lunes, 15 de julio de 2013

LA IGLESIA Y LA VOZ DEL PROFETA

La voz del profeta Amós resuena desde el fondo milenario de la historia para recordarnos la continuidad, entre nosotros, de la injusticia y de la desigualdad. Su voz es potente y ruge contra quienes pisotean al pobre, contra aquellos que sólo buscan su propio beneficio sin importarles nada de los otros.
 
Por Ricardo Forster
 
 
Es la voz de un escándalo no resuelto desde aquellos días bíblicos; pero también es la voz, y no sólo la de Amós (también está la de Isaías y la de todos aquellos rebeldes que a lo largo de la historia dijeron no a la pobreza, a la opresión y a la desigualdad), para recordarnos la continua violencia que se ejerce sobre los desposeídos. Son las voces de Espartaco, de Thomas Münzer y de Tupac Amaru alzando a los esclavos contra sus amos, a los campesinos contra los señores feudales y a los pueblos indígenas contra el español. Son las voces quebradas de obispos y sacerdotes de una Iglesia, que no parece ser la actual, que eligió, yendo a contracorriente de las jerarquías, el camino de los pobres y de su liberación y que pagó con sus vidas el intento de regresar al mandato de la pobreza voluntaria, de la distribución de los panes y de la opción política por los olvidados de la tierra. Una Iglesia, la que les dio la espalda, que, salvando honrosas excepciones, ha transformado en retórica vacía aquel reclamo de justicia.
Su opción, la que recorre los siglos de una historia de oscuridades, dogmatismos, persecuciones, crímenes, opacidades y engaños, ha sido, casi siempre y hasta ahora, la de los poderosos del mundo. Mientras apeló a las enseñanzas de Jesús, mientras dijo hablar en nombre de los “pobres de espíritu” e impulsada por la teología que emana del Sermón de la Montaña, mientras recordó a los esenios y a sus comunidades de iguales que proyectarían su ejemplo sobre las primeras comunidades evangélicas que también decidieron abandonar los bienes de este mundo y compartir el pan con sus hermanos, mientras santificó la vida y la palabra de Francisco de Asís, construyó, con paciencia y astucia, el edificio de un poder asociado a los peores poderes terrenales, el de príncipes y reyes, el de dictadores y explotadores, el de inquisidores y cazadores de brujas. En y a través del lenguaje, la Iglesia buscó desplazar la cruda realidad de un mundo injusto y desigual por el placebo de una beatitud prometida para quienes viviesen una vida sin pecado y obedeciendo las enseñazas y los mandatos de sus guías espirituales; con las artes discursivas y oratorias refinadas por siglos de experiencia y de ejercicio del poder, de una palabra capaz de ofrecerse como heredera y exponente de todas las virtudes, no hizo otra cosa que apuntalar la eterna postergación de la justicia en este mundo y en cada uno de los tiempos que la vieron dominar y transmutar en su propio beneficio la herencia salvífica. Sus instrumentos han sido, desde los tiempos de la definitiva unificación del legado de Pablo, la persistente actualización del sufrimiento de Cristo, la promesa de la salvación más allá de la historia, la solidificación de la Iglesia de Roma como columna vertebral y garantía de la promesa y la reproducción, a escala planetaria, de una casta burocrática dueña de la verdad última y de todas sus interpretaciones.

No hace falta recorrer con lupa el Antiguo Testamento, ni tampoco los Evangelios ni los hechos de los apóstoles, para encontrar muchas citas como la del profeta Amós en la que lo verdaderamente escandaloso es que unos pocos se queden con toda la riqueza mientras los innumerables de la historia siguen padeciendo hambre e injusticia. Para el profeta la violencia viene de aquellos que quieren “suprimir a los humildes de la tierra”, aquellos que sólo piensan en su interés y que no cejan en lograrlo aunque sea a costa del engaño, la humillación y el sometimiento. Porque “suprimir a los humildes” no significa, en el texto de Amós y como anatema crítico de los abusadores de ayer y de hoy, ir hacia un mundo mejor e igualitario sino, por el contrario, impedir precisamente que esa ensoñación utópica se vuelva realidad manteniendo, como una realidad natural inmodificable, la existencia de los pobres. Es la crónica de una historia demasiado conocida que, sin embargo, ya no parece tener la misma significación para los actuales lectores de la Biblia, en especial si responden a la visión dominante en la Iglesia y en otros espacios surcados por el poder y por las nuevas formas del sentido común. Otro, seguramente, fue el Libro que leyeron el obispo Angelelli o el obispo Romero y que les impidió bajo la forma de un sentimiento irrenunciable, como no sucedió con la mayoría de sus colegas en la jerarquía eclesiástica, sentarse a la mesa de los dueños de las riquezas y traicionar el mandato del crucificado; otro, sin dudas, fue el Evangelio de los sacerdotes palotinos, de Carlos Mugica y de los sacerdotes jesuitas asesinados en El Salvador mientras encarnaban, en las tierras calcinadas por la opresión y la injusticia, las enseñanzas de la teología para la liberación o simplemente no podían sino denunciar la barbarie dictatorial y fascista. Una Iglesia, en todo caso, que mientras respondió a las enseñazas y ejemplos de las primeras comunidades, esas ecclesias de los creyentes que no sabían aún de poder y riquezas ni imaginaban que en un futuro habría príncipes y reyes habitando en la casa del Señor, siguió buscando el camino de la salvación muy lejos del pacto con los poderes establecidos en la Roma del César. Esa Iglesia de los mártires que, con el paso de los siglos, se convertiría en un recuerdo vago para dejar su lugar a la Iglesia de los emperadores y los reyes de este mundo. Una Iglesia, en todo caso, de la definitiva postergación de la llegada “del reino de los justos”.

