El andén tiene 100 metros de largo, pero no es una estación de tren para pasajeros. Hay depósitos, que alguna vez pertenecieron a la industria ferroviaria y ahora, cada uno, está cerrado con dos puertas de madera. Son las cinco de la mañana. Todavía es de noche y hace calor. Lo único que ilumina es un foco al final del andén. Se ven sombras, formas que podrían ser cuerpos o cosas apiladas. En este lugar, a pocas cuadras de un glamoroso barrio porteño, se vende y consume paco. Es lo que en el mundillo de la droga se conoce como un fumadero. El temor es el sentimiento predominante, a pesar de contar con un “guía”.
Al caminar unos metros –después de pasar a un cartonero que ataba con un hilo las cajas que juntó durante la noche– se ve a un pibe, que no debe tener más de 16 años. Al igual que las decenas de adolescentes que están en el lugar tiene la cara lampiña y es extremadamente flaco.
Ahora el pibe se para frente al “guía”.
–Y vos, ¿quién sos? –pregunta.
–Soy El Rulo.
–¿Quién?
–El Rulo. Estoy buscando a Betty.
–¿A quién?
–Betty.
–Ah, sí, al fondo.
“No hay que preocuparse, es así: olfatean al que acaba de llegar. Pero no pasa nada”, explica el “guía”.
La gente va cambiando a medida que se avanza por el andén. En la primera mitad hay cartoneros, que se mezclan con los adolescentes, después sólo quedan los jovencitos sentados tomando vino de cartón o acostados durmiendo. Se sienten sus miradas, mientras se avanza por el andén, pero no se detienen demasiado.
–Y vos, ¿quién sos? –vuelve a preguntarle al “guía” otro pibe, vestido igual que el anterior: con short, remera y gorrita. Luego se repiten, casi textuales, las preguntas que se hicieron al entrar.
Han pasado 15 minutos. No hay mayor agresividad en los adolescentes que habitan este lugar. Es aún peor, están idos, como si fueran zombies. Estamos parados frente al depósito donde se vende el paco. Las dos puertas corredizas se separan, hasta dejar una abertura, que tiene cinco centímetros. Es imposible divisar con claridad una cara o qué es lo que hay dentro. Se escucha una voz que ofrece paco o merca y pregunta cuánto se quiere. El guía pide paco.
–Quince pesos la bolsa –dice la voz del otro lado.
–Dejámela a diez. Sólo llego a diez –dice el guía.
Dos dedos salen por la pequeña abertura, sosteniendo una bolsita color negra usuales para la venta de paco y que se diferencia del color blanco de la cocaína. Esos mismos dedos agarran los 10 pesos. Luego las puertas corredizas se cierran.
El rito. Ahora comienza a armarse un grupo en medio del andén. Los adolescentes se reúnen en torno de alguien. Es un pibe que tiene una lata en la mano. En pocos minutos, hay unos 20 en círculo. La pipa –una lata de gaseosa con un agujerito en la punta, donde se pone el paco mezclado con ceniza de cigarrillo– va pasando de mano en mano. La mayoría son varones, sólo hay dos chicas en el círculo.
–Sale una seca –dice uno.
Está parado, medio encorvado y viste un short, sus piernas son finitas. Le pasan la lata y fuma. Es casi imposible imaginar a estos pibes protagonizando un robo violento. No porque sean “buenos” o “malos”, sino porque sus cuerpos son frágiles, no parecieran tener la fuerza física suficiente para hacerlo. Sus miradas están perdidas. Se fuma en silencio, que sólo es interrumpido por el pedido de una seca, hecho siempre de modo muy cordial y respetuoso. Es como si el que trajo la lata para fumar tuviese la última palabra sobre quiénes pueden o no consumir, y todos respetaran esa autoridad.
Al terminarse el ritual de fumar la pipa, la pequeña reunión finaliza. El grupo se deshace y todo vuelve a la “normalidad”. El cielo azul eléctrico del amanecer comienza a iluminar el andén. Algunos de los cartoneros que viven en la primera mitad salen con sus carritos. La mayoría de los adolescentes están tirados en el piso, otros sentados y tomando vino de cartón.
Al salir del lugar y caminar unas cuadras aparecen los bares y restaurantes de Buenos Aires: un mozo termina de juntar los vasos de la última mesa de la noche, mientras dentro del local una chica pasa el trapo de piso. Se tiene la sensación de que se ha ido de viaje a otro mundo: el de los adolescentes adictos y pobres, que viven debajo de las sombras de los edificios y estaciones de tren abandonadas. Si alguno de ellos comete un crimen, mañana, será noticia por unos días. Si no, seguirá allí esperando que aparezca alguna pipa para fumar; o a lo mejor, que sigan pasando los días y finalmente llegue la muerte.
Las madres. “Los chicos se van aislando, hay una gran indiferencia de la sociedad con este tema. Y las mamás necesitamos ayuda, porque nos cuesta mucho enfrentar esto solas”, dijo a Miradas al Sur Claudia Iñíguez, miembro de la agrupación Madres en Red, que trabaja con adictos al paco en Berazategui.
–¿Qué haría falta?
–Lo primero y más importante es que todo el mundo entienda la gravedad de lo que está pasando con el paco. Necesitamos que, en los barrios, los pibes tengan opciones: talleres artísticos o clubes para hacer deporte. Algo que no sea sólo juntarse en la esquina para terminar drogándose. En este momento no les estamos dando otra opción, para hacer con sus vidas. Y otra cosa, que también tiene que entender la gente, es que esto, le puede pasar al hijo de cualquiera.
–Y, ¿cómo funcionan los 187 Centros Provinciales de atención a las Adicciones (CPA), que tiene el gobierno bonaerense?
–Hay muy buena gente trabajando. Pero les falta mucha infraestructura. No tienen camas
suficientes, ni insumos. Les es muy difícil responder a la magnitud del problema.
–¿Qué va ha hacer la agrupación en lo inmediato?
–A fines de abril hacemos una nueva marcha contra el paco. Nuestras manifestaciones las encabezan los jóvenes que hemos recuperado. Imaginate que en el local en el que trabajamos los sábados, a veces van 60 o 70 pibes. Eso quiere decir que muchos están tomando conciencia de su
adicción. Y, en medio de este drama, nos da esperanza.
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