Por Sergio B. Szpolski
El relato bíblico narra la historia de la humanidad desde los días del primer hombre hasta los días esperanzados de la llegada del nuevo hombre. En el testamento cristiano esa esperanza se hace carne en la historia mientras que en el testamento hebreo esa esperanza permanece latente en las palabras de los profetas.
En cualquier caso podríamos definir estos textos como una historia de la esperanza. La última palabra es una mirada alentadora acerca del futuro y su acontecer. Sin embargo no podríamos decir que esa última palabra es ingenua, muy por el contrario mantiene la esperanza aun sabiendo que las contrariedades tienen una oportunidad de victoria.
La negación de las contrariedades como parte posible de un plan histórico es más propia de los relatos de la modernidad que de los antiguos textos bíblicos. El pensador bíblico conoce de las dificultades que enfrenta el hombre en la construcción de su camino hacia la redención. Nada resulta dado automáticamente y la llegada de los días mesiánicos aunque está prometida no está asegurada por ninguna fórmula mágica que garantiza el éxito del emprendimiento humano.
Los modernos celebraron la aparición del iluminismo como la llegada del fin de los tiempos a caballo del progreso ilimitado y la satisfacción extrema de toda necesidad. No necesitaron mucho tiempo para entender que la razón podría ser a lo sumo un instrumento pero que carecía de las cualidades básicas para ser más que eso. La razón no alcanzó para fijar el horizonte de la felicidad pues en su propio desarrollo racio-industrial el hombre fue moviendo ese horizonte de modo tan desenfrenado que terminó por preguntarse si era posible un horizonte o si la razón era capaz de construirlo.
En su texto “Crítica de la Modernidad”, Alain Touraine se refiere a este límite cuando afirma: “Ya no tenemos confianza en el progreso, ya no creemos que el enriquecimiento lleve consigo a la democratización y la felicidad. A la imagen liberadora de la razón ha sucedido el tema inquietante de una racionalización que concentra en un alto vértice el poder de decisión”.
La razón fue insuficiente para dotar de sentido la existencia pues los instrumentos son incapaces de fijar un objetivo y los medios no pueden ser el parámetro que argumente acerca de los fines.
Es aquí donde la esperanza pierde su calidad de sustantivo para transformarse en verbo. Yo me esperanzo es una de las maneras que tenemos para saltear a la razón como instrumento y encontrar el modo de buscar un sentido.
La esperanza en la teología bíblica no actúa como sedante frente a una realidad que no se puede cambiar. Por el contrario la esperanza no está vinculada con la espera sino que hunde sus raíces en la acción. Sin embargo la esperanza no es el convencimiento mágico de que los sucesos acaecerán tal como los queremos y ni siquiera como los pretende Dios. Para el pensador bíblico la esperanza no es ni espera ni magia. La esperanza es acción frente a la adversidad. Ningún plan divino está condenado a cumplirse cuando de por medio está el hombre.
David quizá sea el caso más paradigmático de los tropiezos que por un lado la acción humana dispone en el plan divino y de la creencia en el cumplimiento del plan redentor por el otro.
David es el símbolo de la voluntad humana que por momentos actúa en contra del plan salvífico y al mismo tiempo las escrituras le asignan la paternidad del Mesías redentor. David es padre de la redención y simultáneamente obstáculo de la misma. Sus manos manchadas de sangre son impuras a la hora de edificar el Santuario en Jerusalén pero el pensamiento rabínico lo presenta como el paradigma de la salvación de Israel.
Por todo ello la modernidad va a contramano del pensamiento bíblico cuando cree en los procesos lineales, deterministas en un solo sentido que terminan en la liberación del hombre. Las corrientes de pensamiento político que son hijas legítimas del iluminismo por asegurar la inexorable llegada del Nuevo Hombre en cualquiera de sus acepciones son al mismo tiempo bastardas de la tradición bíblica, pues resguardan sus valores pero falsifican sus métodos.
Resulta entonces necesario reconfigurar el sentido de la modernidad reubicando el significado de la razón iluminista ajustándolo para que no absolutice las explicaciones del mundo ni monopolice el empoderamiento del hombre como centro de la vida histórica.
