Por Ricardo Foster
Hay ciertas palabras que parecen estar fuera de toda sospecha; su sola mención implica una aceptación tácita de la inviolabilidad de su sentido; palabras que eluden las disputas y que se ofrecen como prenda de paz cuando los adversarios no se ponen de acuerdo. Esas palabras están vinculadas al ejercicio generalizado de lo que podríamos denominar “buena conciencia”, ese mecanismo por el cual solemos indultar nuestras omisiones y nuestras hipocresías. Estos son tiempos que se caracterizan por el uso generalizado de dichas palabras, tiempos en los que el lenguaje se vuelve cómplice de la pérdida de intensidad y de sentido en nuestras acciones y discursos. Palabras blandas que flotan livianamente en una atmósfera que no suele tolerar las interrupciones amenazadoras de las tormentas; palabras que tranquilizan las conciencias despreocupadas de ciudadanos que se quieren mostrar preocupados por lo que sucede a su alrededor. Palabras que cubren el cinismo del poder y que ocultan la intensidad inaudita de la desigualdad en todos sus posibles alcances y sentidos. Como si nuestro lenguaje interpusiera entre nosotros y el mundo una pátina que nos hace ver difusamente por un lado una realidad horrible y, por el otro, nos devuelve la imagen transparente de nuestras buenas intenciones.Una de esas palabras es tolerancia que significa, desde su raíz latina tolerare, soportar, aguantar algo que nos hace otra persona. A partir de ese sentido la palabra tolerancia ha recorrido un largo camino hasta anclar en su uso actual: respetar al otro en su diferencia o, como la define el Diccionario de la Real Academia, “respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque repugnen a las nuestras”. La tolerancia se ha convertido en un rasgo decisivo de la cultura política de la sociedad contemporánea o, al menos, eso es lo que discursiva y jurídicamente se sostiene. Después de haber atravesado la noche de la barbarie, Occidente se ha vuelto tolerante y proclama a los cuatro vientos su cruzada de buena fe: pide tolerancia a los pueblos de las periferias miserables del mundo, exige tolerancia a los profetas de religiones que se atrincheran en tradiciones indigeribles para las conciencias occidentales. Los antiguos colonizadores ejercen la pedagogía de la tolerancia multiplicando la imagen de una barbarie supuestamente ajena a sus propias responsabilidades históricas; los antiguos genocidas se horrorizan cuando contemplan cómo en sus mismas entrañas la tolerancia se vuelve una excusa para la limpieza étnica. La tolerancia se ha convertido también en un discurso que consagra la tribalización de nuestras sociedades, la ruptura de toda contaminación allí donde la (in)diferencia se ha vuelto la forma sacrosanta de la sociabilidad contemporánea. Tolerar al otro implica desentenderme de sus cualidades y de sus necesidades en el mismo momento en que proclamamos nuestra tolerante comprensión.Quizá nunca como ahora, en plena época de hegemonías globalizadoras y de formas asfixiantes de la homogeneidad, la palabra tolerancia se ha vuelto puro enmascaramiento ideológico, apelación hipócrita a una opinión pública que se satisface reconociendo su predisposición hacia una tolerancia cada vez más retórica. La “buena conciencia” se convierte en el socio actual de la tolerancia. Y también es evidente que cuanto más se extiende el individualismo como práctica cotidiana más se proclama la necesidad de la tolerancia (será que se vuelve más evidente que en el plano de las prácticas reales de los individuos, y no en el territorio vago de las discursividades formales, lo propio no sea la preocupación por el destino del otro, por sus necesidades y sus padecimientos, sino por su condición de amenaza o, más oscuro y preocupante, por su condición de vacío, de figura fantasmal que desaparece de nuestro mundo). La tolerancia acaba volviéndose un mecanismo de borramiento efectivo del otro, una suerte de despedida con buena conciencia que los individuos realizan para proteger sus propios intereses. Y sin embargo las sociedades y sus individuos se complacen en pronunciar una y otra vez la palabra que exculpa sus responsabilidades y que les permite tranquilizar sus conciencias.Suerte de llave que abre las puertas del paraíso moral, la tolerancia contemporánea no hace sino expresar la emergencia de lo que podríamos denominar la despreocupación ética por la suerte real del otro. Atrincherados en nuestra tolerancia (que es parte de nuestro patrimonio jurídico y de nuestros mecanismos psicológicos compensatorios) ya no tenemos ojos para contemplar las formas concretas de la intolerancia cotidiana, formas que se sustentan, en la mayoría de los casos, en el desfallecimiento del sentido de solidaridad y de reconocimiento del otro. Lo que se muere en nuestras sociedades es precisamente aquello que se opone a la idea de la tolerancia entendida como un despreocuparse de aquel a quien le otorgo la gracia de mi tolerancia: se muere el diálogo siempre conflictivo, y por eso vital y complejo, entre las diferencias allí, precisamente, donde