Sebastian Pereyra, sociólogo y escritor. En su último libro analiza por qué se evalúa moralmente a políticos y funcionarios. La corrupción como problema global y el empobrecimiento del debate.
Por Raquel Roberti.
Habla con entusiasmo, se nota que a pesar de haber investigado durante años la relación entre política y corrupción no considera que el tema se haya agotado. Graduado en Ciencia Política por la UBA y doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS-París), investigador del Conicet y profesor de Teoría Social del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), Sebastián Pereyra analizó –para su libro Política y transparencia. La corrupción como problema público (Siglo XXI)– por qué la corrupción adquirió una centralidad inédita como problema público, por qué aumentan los escándalos, crecen los movimientos anticorrupción y cómo se modificaron los estándares de evaluación de la política.
–¿A qué estándares se refiere?
–Al modo en que se discute, los criterios con los cuales se enjuicia la actividad política, el origen y el modo en que se impusieron en los debates en la Argentina, en los países de la región y en los europeos. A fines de los ’80 y principios de los ’90 se dieron algunos procesos que transformaron esos criterios.
–¿Cuáles fueron esos procesos?
–Hubo tres fundamentales. El surgimiento de movimientos o coaliciones anticorrupción, nuevos actores que trabajaron sobre la denuncia de la corrupción como problema, en general organizaciones de la sociedad civil. El progresivo espacio que ocuparon los escándalos en la vida política de las sociedades democráticas, que se instalaron como modo recurrente del debate. Y en tercer lugar, el modo en que la propia política tomó la corrupción para hacer campaña y desarrollar políticas públicas. Son tres procesos que van en paralelo pero que se potencian entre sí, y permiten entender cómo se define la corrupción y por qué los ciudadanos hablan de corrupción para señalar la distancia que sienten con la actividad política.
–¿Cuáles son los criterios actuales para juzgar la actividad política?
–Se utiliza la evaluación moral de los políticos o funcionarios como personas. La discusión política se da en términos personales: tal es una mala persona. Esa forma de evaluar corresponde a otro ámbito, la política está vinculada con formas de funcionamiento mediadas por distintas instancias. Hoy nos parece natural pero es raro que se evalúe en términos de conducta, sobre todo porque hay una larga discusión de teoría y filosofía política que en la modernidad diferencia lo específico del funcionamiento de la política de aquello que se relaciona con la moral. Sin embargo, la mayor parte de lo que se produjo en los últimos años sobre el tema viene de áreas como Derecho y Economía.
–¿Por qué?
–Porque aparecen como críticas profesionales de la actividad. El argumento de que la política interviene y distorsiona la economía es una crítica de ese mundo profesional. Del derecho también, la cuestión de legalidad o no generó un distanciamiento.
–Esas posturas también implican un pensamiento político…
–En los ’90 sobre todo, la crítica formulada en términos de corrupción siempre fue paradójica. Abogados, periodistas, políticos intervenían políticamente pero definiéndose fuera de la política. Se veía en las coaliciones políticas centradas en la corrupción, por ejemplo en una de centroderecha ligada a Domingo Cavallo, uno de los primeros que movilizó las discusiones incluso desde el gobierno, y luego el Frepaso. Eran actores políticos que hacían campaña diciendo que venían a renovar la política y que ellos no formaban parte de la política. En general, esas críticas se volvieron contra ellos mismos, fueran expertos, periodistas o políticos, y después de 2001 se les hizo muy difícil sostener esa posición. Ahora creemos que los escándalos surgieron contra el menemismo, pero en realidad la crítica de la política y del Estado en términos de corrupción apareció en el seno de ese movimiento.
–Que la usó para devastar el Estado…
–Y va incluso hacia una desconfianza en la intervención estatal; en esa mirada sobre comportamiento moral hay también una crítica a la intervención estatal…
–Que le sirve al liberalismo…
–Sí, tiene una afinidad muy fuerte con el neoliberalismo. Evaluar la política a través de comportamientos individuales supone una cierta afinidad ideológica, porque para esa mirada no hay actores económicos, estructuras de orden político ni tradiciones ideológicas, hay gente que está en determinadas posiciones y se porta bien o mal. No es casual que esta mirada haya crecido cuando se perdieron ciertos discursos y tradiciones ideológicas. La corrupción como problema global ocupa el lugar de lo que antes eran las distancias ideológicas, las convicciones. Se discuten cosas que tienen poco que ver con el funcionamiento de la política. Cuando uno mira el trabajo de quienes se transformaron en expertos no hay mediciones como sí las hay en desempleo, por ejemplo. La corrupción es un fenómeno tomado como evidente y sobre el cual se dice que aumenta pero no hay otro elemento salvo la percepción. Que hay más percepción es evidente, pero ¿eso significa que hay más corrupción?
–Sucede lo mismo con la inseguridad…
–Salvo que hay otro mediador, los escándalos. Tomamos un escándalo como sinónimo de un hecho de corrupción, porque desde principios de los ’90 funcionaron como documentación del aumento de corrupción. Pero los escándalos están vinculados a otros elementos y mantienen una distancia con los hechos concretos. En la Justicia rara vez un escándalo se convierte en un caso. Las encuestas preguntan por un lado si hay más corrupción y cerca del 90 por ciento de la población contesta que sí. Pero cuando se pregunta sobre la relación directa con hechos de corrupción, las respuestas afirmativas son del 14 por ciento. Sin embargo, la percepción de que la corrupción es lo que define la actividad política es mayoritaria.
–¿Por qué está tan exacerbada?
–Creo que influyó mucho que actores políticos sostuvieron el discurso de la corrupción de manera casi constante y, además, desde el mismo gobierno. Si un gobierno dice que la cultura de la corrupción reemplazó la cultura del trabajo, como decía Menem en la campaña del ’89, y después resulta que los opositores dicen que el propio gobierno forma parte de ese problema, sin duda hay acuerdo en que la corrupción existe. Ahí se generó esta idea de evidencia de prácticas corruptas.
–¿Por eso no hay discusión ideológica?
–Está el discurso y contenido ideológico por un lado, y por otro cómo está sostenido en determinadas prácticas políticas. La primera mitad de la década corrió la política de los medios de comunicación, donde estuvo en los ’90, y fue muy interesante. Pero desde la crisis del campo hubo una vuelta a la centralidad de los medios como escenario del debate político. Para que la política no se discuta en la tele hay que correr el eje, porque si el Gobierno tiene como principal opositor a un multimedios, le está dando centralidad. Hay que preguntarse qué pasa con la discusión política cuando tiende a acotarse a la corrupción. Me da la sensación de que es un callejón sin salida, no hay político que pase la evaluación individual y personal del ciudadano en términos de moral. Eso empobrece el debate. La antítesis es evaluar un sistema, un conjunto de prácticas ordenadas de manera regular. La política es el reino de las consecuencias más que de las intenciones.
Fuente: Revista Veintitrés.
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