Lo que escandaliza al profeta es la opresión. Al papa Benedicto XVI –ahora retirado después de comprobar la inutilidad de todos sus “esfuerzos” por sanear la podredumbre del Vaticano y de una parte no menor de sus cardenales que no dejaron de cometer todo tipo de tropelías en nombre de Jesús–, como si se expresara en espejo, es decir, invirtiendo los términos, lo que le resulta un “escándalo es la pobreza”, ella sola, como caída del cielo, eterna, inmodificable y deudora solo y apenas de la misericordia y de la caridad que no sabe de ideologías ni de críticas a un orden económico-social causante de esa misma pobreza a la que se acaba naturalizando. Ni una palabra, por parte de quien conoce muy bien el peso de las palabras, la potencia de una retórica que se ha probado a lo largo de los siglos, que pueda relacionar la pobreza con la injusticia, la pobreza con la desigualdad y, mucho menos, la pobreza con un sistema económico que no hace más que perpetuarla y reproducirla exponencialmente mientras sigue generando un proceso de concentración de la riqueza como nunca antes conoció la humanidad (ni siquiera en los días de los profetas ni en los de Jesús, ni en la época medieval, tiempo de señores feudales y de siervos de la gleba, en la que la Iglesia Católica alcanzó la cima de su poderío). Rituales de la condena que se vuelven rituales vacíos, fórmulas que apenas si sirven para aliviar las conciencias de quienes se ocupan de multiplicar las condiciones económico-sociales causantes de esa misma pobreza de la que se escandalizan.

Queda siempre el expediente de la filantropía como instrumento para ganarse un lugar el día de la salvación de las almas caritativas. En todo caso, queda claro que la renuncia del Papa alemán no se debió al “escándalo de la pobreza”, al horror sentido ante la injusticia del capitalismo y ante la multiplicación de la desigualdad. Su renuncia nace de comprobar, como diría el viejo Lutero, otro sacerdote proveniente de las tierras germanas, que Roma se ha “convertido en un lupanar”, que la “meretriz de Babilonia vive entre sus muros” y que “la corrupción ha llegado hasta sus huesos”. Es un horror “moral” el que atribuló a Benedicto XVI: el horror de los curas y obispos pedófilos sumado a la corrupción económica del celestial banco vaticano y sus turbios manejos financieros asociados, así dicen las malas lenguas, con la mafia y el lavado de dinero. Lejos de cualquier “horror” anticapitalista o, al menos, antineoliberal, el renunciante ex inquisidor, espada de la limpieza de todo resabio reformista en el seno de la Iglesia proveniente del ya fantasmagórico Concilio Vaticano II en el que se trazaron las quiméricas reformas progresistas impulsadas por Juan XXIII, simplemente declaró sentirse abrumado y con debilidad de espíritu para llevar adelante otra limpieza, más purificadora y menos ideologizada. ¿Será el Papa Francisco el timonel de un nuevo tiempo de purificación de una institución al borde de la ruina moral y económica? ¿Por eso tuvieron que ir a buscarlo “al fin del mundo”? ¿Será posible que, como cada cierta época medida por su peculiar temporalidad, la Iglesia Católica esté ofreciendo al mundo un nuevo giro indispensable para permanecer a la espera de la definitiva llegada de Jesucristo y, de paso, para garantizar su continuidad? ¿O se prepara, una vez más y siguiendo las enseñanzas del “Gran inquisidor” dostoievskiano, para retrasar por los siglos de los siglos ese advenimiento salvador?