Si en lugar de usar la razón como único mecanismo para la secularización del mundo y su desprendimiento del realismo mágico de la religión medieval, tal como lo hace la modernidad iluminista clásica, ponemos la esperanza en el centro de la reflexión, veremos que la modernidad puede ser más que la negación de una época para transformarse en la afirmación de una ética.
La esperanza es ruptura de los atávicos conceptos de la superstición y aunque resulte paradójico también es una forma de secularizar y desencantar el mundo para usar los términos con los que Max Weber define el pasaje de la comunidad tradicional a la sociedad moderna.
La secularización representa el alejamiento de la Divina Providencia en el ordenamiento mundano, quitándole al cielo las facultades de guía inmanente de los acontecimientos naturales y mandante heteronómico de las relaciones sociales. Ese proceso secularizador no sólo tuvo en la razón su motor principal sino que la esperanza ocupó un lugar que hoy debemos revalorizar. Razón y Esperanza trabajaron juntas en la modernidad para que los procesos seculares que en lo económico representaron la masiva expropiación de los bienes eclesiásticos tuvieran su correlato de ruptura en el orden social y cultural. Cuando la Iglesia le sacó la mano de encima a la sociedad no lo hizo tan sólo porque los hombres aprendieron a razonar sino que también lo hizo porque los hombres fueron capaces de encontrar esperanza mas allá de las instituciones religiosas que los habían sometido durante siglos. La razón hubiera sido coja sino se hubiera apoyado en la esperanza de construcción de un mundo diferente. Y es en ese punto donde la razón se confunde al creerse en sí misma el origen y destino de la esperanza sin prever que por sí misma podía conducir a los maravillosos progresos de la medicina nuclear o al terrorismo nuclear ocurrido en Hiroshima. La razón como medida de todas las cosas elude la multiplicidad de procesos que componen la vida humana. La razón es uno de esos procesos pero la voluntad y la esperanza ocupan un lugar tan importante como la primera en la construcción de los acontecimientos sociales, políticos y económicos de la humanidad.
La definición kantiana de la ilustración como la llegada del hombre a la mayoría de edad poniendo al sujeto como artífice de su propio destino es estrecha pues para Kant la razón ocupa un lugar hegemónico en la conformación de ese hombre. La definición hegeliana que hace de la razón histórica la fuerza motora del progreso humano es parcial pues obliga a incluir connotada positivamente la dictadura napoleónica como parte de ese plan maestro. La razón no es razón suficiente para entender el proceso de secularización.
Sin la voluntad por un lado y la esperanza por el otro, la razón carece de motor y de rumbo, lo cual resulta curioso pues resulta más que evidente para el pensamiento claro y distinto que sin movimiento y sentido la materia sólo puede permanecer inerte.
En su Tesis numero trece “Sobre el concepto de la historia”, Walter Benjamin expone con crudeza la dogmatización del concepto de progreso al que estamos haciendo referencia. El progresismo dogmático que se articula en derredor de la idea de que resulta imposible detener un progreso que se presenta como imbatible, irrefrenable e imparable, deja al hombre en una posición de indefensión y ajenidad en los procesos históricos que Benjamin no puede menos que confrontar. El sujeto desaparece frente al irrefrenable devenir de un determinismo que rara vez contempla los intereses de ese sujeto o los de la comunidad de los cuales él forma parte. El determinismo como motor del progreso pone en la racionalidad externalizada del hombre una dosis de causalidad en los procesos históricos de la cual no tenemos pruebas. El hombre en tanto sujeto mixturado de voluntad y razón queda anulado como protagonista central en la toma de decisiones libres que lo pueden conducir hacia una u otra variante de progreso. Confiar excesivamente en que los procesos sociales cuentan con algún tipo de inexorabilidad racional semejante a la que conduce los procesos naturales no es más que mantener las más retrógradas concepciones de la teología medieval que ubicaban la acción humana en el terreno de lo aleatorio. Por el contrario todo nos lleva a concluir que cada vez que confiamos en un proceso de racionalización heterónomo a la equilibrada mixtura entre la razón y voluntad del sujeto, este acabó alienado y preso de maquinarias que le hicieron imposible su desarrollo o que directamente le causaron la muerte. Estos momentos en la historia del iluminismo son descriptos por Adorno y Horkheimer como regresivos y lo ejemplifican en su grado extremo en la barbarie nazi que en la tierra de la libertad, el progreso y las oportunidades desató la furia más bestial de una maquinaria racional para provocar la muerte. Dicen sobre estos momentos los mencionados autores: “Si el iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena”.