se hace la apología de ellas y se las vacía de contenido. De este modo y gracias a esta operación compensatoria la sociedad contemporánea ha podido erigirse en defensora retórica de aquellos a los que en el plano de las prácticas sociales efectivas acaba relegando al lugar de la opresión o, más radical aún, del mal y del peligro. La retórica democrática de las sociedades tardomodernas oculta el gigantesco proceso de desestructuración sociocultural que se opera en su interior; esquiva, a través del efecto complaciente de ciertas palabras en la conciencia de los individuos que la integran, su responsabilidad en el despliegue de políticas profunda y esencialmente discriminatorias, políticas que condenan a vastos sectores de la humanidad a la agonía física y cultural.La paradoja de este fin de milenio es que cuanto mayor es el efecto de la retórica bienpensante de la tolerancia, mayor es el ahondamiento de las distancias entre los gramáticos y los sujetos de la enunciación. La tolerancia invita al reposo de la conciencia, le quita el peso de sus responsabilidades ante la injusticia de un mundo fragmentado, alimenta el ego de aquellos que necesitan sentirse parte de lo que los norteamericanos llaman “lo políticamente correcto”.La palabra progreso portadora antaño de los ideales civilizatorios de la modernidad occidental ha sido reemplazada por la palabra tolerancia, que se ha convertido en la nueva fórmula expansiva del capitalismo de fin de siglo. Mercado, democracia y tolerancia son las columnas sobre las que se sostiene el edificio de una sociedad fundada en el acrecentamiento de la desigualdad, de la sospecha y de la negación del otro. La tolerancia se vuelve un mecanismo del olvido, permite a sus portadores eliminar de un plumazo la memoria del dolor y promueve el equívoco de una falsa armonía, de una convivencia fundada en la simulación; a través de su omnipresencia busca cubrir los fallidos profundos de un sistema que habiendo prometido el ideal de una mayor equidad entre los hombres acaba el siglo desplegando formas extremas y quizás inéditas de la desigualdad y la injusticia. Su sola portación parece garantizar las buenas intenciones de aquellos que ocultan sus complicidades detrás de una falsa retórica, de aquellos que han hecho de la democracia un vacío mitificado, una gigantesca justificación de su indiferencia ante las “promesas incumplidas” de un orden civilizatorio que, al doblar el milenio, ha fracasado en toda la línea. Hemos quedado, en el plano de lo material, por detrás de las conquistas revolucionarias de la Ilustración, mientras que nuestro lenguaje y nuestros discursos siguen impertérritos su marcha autojustificadora y resplandeciente. Las palabras se han independizado de los hablantes y siguen solitarias su camino hacia la mistificación.Pero no es sólo en el plano social y político en el que podemos ver cómo la palabra tolerancia se pronuncia en el vacío o para echar un velo sobre la efectiva (in)diferencia que los individuos y las sociedades contemporáneas sienten hacia el otro; también ha cuajado en el plano de las ideas y de lo que se ha denominado el “pensamiento débil”. Muertas las ideologías, desbarrancados los metarrelatos modernos y estallado el sentido unificador de la historia, somos contemporáneos de una lógica de la dispersión que se traga las antiguas sustantividades hasta producir una atmósfera liviana y casi sin peso en la que flotan multitud de pensamientos, teorías, ideas, palabras, conceptos, discursos y juegos de lenguaje que se mezclan sin conflicto y gozosamente disponiéndose a devenir productos que se intercambian en el mercado persa de las ideas y los valores. Allí lo que reina es la tolerancia o, mejor dicho, la absoluta disponibilidad para la rápida metamorfosis o el giro de ciento ochenta grados. Ya no hay conflicto que empañe el comercio de las ideas ni pasiones que ofrezcan su inútil anacronismo en un mercado que se ha vuelto copia exacta de ese otro Gran Mercado capitalista en el que el principio de tolerancia constituye el fundamento y el punto de partida.En el reino de las ideas la tolerancia representa la inutilidad de toda confrontación allí donde la presencia de otro discurso se me vuelve tolerantemente (in)diferente; su existencia no me roza ni cuestiona mi propia interpretación, es parte de una multitud de ofertas que siguen su rumbo sin tocarse las unas con las otras pero aceptando el derecho que cada una posee a continuar siendo parte del mercado. La (in)tolerancia sólo surge cuando nos salimos del reino de las ideas e intentamos internarnos en territorios que no nos corresponden; allí se acaba la liviandad, la proliferación democrática de ofertas, el flotar graciosamente en el éter del deseo realizado, y lo que emerge es la tachadura, la discriminación o, más grave y difícil de combatir, la fagocitación de un mercado cultural que hace de la tolerancia su verdadera arma para desactivar la presencia otra de lo que se opone a esa lógica del flotamiento insustancial.
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