Vendedores, prostitutas y artesanos, los grupos que más deben tributar al fisco policial.
Por Matías Castañeda
Liliana parece ser la dueña de la peatonal, señala cuáles son los pungas que están arreglados con la cana, advierte que son mayormente mujeres, y hasta chicas embarazadas. “Van con sombreros de turista y mapas”, revela. Es artesana y vende sus productos mientras toma mate y convida unos Baltimore. Por la calle Perú pasa un milagroso ciego que en realidad puede ver y quien también tiene que pagar su diezmo con la seccional, igual que los discapacitados reales que están más allá de Rivadavia, por Florida. Es curioso, ahora el ciego falso está conversando con un vendedor de La Solidaria. Se le acerca una chica que tiene 20 años y 5 hijos (¡20 años y 5 hijos!). Se queda a un costado con el cochecito que protege a su bebé. Todos los días los artesanos le dan algunos pesos. Dos de sus nenes, de caraduras y preciosos, se mezclan entre los puesteros y se llevan un agua mineral, un paquete entero de galletitas de salvado y más de un abrazo y un beso de los artesanos. Liliana explica: “Hay que escucharlos para saber qué necesitan. Tratar de encontrar una solución para cada problema. Eso para mí es el peronismo, ¿no?”. La esquina de Perú y Rivadavia es un punto emblemático en la ciudad para los artesanos que tiran una manta y venden sin razón social. Ahí termina una comisaría y empieza otra. La 1ª se extiende por Florida desde Rivadavia hasta la plaza San Martín y a la 2ª le corresponde desde ese punto por Perú hasta San Telmo. No es lo mismo trabajar de un lado que del otro, y los peajes, claro, tampoco son idénticos. Mientras que la 1ª se valoriza en 200 pesos semanales, la 2ª cotiza la manta en 150. Artesanos hay muchos. Cada tanto venden algo. Desde los típicos collares pasando por carteras de cuerina o billeteras con forro de historietas. Liliana cuenta que al principio, con Macri, se la vieron fieras pero que ahora están más anoticiados de sus derechos, y que son generosos con la información. Por ejemplo, saben que según el artículo 83 del Código Contravencional porteño no es infracción “la venta ambulatoria en la vía pública” ni “la de artesanías, y, en general, la venta de mera subsistencia”. No pagan para poder estar ahí, se abona para que no los saquen. Los artesanos no son considerados iguales a los que venden productos bajados de containers llegados desde algún sitio de Oriente. Los primeros tienen derecho a estar con su manta por el hecho de vivir de eso. Igualmente, cada juez se reserva la aplicación de éste articulado según su espíritu ideológico.
Feria americana y lustrabotas.
Los que tienen que pagar el pase sí o sí son los que venden sombreros, chombas Lacoste, mamuschkas, tomates de plástico que explotan y mágicamente vuelven a ser una esfera, dvds, biromes, vcds, anteojos de sol que no te protegen de los rayos ultravioletas, corpiños, termos de aluminio, camisas y lentes que al no ser recetados agudizan el astigmatismo en tiempo récord. Vender cualquier cosa manufacturada en la vía pública es ilegal.Los hombres de Ferias y Mercados del Ministerio de Espacio Público porteño son el mayor enemigo de los puesteros. Éstos denuncian que un empleado del Gobierno de la Ciudad, Miguel Calello, es policía retirado y trabajó durante la última dictadura. Lo acusan de pegarle a las mujeres y es odiado hasta por los mismos oficiales. Un cartel escrito a mano dice textual que Calello amenazó: “Con Macri presidente en vez de 30 mil van a ser 100.000, empezando por ustedes”.“A nosotros, la Policía casi no nos molesta”, cuenta un lustrabotas. Tiene pinta de haber pasado toda su vida desempeñando este oficio, hoy en vías de extinción. Pero no quiere hablar con periodistas. Los odia.
Trapitos al sol.
En San Telmo se puede ver a los llamados trapitos, los acomodacoches, quienes a los gritos se turnan para decidir qué lugar le corresponde a cada auto que quiere estacionar. En la puerta de Mitos Argentinos, casi Plaza Dorrego, están dos hombres y una chica. Se alternan entre agitar el trapo y sentarse en un cordón a esperar su turno. Carlos no está muy predispuesto a conversar. Responde con atendibles evasivas sobre la complicidad policial. Reconoce que el “¿se lo cuido jefe?” se cobra entre cinco y 15 pesos “según el auto y la cara”. Se vuelve para arriar a los gritos un Corsa, se le pone adelante. El dueño ni siquiera quiere estacionar, no se detiene ante los ampulosos movimientos de Carlos, que está en cueros. Su trapito es su remera. Por día “podemos llegar a juntar 70 pesos cada uno”, revela pero cuando agrega, “limpios” deja suponer que habrá algo en negro, otro peaje más de la calle, otra caja chica y van... No es distinto el caso de meretrices y travestis, quienes tienen unas pocas esquinas porteñas liberadas en las que pueden hacer la calle, allende los corralitos asépticos de Palermo. El derecho a pararse oscila entre 200 y 250 pesos semanales.Pero “no hay que confundir a la brigada, que pasa todos los viernes como un relojito a cobrar, con los hombres de escritorio, los azules en jefe, que sin caminarla se llevan la mayor tajada”, apunta Adriana, una de las chicas a quien la vida la obligó a hacer la calle. Ella dice que los oficiales son gente humilde, igual a ellas. No están haciéndose el agosto con los vueltos, muchos viven en la provincia, viajan en tren todos los días y son personas educadas y trabajadoras. Sucede de todo, aunque parezca que todo está normal, para quien camina, pasa y sigue. El lema de la calle parece ser vivir y dejar vivir. Gran lema.
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