.

Pero los padres no son simples víctimas: a veces terminan siendo cómplices. “La familia sostiene el encierro –afirma Almada–. Otro tipo de padre le tira la puerta abajo y le dice: ‘Andá al colegio o te saco la computadora’. Estos papás no pueden hacerlo. Sus chicos han sufrido durante toda la primaria acoso escolar –bullying–, los ven muy débiles para enfrentar al mundo y los sobreprotegen.” No les imponen límites por el temor a cómo puedan reaccionar. “Vos escuchás las noticias y llega un momento en que no sabés qué hacer –confiesa el padre de Juan–. Teníamos miedo de que si le sacábamos la computadora o la televisión se volcara a las drogas. Hablamos con mi señora y preferimos el que creímos el mal menor.” Rotenberg agrega: “Siempre hay alguien en la familia en complicidad, que le acerca la comida y lo atiende. Los chicos terminan siendo pequeños (o grandes) tiranos en su casa, pero al obligarlos a salir pueden llegar a descompensarse, tener un brote psicótico y, si se los fuerza, hasta llegar a matar”.

A pesar de coincidir en el encierro, los casos varían según los chicos. “Tengo un caso de una señora que adoptó a su hijo de bebé. Sentía que era una pertenencia y le trasmitió desconfianza al mundo –comenta Rotenberg–. Ese chico dejó el colegio, no sale de la habitación y dice que si lo obligan, va a matar a todos sus compañeros. Atiendo a la madre y a la abuela, y estamos logrando que el chico estudie con profesores particulares en su casa.”

Los chicos con trastorno de autoencierro sienten una gran desconfianza hacia el mundo, creen que cualquiera puede dañarlos. “Lo más difícil es ganar su confianza y que te permitan entrar en sus vidas –cuenta Almada–. Hubo casos en los que tuve que mandar muchos e-mails hasta recibir una respuesta en blanco, como signo de aceptación. Otros donde fui a la casa y tuve que enfrentarme a un chico amenazando a la madre con un cuchillo para que no me dejara entrar. El punto clave es la constancia: cuando ven que no desaparecés, te dejan entrar en su vida y en su familia.”

Después de muchos años de encierro, los hikikomori llegan a ignorar cómo fue cambiando el mundo que los rodea. Incluso, pierden parte de la oralidad y otras capacidades cognitivas. Una vez recuperados, se avergüenzan de su pasado: suelen dar las materias del secundario libres para ingresar en un ámbito donde nadie los conozca, y así empezar de nuevo.

Cuando se le pregunta a Juan por sus diez años de encierro, los recuerda con frustración y enojo por no cambiar antes, por haber desaprovechado oportunidades. Pero su visión del presente es más optimista: “Ya no siento enojo al levantarme: sólo vagancia, que es otra cosa. Hoy tengo un grupo de amigos en el colegio al que voy. Planeamos varias salidas. Aunque la mayoría de las veces no logré ir, es un cambio. Pero hace poco fui a un encuentro de animé con un amigo y la pase rebién. No sabía que existían lugares adonde todos se interesan por las mismas cosas que yo”. Juan empezó a ayudar al novio de su hermana, que hace instalaciones de Internet inalámbricas. “Nos interesa que se mueva y salga de casa –explica el padre–. Ahora está más abierto y le ponemos límites en el uso de la computadora. Igualmente, de esto no se sale tan rápido”.

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