Ni la racionalidad autónoma de Kant ni la razón universal de los pensadores historicistas del siglo XIX dan cuenta en su totalidad del fenómeno humano como una equilibrada simbiosis de razón, voluntad y esperanza o lo que podemos traducir como instrumento, motor y meta. La razón se corrompe cuando intenta ser más que un instrumento, la voluntad se debilita cuando excede los límites de ser un motor y la esperanza se desvanece cuando cree que es más que una meta.
El triunfo de la modernidad racionalista intentó demonizar, estigmatizar o reprimir todo aquello que pareciera resistir la victoria de la razón.
El proceso de desestigmatizar conceptos como esperanza y voluntad es un largo aprendizaje que nos lleva a entender que la razón no ha sido el eje del desencadenamiento del mundo sino que este fue posible por el nacimiento de un nuevo actor histórico: el sujeto, que condensó en diferentes dosis y diversos momentos a la razón, la esperanza y la voluntad. No llegamos al punto de coincidir con Holderin (el poeta insignia del movimiento romántico alemán) cuando califica de Dios al hombre que sueña y de mendigo al que reflexiona, pero sin duda hay en ese poeta y en el movimiento romántico en general un intento por rescatar todo lo que en el hombre no es razón, reflexión o pensamiento.
El sueño como esperanza ha sido parte integral del verdadero proyecto iluminista que debemos rescatar de la autodestrucción del iluminismo llevada adelante por quienes son incapaces de reconocer una construcción social basada no sólo en la razón científica hubiese producido una sociedad menos represora, menos controladora y más igualitaria.
Es el Sujeto en su completud el heredero de la mejor tradición iluminista, la razón sólo puede arrogarse el derecho a dar una de las explicaciones posibles.
*Rabino egresado del Seminario Rabínico Latinoamericano. Cursó sus estudios de Sociología en la UBA. Es master en Filosofía del Jewis Theological Seminary de Nueva York y cursó estudios de posgrado en “Educación y religiones comparadas” en el Programa Jerusalem Fellows de la Universidad Hebrea de Jerusalén
En cualquier caso podríamos definir estos textos como una historia de la esperanza. La última palabra es una mirada alentadora acerca del futuro y su acontecer. Sin embargo no podríamos decir que esa última palabra es ingenua, muy por el contrario mantiene la esperanza aun sabiendo que las contrariedades tienen una oportunidad de victoria.
La negación de las contrariedades como parte posible de un plan histórico es más propia de los relatos de la modernidad que de los antiguos textos bíblicos. El pensador bíblico conoce de las dificultades que enfrenta el hombre en la construcción de su camino hacia la redención. Nada resulta dado automáticamente y la llegada de los días mesiánicos aunque está prometida no está asegurada por ninguna fórmula mágica que garantiza el éxito del emprendimiento humano.
Los modernos celebraron la aparición del iluminismo como la llegada del fin de los tiempos a caballo del progreso ilimitado y la satisfacción extrema de toda necesidad. No necesitaron mucho tiempo para entender que la razón podría ser a lo sumo un instrumento pero que carecía de las cualidades básicas para ser más que eso. La razón no alcanzó para fijar el horizonte de la felicidad pues en su propio desarrollo racio-industrial el hombre fue moviendo ese horizonte de modo tan desenfrenado que terminó por preguntarse si era posible un horizonte o si la razón era capaz de construirlo.
En su texto “Crítica de la Modernidad”, Alain Touraine se refiere a este límite cuando afirma: “Ya no tenemos confianza en el progreso, ya no creemos que el enriquecimiento lleve consigo a la democratización y la felicidad. A la imagen liberadora de la razón ha sucedido el tema inquietante de una racionalización que concentra en un alto vértice el poder de decisión”.
La razón fue insuficiente para dotar de sentido la existencia pues los instrumentos son incapaces de fijar un objetivo y los medios no pueden ser el parámetro que argumente acerca de los fines.
Es aquí donde la esperanza pierde su calidad de sustantivo para transformarse en verbo. Yo me esperanzo es una de las maneras que tenemos para saltear a la razón como instrumento y encontrar el modo de buscar un sentido.
