Ricardo V. Canaletti.
En el principio fueron las ordalías o juicios de Dios. Eran pruebas que, especialmente en la Edad Media occidental, se hacían a los acusados para probar su inocencia.
El duelo era un tipo: ofendido y ofensor elegían un representante que luchaba por ellos. El vencedor imponía su derecho.
Hacia el 200 después de Cristo tuvo breve auge una curiosa prueba. El acusado debía comer cierta cantidad de pan y de queso. Los jueces retenían que, si era culpable, Dios enviaría a un ángel para apretarle la garganta y que no pudiera tragar.
La prueba del hierro candente, en cambio, fue un clásico. El acusado debía tomar con sus manos un hierro al rojo por cierto tiempo. A veces debía dar siete pasos. Si se quemaba las manos era culpable.
Hacia el siglo XIII las ordalías comenzaron a ser reemplazadas por sistemas de prueba más complejos. La intervención divina cedió ante la humana, por lo cual las reglas debían ser lo más objetivas posible.
Así nació el principio de que la condena debía fundarse en dos testigos oculares inobjetables. Sólo si el acusado confesaba voluntariamente se lo podía condenar sin recurrir a los dos testigos.
La prueba circunstancial no era admitida porque significaba confiar demasiado en el criterio personal de los jueces. Por más que al sospechoso se lo viera huir de la casa de la víctima y se le encontrara una daga con sangre y el botín, si dos testigos no lo habían visto apuñalar a la víctima, no se lo podía condenar.
Pero entonces el sistema sólo era efectivo en delitos flagrantes o con acusados dispuestos a confesar con lo cual los delitos de autor desconocido o con involucrados no dispuestos a hablar hacía caer todo el mecanismo.
La exigencia de los dos testigos oculares no se podía eludir, pero de aceptar una confesión voluntaria a inducir por la fuerza a confesar había un paso.
El derecho de la tortura surgió para regular este proceso de inducción de confesiones. Sólo se podía torturar a personas con altas probabilidades de resultar culpables. La tortura fue permitida cuando había "semiplena prueba" contra el sospechoso. Semiplena prueba significaba tanto un testigo como prueba circunstancial suficiente. Así, la prohibición contra el uso de prueba circunstancial fue superada.
Los juristas medievales consideraban a la confesión bajo tortura como involuntaria y, por eso, inválida, salvo que el acusado la reiterara sin tortura. Si entonces se retractaba, se lo volvía a torturar. La gente confesaba "voluntariamente" antes de ir a los tormentos por primera vez. Nadie quería poner a prueba su capacidad para soportar el dolor.
La aberración de la tortura sobrevivió por siglos. Hoy, clandestina u oficialmente, se tortura en todo el mundo.
Los métodos ha llegado hasta la aplicación de electricidad. Se le dice "picana" en la Argentina, donde hay una larga y vil historia de torturas aplicadas por policías y dictaduras militares.
La tortura busca quebrar el espíritu y el cuerpo. Se denuncia su uso en comisarías; en cárceles; entre colegas, como el caso que se investiga de policías federales que la habrían aplicado para descubrir a un grupo de colegas que secuestraban, entre ellos a Mauricio Macri en 1991.
La ley argentina prevé de 1 a 5 años en caso de severidades, vejaciones o apremios; de 8 a 25 en caso de tortura; perpetua si la tortura causa la muerte; y de 10 a 25 si provoca lesiones gravísimas.
Vejar es maltratar, molestar, perseguir, perjudicar o hacer padecer. Los mismos verbos marcan que las vejaciones pueden ser físicas o morales y que su fin es castigar, hacer doler.
Apremiar, igual que torturar, es oprimir, apretar, obligar a que se haga algo. Dar una confesión, por ejemplo. ¿Cómo distinguirlos? Hay teóricos que dicen que por la intensidad. ¿Acaso dependerá del voltaje de corriente eléctrica, o del tiempo que se mantengan una bolsa en la cabeza?
Por esta rendija se cuelan todos los torturadores. ¿Por qué? ¿Por qué no hay condenas por torturas? Funcionarios de derechos humanos y de organizaciones no gubernamentales señalan que fiscales y jueces califican los hechos como apremios y no como torturas, lo que les permite conceder excarcelaciones, hacer pocos juicios y pocas condenas, en suspenso.
Esto desvirtúa la respuesta del Poder Judicial, que queda tan comprometido como los acusados en estas historias de torturas. Así, se seguirá torturando.
La tortura y el torturador tienen un aliado de hierro: el miedo, el mismo miedo que hacía que el sospechoso medieval confesara cualquier delito para evitar el dolor. La naturaleza humana no ha cambiado.
Tortura y apremio son gemelos, hasta ríen igual. Así lo cuenta Henry Elleg en el libro de 1963 "Djamila Boupacha", de Giselle Halimi. "A pesar de la electricidad como cien mil aguijones hurgando los nervios... los gritos de angustia y de sufrimiento..., hay torturados que piensan que lo peor de todo es, sin duda, el desprecio y la risa de los torturadores mientras 'trabajan'".
