La elección de Francisco movilizó fibras sensibles y despertó hondas expectativas.
POR MIRANDA LIDA
No es irrelevante la comparación con Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtyla, el primer papa no italiano de la historia contemporánea, que en 1978 asumió en una coyuntura bisagra: su papado coincidió con la crisis del Estado de Bienestar y con el colapso de la Unión Soviética. Marcó época, así como hoy Francisco, el primer papa extraeuropeo, procura igualarlo.
La agonía de la Guerra Fría fue el escenario que enmarcó el pontificado de Wojtyla. En cierto sentido común está latente la idea de que el papa tuvo algo que ver con el colapso de la Unión Soviética. Al desguace del Estado de Bienestar, por otro lado, le respondió con un giro conservador que alejó a la Iglesia de la teología de la liberación. El papa acompañó las transformaciones de su tiempo, sin oponer resistencia.
No puede decirse, sin embargo, que Juan Pablo II fuera su causa directa. Desde la muerte de Stalin en 1953, el bloque comunista sufrió contorsiones intestinas.
Por otra parte, la quiebra del sistema de Bretton Woods en 1971 y la crisis del petróleo de 1973 fueron responsables de la crisis del Estado de Bienestar, de tal manera que tampoco puede achacársele al papa polaco la responsabilidad en este punto.
No se trata de minimizar su responsabilidad, sino de sopesar su significación, desde un punto de vista histórico.
Por contraste, ¿qué rol histórico podrá caberle a Francisco?
Se ha dicho que muchos de sus gestos han sido revolucionarios, al menos para una institución tan apegada a seculares tradiciones como la Iglesia Católica: el lavado de pies de dos mujeres, una de ellas musulmana, en Jueves Santo; la oración ante la tumba de Juan Pablo II; la renuncia a los más lujosos ornamentos sagrados; las primeras medidas para reformar la curia vaticana ... Son pasos importantes, pero queda una deuda pendiente con la humanidad y con la historia contemporánea: para sanear la imagen del papado es imprescindible abrir los archivos del Vaticano de los tiempos del Holocausto.
Quizás una de las razones de por qué Francisco llama tan poderosamente la atención, incluso de no católicos, resida en eldesprestigio de las elites gobernantes. En América latina, es moneda corriente el descrédito de las élites políticas, acosadas por denuncias de corrupción. En Europa, el deterioro de la imagen de las monarquías, asediadas por sonados escándalos, apenas se vio compensado por una cierta apertura a introducir personas de origen plebeyo en las viejas dinastías.
El papado, la monarquía europea más antigua, más cerca de una monarquía feudal que moderna, tomó la iniciativa y se dispuso a jugar aquí su carta más fuerte.
A falta de reyes o políticos virtuosos, el Papa del fin del mundo vino a revitalizar en el hombre común la esperanza de que puedan surgir en el mundo líderes honrados que merezcan la confianza de los pueblos. Quizás aquí se encuentre la clave para entender por qué Francisco motorizó expectativas que rayan en la desmesura. Y en la Argentina, la ola de esperanza llevó a henchir de savia la vena nacionalista: la bandera argentina flamea a sus anchas en la plaza de San Pedro.
Sin embargo, las expectativas corren el riesgo de desinflarse si no van acompañadas de hondos cambios en la política, en la economía y en la sociedad. Tarea titánica, si la hay.
Fuente: Clarin
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