La esperanza en la teología bíblica no actúa como sedante frente a una realidad que no se puede cambiar. Por el contrario la esperanza no está vinculada con la espera sino que hunde sus raíces en la acción. Sin embargo la esperanza no es el convencimiento mágico de que los sucesos acaecerán tal como los queremos y ni siquiera como los pretende Dios. Para el pensador bíblico la esperanza no es ni espera ni magia. La esperanza es acción frente a la adversidad. Ningún plan divino está condenado a cumplirse cuando de por medio está el hombre.
David quizá sea el caso más paradigmático de los tropiezos que por un lado la acción humana dispone en el plan divino y de la creencia en el cumplimiento del plan redentor por el otro.
David es el símbolo de la voluntad humana que por momentos actúa en contra del plan salvífico y al mismo tiempo las escrituras le asignan la paternidad del Mesías redentor. David es padre de la redención y simultáneamente obstáculo de la misma. Sus manos manchadas de sangre son impuras a la hora de edificar el Santuario en Jerusalén pero el pensamiento rabínico lo presenta como el paradigma de la salvación de Israel.
Por todo ello la modernidad va a contramano del pensamiento bíblico cuando cree en los procesos lineales, deterministas en un solo sentido que terminan en la liberación del hombre. Las corrientes de pensamiento político que son hijas legítimas del iluminismo por asegurar la inexorable llegada del Nuevo Hombre en cualquiera de sus acepciones son al mismo tiempo bastardas de la tradición bíblica, pues resguardan sus valores pero falsifican sus métodos.
Resulta entonces necesario reconfigurar el sentido de la modernidad reubicando el significado de la razón iluminista ajustándolo para que no absolutice las explicaciones del mundo ni monopolice el empoderamiento del hombre como centro de la vida histórica.
Si en lugar de usar la razón como único mecanismo para la secularización del mundo y su desprendimiento del realismo mágico de la religión medieval, tal como lo hace la modernidad iluminista clásica, ponemos la esperanza en el centro de la reflexión, veremos que la modernidad puede ser más que la negación de una época para transformarse en la afirmación de una ética.
La esperanza es ruptura de los atávicos conceptos de la superstición y aunque resulte paradójico también es una forma de secularizar y desencantar el mundo para usar los términos con los que Max Weber define el pasaje de la comunidad tradicional a la sociedad moderna.
La secularización representa el alejamiento de la Divina Providencia en el ordenamiento mundano, quitándole al cielo las facultades de guía inmanente de los acontecimientos naturales y mandante heteronómico de las relaciones sociales. Ese proceso secularizador no sólo tuvo en la razón su motor principal sino que la esperanza ocupó un lugar que hoy debemos revalorizar. Razón y Esperanza trabajaron juntas en la modernidad para que los procesos seculares que en lo económico representaron la masiva expropiación de los bienes eclesiásticos tuvieran su correlato de ruptura en el orden social y cultural. Cuando la Iglesia le sacó la mano de encima a la sociedad no lo hizo tan sólo porque los hombres aprendieron a razonar sino que también lo hizo porque los hombres fueron capaces de encontrar esperanza mas allá de las instituciones religiosas que los habían sometido durante siglos. La razón hubiera sido coja sino se hubiera apoyado en la esperanza de construcción de un mundo diferente. Y es en ese punto donde la razón se confunde al creerse en sí misma el origen y destino de la esperanza sin prever que por sí misma podía conducir a los maravillosos progresos de la medicina nuclear o al terrorismo nuclear ocurrido en Hiroshima. La razón como medida de todas las cosas elude la multiplicidad de procesos que componen la vida humana. La razón es uno de esos procesos pero la voluntad y la esperanza ocupan un lugar tan importante como la primera en la construcción de los acontecimientos sociales, políticos y económicos de la humanidad.
La definición kantiana de la ilustración como la llegada del hombre a la mayoría de edad poniendo al sujeto como artífice de su propio destino es estrecha pues para Kant la razón ocupa un lugar hegemónico en la conformación de ese hombre. La definición hegeliana que hace de la razón histórica la fuerza motora del progreso humano es parcial pues obliga a incluir connotada positivamente la dictadura napoleónica como parte de ese plan maestro. La razón no es razón suficiente para entender el proceso de secularización.