En el principio fueron las ordalías o juicios de Dios. Eran pruebas que, especialmente en la Edad Media occidental, se hacían a los acusados para probar su inocencia.
El duelo era un tipo: ofendido y ofensor elegían un representante que luchaba por ellos. El vencedor imponía su derecho.
Hacia el 200 después de Cristo tuvo breve auge una curiosa prueba. El acusado debía comer cierta cantidad de pan y de queso. Los jueces retenían que, si era culpable, Dios enviaría a un ángel para apretarle la garganta y que no pudiera tragar.
La prueba del hierro candente, en cambio, fue un clásico. El acusado debía tomar con sus manos un hierro al rojo por cierto tiempo. A veces debía dar siete pasos. Si se quemaba las manos era culpable.
Hacia el siglo XIII las ordalías comenzaron a ser reemplazadas por sistemas de prueba más complejos. La intervención divina cedió ante la humana, por lo cual las reglas debían ser lo más objetivas posible.
Así nació el principio de que la condena debía fundarse en dos testigos oculares inobjetables. Sólo si el acusado confesaba voluntariamente se lo podía condenar sin recurrir a los dos testigos.
La prueba circunstancial no era admitida porque significaba confiar demasiado en el criterio personal de los jueces. Por más que al sospechoso se lo viera huir de la casa de la víctima y se le encontrara una daga con sangre y el botín, si dos testigos no lo habían visto apuñalar a la víctima, no se lo podía condenar.
Pero entonces el sistema sólo era efectivo en delitos flagrantes o con acusados dispuestos a confesar con lo cual los delitos de autor desconocido o con involucrados no dispuestos a hablar hacía caer todo el mecanismo.
La exigencia de los dos testigos oculares no se podía eludir, pero de aceptar una confesión voluntaria a inducir por la fuerza a confesar había un paso.
El derecho de la tortura surgió para regular este proceso de inducción de confesiones. Sólo se podía torturar a personas con altas probabilidades de resultar culpables. La tortura fue permitida cuando había "semiplena prueba" contra el sospechoso. Semiplena prueba significaba tanto un testigo como prueba circunstancial suficiente. Así, la prohibición contra el uso de prueba circunstancial fue superada.
Los juristas medievales consideraban a la confesión bajo tortura como involuntaria y, por eso, inválida, salvo que el acusado la reiterara sin tortura. Si entonces se retractaba, se lo volvía a torturar. La gente confesaba "voluntariamente" antes de ir a los tormentos por primera vez. Nadie quería poner a prueba su capacidad para soportar el dolor.
La aberración de la tortura sobrevivió por siglos. Hoy, clandestina u oficialmente, se tortura en todo el mundo.
Los métodos ha llegado hasta la aplicación de electricidad. Se le dice "picana" en la Argentina, donde hay una larga y vil historia de torturas aplicadas por policías y dictaduras militares.
La tortura busca quebrar el espíritu y el cuerpo. Se denuncia su uso en comisarías; en cárceles; entre colegas, como el caso que se investiga de policías federales que la habrían aplicado para descubrir a un grupo de colegas que secuestraban, entre ellos a Mauricio Macri en 1991.
La ley argentina prevé de 1 a 5 años en caso de severidades, vejaciones o apremios; de 8 a 25 en caso de tortura; perpetua si la tortura causa la muerte; y de 10 a 25 si provoca lesiones gravísimas.
Vejar es maltratar, molestar, perseguir, perjudicar o hacer padecer. Los mismos verbos marcan que las vejaciones pueden ser físicas o morales y que su fin es castigar, hacer doler.
Apremiar, igual que torturar, es oprimir, apretar, obligar a que se haga algo. Dar una confesión, por ejemplo. ¿Cómo distinguirlos? Hay teóricos que dicen que por la intensidad. ¿Acaso dependerá del voltaje de corriente eléctrica, o del tiempo que se mantengan una bolsa en la cabeza?
Por esta rendija se cuelan todos los torturadores. ¿Por qué? ¿Por qué no hay condenas por torturas? Funcionarios de derechos humanos y de organizaciones no gubernamentales señalan que fiscales y jueces califican los hechos como apremios y no como torturas, lo que les permite conceder excarcelaciones, hacer pocos juicios y pocas condenas, en suspenso.
Esto desvirtúa la respuesta del Poder Judicial, que queda tan comprometido como los acusados en estas historias de torturas. Así, se seguirá torturando.
La tortura y el torturador tienen un aliado de hierro: el miedo, el mismo miedo que hacía que el sospechoso medieval confesara cualquier delito para evitar el dolor. La naturaleza humana no ha cambiado.
Tortura y apremio son gemelos, hasta ríen igual. Así lo cuenta Henry Elleg en el libro de 1963 "Djamila Boupacha", de Giselle Halimi. "A pesar de la electricidad como cien mil aguijones hurgando los nervios... los gritos de angustia y de sufrimiento..., hay torturados que piensan que lo peor de todo es, sin duda, el desprecio y la risa de los torturadores mientras 'trabajan'".
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