Eran del Centro Editor de América Latina, que había logrado calidad y masividad. El lugar quedó marcado.
Por Julieta Roffo.
"Necesito que me saquen una foto para mostrarle a la patrona porque no me creyó cuando le dije qué iba hacer”. Eso dijo un policía, el 26 de junio de 1980, en un baldío de la calle General Ferré, Sarandí.
Era un oficial que, por orden de un juez, prendería fuego en ese terreno a un millón y medio de libros trasladados desde el depósito del Centro Editor de América Latina (CEAL), a seis cuadras de ahí, en el partido de Avellaneda. La frase se la dijo a Ricardo Figueiras, fotógrafo del CEAL. Y Amanda Toubes, editora y testigo de la quema, no se la olvida. Por eso la repitió ayer, treinta y tres años después, en el acto en el que se inauguró una placa conmemorativa allí donde la última dictadura militar hizo desaparecer 24 toneladas de libros.
El acto fue organizado por el colectivo cultural “La Grieta” de La Plata. Toubes llegó con otros compañeros del CEAL que estuvieron con ella a la hora de correr el pañuelo de la flamante placa en el paredón de lo que en 1980 era un potrero y ahora es una fábrica de tambores industriales.
“Ese 26 de junio fue un día plomizo. Acompañé a Ricardo Figueiras porque el juez dispuso que hubiera testigos y él vino a sacar fotos, yo fui su asistente mientras él documentaba nuestra propia mudez”, recordó Toubes, hoy docente en la carrera de Educación de la UBA. Desde las fábricas de la zona, sostuvo, se escuchaba un solo grito: “¡Se queman libros!”.
En la pira se apilaba, desprolijo, el trabajo de días y noches de muchos de los que integraron esa usina de cultura de excelencia y a precios muy accesibles que fue el CEAL como continuación ideológica de la gestión de su director, Boris Spivacow, en la editorial universitaria Eudeba. “El Centro Editor era una locura de trabajo, de pasión, hubo muchas risas y muchos llantos, tantos como hubo en la Argentina en los días de represión”, reconstruyó Toubes, que por aquellos años dirigía la Nueva Enciclopedia Mundo Joven que publicaba el CEAL. Para ella, la editorial dirigida por Spivacow “no era demagógica, sino un verdadero acercamiento del libro a los kioscos de los sectores barriales”. El lema del sello, “Más libros para más”, resumía ese espíritu. Ahora la placa replica ese lema.
Toubes tampoco se olvida de cómo se vivió la quema en la editorial: “Graciela Cabal –que en el CEAL editó Jacinto, un libro infantil que marcó a varias generaciones– lloraba como nunca he visto llorar a nadie cuando le dije que uno de los fascículos de la Enciclopedia, con un principito en la tapa, se resistía al incendio. Y yo le decía que mientras quemaban libros también quemaban gente, que los libros podían volver a hacerse”.
Gabriela Pesclevi, coordinadora del área de Literatura de “La Grieta”, subrayó la importancia de poner los libros que fueron quemados y prohibidos durante la última dictadura “en manos de la cosa pública”. Por eso, en dos mesas atravesadas por irónicas cintas de “Peligro”, se expusieron varios títulos infantiles y juveniles censurados, como Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann, y La torre de cubos, de Laura Devetach. Acompañaban a clásicos del CEAL como Nicolodo viaja al País de la Cocina, de Graciela Montes, ícono de la recordada colección “Los Cuentos del Chiribitil”.
Montag, el bombero inventado por Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451, incendiaba libros por orden del gobierno. Pero como a veces la realidad supera a la ficción, “la patrona” del policía aquel necesitó una prueba inapelable de que la orden de incendio era cierta. En algunos terrenos, donde hubo fuego, ahora hay placas que hacen memoria. Y donde el día fue gris, sale el sol.
Fuente: Clarín.
No hay comentarios:
Publicar un comentario