Era el fin del mundo. Y de su poder también. Jim Jones, el líder de la secta Templo del Pueblo, se vio acorralado. Decidió que el 18 de noviembre de 1978 debía empezar el Juicio Final: 919 cadáveres, entre ellos 180 niños, quedaron tendidos en medio de la jungla de Guyana y cuatro personas fueron asesinadas al querer denunciarlo.
Eran los tiempos de la Guerra Fría y, según sus predicciones, la costa nordeste de Sudamérica era el único lugar que se iba a salvar de una hecatombe nuclear. Partió entonces de California, donde había comenzado su iglesia una década atrás, y se instaló con un millar de fieles en la República Cooperativa de Guyana.
Querían fundar un mundo aparte. Incluso mejor. En una granja ubicada a 180 kilómetros de la capital fundó "Jonestown" (El Pueblo de Jones). El Reverendo, como lo llamaban sus seguidores, era un pastor evangélico metodista que predicaba un nuevo evangelio, donde confluían citas de textos marxistas y de las Escrituras.
Sus principales leyes eran la armonía racial —el 70 por ciento de sus fieles eran negros— y la propiedad comunitaria. Cultivaban hortalizas y frutas, criaban pollos y cerdos y fabricaban su propio calzado. También tenían aulas para educar a sus hijos y hasta un hospital para atender a los enfermos.
Pero no todos estaban contentos. Algunas voces comenzaron a escucharse fuera de las fronteras de la tierra prometida. Por eso llegó a Guyanas el senador norteamericano Leo Ryan con un grupo de periodistas: querían investigar supuestos malos tratos que recibían los miembros de la secta.
El Reverendo los recibió en "Jonestown" con una gran fiesta, pero mucha gente comenzó a hablar: decían que estaban contra su voluntad y querían dejar la jungla. Cuando Jones se enteró que entre la comitiva del senador había "desertores", envió a un grupo comando para que los matara antes de abordar el avión.
La orden era eliminarlos a todos y los soldados dispararon hasta que se les acabaron las balas. Sobre la pista de aterrizaje de Puerto Kaituma quedaron tendidos los cuerpos del senador Ryan, tres periodistas y uno de los fugados. También fueron heridas 11 personas, entre ellas el diplomático norteamericano Richard Dwyer, de la Embajada de los Estados Unidos en Guyana.
Ya no había vuelta atrás. Jones decidió apelar al "suicidio revolucionario". Explicó a sus fieles que el fin del mundo había comenzado y no había tiempo que perder.
Jim Jones subió a su púlpito, rodeado de guardias y ayudantes. La gente gritaba, lloraba, imploraba. Jones repartía vasos con jugo de uva: tenían gotas de cianuro.
"No griten y mueran con dignidad. Hagan tomar a sus hijos primero", repetía el Reverendo.
Fueron horas de terror. No todos quisieron beber el elixir para ir al cielo que prometía Jones.
Pero el Reverendo se había adelantado: sus matones aplicaban inyecciones intravenosas a quienes se resistían. También recurrieron a los rifles cuando algunos se fueron corriendo.
Jones fue hallado con un balazo en la cabeza. No se sabe si fue asesinado o se suicidó. Tenía 47 años y su última palabra fue el nombre de su madre. Sólo 84 personas sobrevivieron.
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