Con el asesinato de Carlos Fuentealba, los chicos que iban al CPEM 69 de Neuquén perdieron mucho más que a un profesor. Los que fueron sus alumnos vuelven al aula en la que el docente dio las últimas clases y recuerdan a su profe con lágrimas y sonrisas: sus testimonios dibujan el retrato de un tipo solidario como pocos.
Por Mariana García
Fue uno de los primeros viernes del año. Si el sol no daba tregua en ese mediodía, en el oeste pegaba sin piedad. Ismael pedaleaba su bicicleta por las calles de tierra mientras soñaba con un trabajo. "Cualquier cosa, cargando bolsas, yo no tengo problemas, es sólo para juntar unos mangos ¿vio?" La ecuación trabajo más colegio se le estaba haciendo pesada de sólo pensarla. Encima, ya había repetido primer año. Allá, en el oeste, todo parece más denso, el aire, el polvo, la vida. Y en eso andaba su cabeza cuando se encontró con Carlos Fuentealba: –Ni se le ocurra dejar el colegio –lo retó–. Si quiere le ayudo a conseguir un lugar en la nocturna, pero usted tiene que seguir estudiando.
Siempre trataba de usted a sus alumnos.
–Pero profe, ¿le parece? Con lo que me cuesta...
–Póngase las pilas y déjese de parrandas. Yo lo voy a ayudar
Esa fue la última vez que Ismael lo vio con vida. Tuvo, en rigor, una última oportunidad. Pero pagaría por olvidarla. El profesor agonizaba en una cama de la terapia intensiva del Hospital Castro Rendon. El disparo de un policía le había destrozado la cabeza. Estaba hinchado y le habían rasurado el cabello. "Su pelo... ya no tenía su pelo. Cierro los ojos y lo primero que veo es su sonrisa y los dos mechones que se le caían para adelante." Ismael lo imita con movimientos de galán. Se fascina al recordarlo como si deseara más que nada poder copiar esa elegancia.
Ismael Lignay tiene 15 años y el desparpajo de un adolescente alto que no sabe muy bien qué hacer con su cuerpo: "Lo que más me acuerdo del profesor es que te hablaba. Eso no lo hacen otros profesores. Cuando veía que alguien faltaba, enseguida averiguaba qué estaba pasando. Siempre venía y te preguntaba cómo estabas. Creo que lo que más me gustaba era eso, que te hablaba."
La mañana del 4 de abril, Carlos Fuentealba partió con otros compañeros hacia Arroyito, sobre la ruta que conecta a la capital de la provincia con la cordillera. Los docentes –que llevaban un mes de paro– querían montar un piquete. Fuentealba había tenido cierta militancia gremial y sabía que en Neuquén muchas veces las protestas engendran violencia. No estaba convencido de la utilidad del corte, pero igual fue. Nunca pudo llegar a Arroyito. La represión les ganó de mano. Horas más tarde, su cuerpo se desangraba sobre el pavimento de la ruta 22, la misma donde diez años atrás –en otra protesta docente– fue asesinada de un tiro Teresa Rodríguez, una empleada doméstica que quedó en medio de la represión.
El disparo del sargento José Darío Poblete fue certero. A menos de tres metros apuntó su pistola lanzagases contra el Fiat 147 en el que viajaba el profesor. Preparada para ser disparada a una distancia no menor de sesenta metros, la granada le hizo añicos la cabeza. Fuentealba agonizó durante horas hasta que a las once de la noche del jueves 5 de abril lo desconectaron del respirador.
Ismael fue uno de los últimos en verlo, junto a Maximiliano Villegas y Johana López. Ninguno pudo decir nada. La mente se les quedó en blanco. Maxi sólo atinó a levantar su mano y acariciarle el rostro: "Le pasé la mano y le toqué los ojos y los cachetes. Ya no era él; tenía la carne blandita".
Maxi extiende la mano como si otra vez estuviese en esa sala de terapia intensiva. No llora ni se le entrecorta la voz. Dice que ya lloró bastante y que se cansó de insultar a Jorge Sobisch frente a la gobernación. Pero el gobernador nunca pudo escuchar sus gritos. Tuvo que abandonar el edificio disfrazado de gendarme.