“La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo” (Karl Marx, 1843). Es este un texto demasiado citado y poco comprendido de un filósofo profundamente anticlerical, de alguien que dejó, para la posteridad, una frase lapidaria que, por lo general, se suele citar sin su comienzo. Y, precisamente, en lo “olvidado”, en aquello casi nunca recordado, late la comprensión esencial que Marx tuvo respecto de la religión como “el suspiro de la criatura oprimida”; digo, una comprensión que muchos agnósticos, izquierdistas y progresistas no suelen tener a la hora de buscar comprender lo que ha significado y sigue significando para los más pobres la ensoñación redencional. Un antiguo prejuicio ha impedido penetrar en la compleja trama de la religiosidad popular y, como deudora de eso, lo único que ha quedado de la reflexión del autor de El capital es su última frase que nos recuerda la relación entre el opio y la religión.
Hoy más que nunca, cuando algo insospechado y hasta desmesurado nos ha ocurrido como argentinos, nada más y nada menos que la elección de un Papa porteño, es cuando tenemos que eludir las tentaciones simplificadoras, las frases hechas y las fórmulas indiscutibles. Hay algo que desborda lo esperable en la transformación de Jorge Bergoglio en el Papa Francisco. Como aquella vieja doctrina medieval del doble cuerpo del soberano, tan bien estudiada por el historiador Ernst Kantorowicz, ahora ya se trata del vínculo más arduo y complejo entre el corpus rerum (la corporalidad individual que incluso incluye al Jesús hombre que ama, come, es traicionado y muere, igual que al Bergoglio hincha de San Lorenzo, nacido en el barrio de Flores, olvidadizo de acciones y omisiones durante los años de la dictadura, hábil político formado en la tradición jesuítica, joven cercano a Guardia de Hierro y con simpatías peronistas de derecha), y el corpus mysticum (el cuerpo colectivo, en este caso, el de la Iglesia que hace de la figura de Francisco su punto neurálgico, su centro excluyente abriendo una metamorfosis sin retorno que no anula a Jorge Bergoglio pero que lo supedita a su nueva condición). Dicho de una manera más sencilla: Bergoglio ya no es Bergoglio o, al menos, su dimensión visible asume el carácter del corpus mysticum como padre de la Iglesia de Roma. Y esto, sumado al tremendo espectáculo mediático que lo coloca en el centro de la escena, se regodea en cada gesto del Pontífice como sólo lo sabe hacer esa alianza de industria del espectáculo y simbólica católica (de la que el argentino es un maestro), y le va otorgando cualidades superlativas que pasarían desapercibidas en el resto de los mortales pero que en él se vuelven excepcionales (austeridad, humildad, simpleza, amabilidad, espontaneidad, sencillez al hablarle al otro, etcétera), nos obliga a ir más allá del corpus rerum para intentar descifrar lo que se guarda y se esconde en la decisión del colegio cardenalicio que, por primera vez en la historia, optó por encumbrar a un latinoamericano al trono de Pedro. Y, como no puede ser de otro modo, a la religiosidad popular, “al suspiro de la criatura oprimida”, no le da lo mismo Bergoglio que Francisco. La ilusión desborda la realidad y los antecedentes, tanto del recién nombrado Papa, como de la misma Iglesia que está atravesando una profunda y decisiva crisis de credibilidad y de reconocimiento por quienes son testigos de su degradación moral y carnal. Francisco, un nombre demasiado cargado de significación, es el llamado a rescatarla de sus extravíos. Pero, para poder hacerlo, tiene que dejar de ser el Bergoglio portador de un cuerpo pecaminoso y manchado transmutándose en el cuerpo que vuelve a llevar la cruz de Cristo para salvar a la Iglesia de sus errores y pecados. “¡Cómo me gustaría ver una Iglesia pobre y para los pobres!”, sintetiza, como frase, la habilidad de un gran prestidigitador que ha logrado ocupar el centro de la escena mundial y que, si quiere concretar ese deseo, tendrá que ir contra la propia historia de su Iglesia que, allá lejos y en el comienzo, cuando acabó pactando con el César, se alejó de los pobres y de la santidad de la pobreza. Sería un milagro.

Es conocida, también, la segunda parte del texto de Marx antes citado: “Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real. La exigencia de renunciar a las ilusiones sobre su condición es la exigencia de renunciar a una condición que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, por lo tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo lo constituye la religión”. Es esta conclusión deudora, quizás, de otra gran ilusión, esta vez propia de la modernidad, aquella que supone que, siguiendo los caminos de la razón crítica, finalmente los seres humanos, en este caso los oprimidos, lograrán liberarse de esa “felicidad ilusoria” superando, ahora sí, toda necesidad de ilusión. En todo caso, la religión, la creencia y la fe han demostrado que son algo más que fantasía e ilusión del mismo modo que su supuesta antagonista, la razón autónoma, no ha podido avanzar hacia la emancipación. Bergoglio, que ahora es Francisco, sabe que mientras siga existiendo “el valle de lágrimas” seguirá funcionando la máquina de crear ilusiones. Y sus críticos también tendrán que comprender que sin ellas la vida es triste, seca, dolorosa y muy difícil de ser vivida por los que sólo tienen, junto con su pobreza, un puñado de ilusiones.
 
Fuente: Revista Veintitrés.

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