Sin la voluntad por un lado y la esperanza por el otro, la razón carece de motor y de rumbo, lo cual resulta curioso pues resulta más que evidente para el pensamiento claro y distinto que sin movimiento y sentido la materia sólo puede permanecer inerte.
En su Tesis numero trece “Sobre el concepto de la historia”, Walter Benjamin expone con crudeza la dogmatización del concepto de progreso al que estamos haciendo referencia. El progresismo dogmático que se articula en derredor de la idea de que resulta imposible detener un progreso que se presenta como imbatible, irrefrenable e imparable, deja al hombre en una posición de indefensión y ajenidad en los procesos históricos que Benjamin no puede menos que confrontar. El sujeto desaparece frente al irrefrenable devenir de un determinismo que rara vez contempla los intereses de ese sujeto o los de la comunidad de los cuales él forma parte. El determinismo como motor del progreso pone en la racionalidad externalizada del hombre una dosis de causalidad en los procesos históricos de la cual no tenemos pruebas. El hombre en tanto sujeto mixturado de voluntad y razón queda anulado como protagonista central en la toma de decisiones libres que lo pueden conducir hacia una u otra variante de progreso. Confiar excesivamente en que los procesos sociales cuentan con algún tipo de inexorabilidad racional semejante a la que conduce los procesos naturales no es más que mantener las más retrógradas concepciones de la teología medieval que ubicaban la acción humana en el terreno de lo aleatorio. Por el contrario todo nos lleva a concluir que cada vez que confiamos en un proceso de racionalización heterónomo a la equilibrada mixtura entre la razón y voluntad del sujeto, este acabó alienado y preso de maquinarias que le hicieron imposible su desarrollo o que directamente le causaron la muerte. Estos momentos en la historia del iluminismo son descriptos por Adorno y Horkheimer como regresivos y lo ejemplifican en su grado extremo en la barbarie nazi que en la tierra de la libertad, el progreso y las oportunidades desató la furia más bestial de una maquinaria racional para provocar la muerte. Dicen sobre estos momentos los mencionados autores: “Si el iluminismo no acoge en sí la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena”.
Ni la racionalidad autónoma de Kant ni la razón universal de los pensadores historicistas del siglo XIX dan cuenta en su totalidad del fenómeno humano como una equilibrada simbiosis de razón, voluntad y esperanza o lo que podemos traducir como instrumento, motor y meta. La razón se corrompe cuando intenta ser más que un instrumento, la voluntad se debilita cuando excede los límites de ser un motor y la esperanza se desvanece cuando cree que es más que una meta.
El triunfo de la modernidad racionalista intentó demonizar, estigmatizar o reprimir todo aquello que pareciera resistir la victoria de la razón.
El proceso de desestigmatizar conceptos como esperanza y voluntad es un largo aprendizaje que nos lleva a entender que la razón no ha sido el eje del desencadenamiento del mundo sino que este fue posible por el nacimiento de un nuevo actor histórico: el sujeto, que condensó en diferentes dosis y diversos momentos a la razón, la esperanza y la voluntad. No llegamos al punto de coincidir con Holderin (el poeta insignia del movimiento romántico alemán) cuando califica de Dios al hombre que sueña y de mendigo al que reflexiona, pero sin duda hay en ese poeta y en el movimiento romántico en general un intento por rescatar todo lo que en el hombre no es razón, reflexión o pensamiento.
El sueño como esperanza ha sido parte integral del verdadero proyecto iluminista que debemos rescatar de la autodestrucción del iluminismo llevada adelante por quienes son incapaces de reconocer una construcción social basada no sólo en la razón científica hubiese producido una sociedad menos represora, menos controladora y más igualitaria.
Es el Sujeto en su completud el heredero de la mejor tradición iluminista, la razón sólo puede arrogarse el derecho a dar una de las explicaciones posibles.
*Rabino egresado del Seminario Rabínico Latinoamericano. Cursó sus estudios de Sociología en la UBA. Es master en Filosofía del Jewis Theological Seminary de Nueva York y cursó estudios de posgrado en “Educación y religiones comparadas” en el Programa Jerusalem Fellows de la Universidad Hebrea de Jerusalén
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