En el Oeste
El CPEM 69 (Centro Provincial de Enseñanza Media) está ubicado en los confines de la capital neuquina, en el oeste, la zona más pobre de la ciudad y donde viven abarrotados dos tercios de la población de la capital. Es igual a todas las escuelas de la provincia, una barraca de ladrillos a la vista y techo de chapa verde. Como todo en el oeste, está construida sobre la barda, una mezcla de arcilla y piedras que forma pequeñas elevaciones sobre un suelo inestable. Allí, todos se habituaron a vivir con una grieta en casa. Allí, en esa escuela que no es un buen destino para casi ningún docente, Fuentealba enseñaba matemática, física y química a los adolescentes del secundario y los adultos de la nocturna. Era uno de los pocos profesores que dejaba que las madres fueran con sus hijos.
Frente a la escuela se amontonan las viviendas más humildes de la Cuenca XV, un barrio que empezó como asentamiento pero en el que poco a poco se fueron levantando casas de material. Por atrás, el CPEM está rodeado de ranchos levantados con troncos y plásticos negros. El año pasado se quemaron quince antes de que alguien pudiera conseguir un poco de agua. La escuela es el último punto adonde llega la luz eléctrica. De ahí parte un tendido de casi un kilómetro desde donde se cuelgan los nuevos vecinos. Después, lo único que queda es barda, viento y polvo. Y también bolsas de basura. Muchas. Porque cuando las casas terminan, lo que empieza es un inmenso basural.
A pocas cuadras de ahí está La Toma Norte, otro asentamiento de casillas de madera. Allí vive Ismael. Este año volverá a cursar primero, como quería Fuentealba: "Yo nunca lloré tanto en mi vida, fue peor que cuando me pega mi viejo, porque bueno... si hay que poner límites, alguna piña te tienen que dar. Cuando se murió el profe fue peor, porque eso me dolió de verdad. Creo que el profe me quería, porque se cagaba de risa con las huevadas que yo le decía".
En la Toma Norte también vive Valeria Reyes. Ella tiene 33 años y dos hijos. Terminó el secundario el año pasado. Cada noche, estudia para auxiliar contable. Por las mañanas trabaja como empleada doméstica. Apenas pueda, se va a inscribir en magisterio. Quiere ser maestra. "Como el profesor. Mi mamá siempre quiso que sea maestra porque ser maestro es como algo importante ¿no?... o al menos tendría que ser así, tendría que ser como un médico."
Valeria se enteró tarde de lo que le había pasado Fuentealba. El cable no llega hasta La Toma Norte y ese día el canal provincial siguió con la transmisión de la novela. De un aparador saca las fotos que le quedaron del profesor. Una, con el resto de los maestros. La otra, con su mejor amiga, Nidia, en la fiesta de graduación. "Me acuerdo que el primer día de clases él nos dijo: Si yo pude estudiar matemática, por qué no lo van a poder hacer ustedes?'. El no sólo valoraba el esfuerzo de que vos vinieras hasta acá, porque hay muchos profesores que dicen: 'Bueno, son pobres se están esforzando, así que con eso basta' y te aprueban aunque no sepas. Pero Carlos no; él quería que aprendieras de verdad. Yo pensaba que mi título valía menos que el de las escuelas del centro, pero Carlos siempre nos decía que no teníamos nada que envidiarles, que éramos tan importantes como los demás."
Carlos Fuentealba no tenía alma de líder. Antes que el centro prefería el costado y si era un poquito más atrás, mejor. No tenía frases grandilocuentes, de ésas a las que después muy pocos saben cómo llenar. Sus palabras eran simples. Sus alumnos nunca supieron de su militancia. Quizá porque no era una de sus prioridades. Quizá porque su militancia pasaba por otro lado.
"Si no había tizas, igual te daba clases. Te explicaba una y otra vez. Nos tenía una paciencia terrible. Más de una vez usaba las horas libres para explicarte lo que no entendías." Lo dice Paula Méndez, la cebadora de su curso. Cebaba amargos para sus compañeros y también para Fuentealba, uno de los pocos profesores que los dejaba tomar mate en horas de clase. El papá de Paula es policía, pero a ella poco le importó cuando el lunes 9 de abril cargó a su hermanito de ocho meses y se fue para el centro a protestar por la muerte del profesor. Fue la mayor marcha en la historia de una provincia que desde hace unas cuatro décadas está en manos del Movimiento Popular Neuquino. Treinta mil personas pidieron justicia y la renuncia de Sobisch. Recordaban que si bien el gobernador bajó a la mitad una desocupación que trepaba al 20 por ciento, en la provincia el empleo público explica a uno de cada tres trabajadores y la pobreza atrapa a más del 40 por ciento de los neuquinos.
Carlos Fuentealba vivía con su mujer, Sandra, y sus dos hijas en la última cuadra asfaltada de la calle Godoy, justo a dos kilómetros de la escuela. En el oeste. Hacía cuatro años que había empezado a dar clases en un secundario en el que un mínimo tropiezo marca el abismo que lleva a la deserción. En la Cuenca XV los tiros por la noche son tan habituales como los chicos que toman cerveza a las diez de la mañana.
Mayra necesitaba aprobar matemática. Pero no había caso; no entendía. El día del examen acudió al único que sabía que la iba a ayudar. Arrugó la hoja y se la escondió debajo del buzo. Pidió permiso para ir al baño y corrió hasta la sala de profesores. "Por favor profe, déle, ayúdeme", le suplicó a Fuentealba.
–Está bien, pero lo hacemos juntos –, le respondió él. El tiempo corría y Mayra empezó a desesperarse. "Al final terminó haciéndome el examen él. Yo escribo medio chueco y hasta los números todos torcidos me hizo para que el otro profesor no se diera cuenta."
El vergonzoso
El año pasado, para la fiesta de la primavera, lo eligieron el Rey de la Escuela, con coronita y coro de chicas que a grito pelado pedían que lo "tiren a la hinchada". Justo a él, que nada lo ruborizaba más que el suspiro de sus alumnas cuando lo veían pasar. Era alto y buen mozo. Sobresalía del resto, pero por otras cosas. Carlos Fuentealba era de esos maestros desconocidos y silenciosos que nos recuerdan por qué, alguna vez, la palabra maestro provocó respeto.
Nidia Real terminó el secundario el año pasado. Tiene 35 años y dos hijos. Ella lo eligió para que le diera el diploma. "Siempre me decía: 'Vos tenés un potencial enorme, tenés que seguir estudiando'. Jamás nadie me dijo algo así. Ni mis hermanos... Ellos se burlaban de mí porque yo empecé a estudiar de grande, pero él no. Siempre te decía que tenías que pelear por tu futuro." Nidia y Valeria hicieron juntas todo el secundario, sentadas una junto a la otra. Nunca pudieron contarle que siguen estudiando.
El CPEM 69 era una de las tres escuelas donde enseñaba Fuentealba. Pero fue allí donde pasaba la mayor parte de su tiempo, donde escuchó sobre mal de amores y peleas adolescentes. Donde tuvo que mediar cuando los chicos tomaron el colegio porque las viandas llegaban podridas y se sumó a las quejas cuando arañas peludas invadían su clase. En una de las carteleras, en un papel escrito a mano, están los horarios para este año: "Martes de 18 a 19.10, Química, Fuentealba". En la pared de enfrente, un afiche con su foto pide justicia.
Maxi tiene seis hermanos y juega en el Deportivo Cuenca. Tiene un hablar dulce y armonioso. La mirada se le pierde entre el paisaje de bolsas de basura que vuelan sobre la barda. Con el viento, muchas terminan enroscadas en el alambrado del colegio. "El siempre nos contaba de cuando trabajaba como albañil y a la noche estudiaba. Era nuestro ejemplo. Para mí era como un padre –solloza Maxi–... Nadie me ha hablado como él. Era una persona decente, eso quiero resaltar: era de-cen-te. Yo no entiendo por qué se pierde una vida así, por un salario de porquería."
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