Anticipo de Ramón L. Falcón, de Christian Petralito. Aparece una biografía del jefe policial que ordenó las grandes masacres en las protestas obreras del temprano siglo XX.
Por Christian Petralito
La masacre de la Plaza Lorea había quedado en las retinas de Simón Radowitzky. Sabía que el principal culpable de este sangriento hecho y tantos otros en contra de los obreros era el jefe de la Policía, Ramón Falcón, y desde ese 1° de mayo de 1909 el anarquista Radowitzky se juró vengar a sus compañeros.
El primer paso fue localizar la vivienda de Falcón. Luego de una marcha de repudio que se llevó a cabo en Buenos Aires en protesta por el asesinato de Francisco Ferrer Guardia, en España, y que el jefe policial vigiló constantemente, Falcón se dirigió a su casa. Radowitzky lo siguió hasta su destino: pleno barrio de Recoleta de la Capital Federal.
El acto siguiente fue idear un plan y la forma de ejecutarlo. En los ratos libres de su trabajo en los talleres Zamboni, el ruso anarquista preparó una bomba casera: tenía su propia caja de herramientas y con la ayuda del diario La Protesta, que había publicado en sus páginas los pasos a seguir para el armado del explosivo, pudo lograr en tan sólo tres días el artefacto deseado. Estaba compuesto por una caja de hierro del eje de un coche, y en su interior dinamita en abundancia, mezclada con ácido que había comprado en una farmacia.
El 8 de noviembre Radowitzky renunció a su empleo y dedicó los cinco días siguientes a vigilar los movimientos de Falcón para no fallar en su accionar. El 13 del mismo mes llevó su bomba casera al baúl personal que tenía en el cuarto del conventillo que habitaba.
El calor ya se sentía en Buenos Aires; era casi la mitad de noviembre de aquel 1909 y las protestas sociales iban aumentando al ritmo de la temperatura del pronto verano. Radowitzky se vistió como para la ocasión: pantalón negro, camisa lila, corbata verde, chaleco, saco azul marino y botines de becerro. De su baúl extrajo la bomba sin que ningún compañero de la habitación notara nada extraño. Lo último que hizo dentro de esas cuatro paredes fue tomar sus dos revólveres, cargarlos y colocárselos en la cintura.
Al llegar a la zona de la vivienda de Falcón, el anarquista compró en un puesto el diario La Argentina, y a través de este matutino se enteró de que el comisario Antonio Ballvé, director de la cárcel de la penitenciaría, había muerto, y su entierro sería ese mediodía en el cementerio de la Recoleta. La presencia del jefe de la policía en el acto estaba confirmada.
Al mediodía del día 14, el anarquista Simón Radowitzky esperó agazapado en las inmediaciones del cementerio de la Recoleta la salida del coche Milord. Una vez que lo vislumbró y confirmó que en su interior iba el jefe de la policía Ramón Falcón, corrió hacia el carruaje y sin dudarlo arrojó un paquete que fue a parar justo entre las piernas de su víctima. El acto no dio lugar a ninguna reacción: a escasos segundos la bomba hizo su explosión y tanto Falcón como su secretario, Juan Lartigau, de veinte años, quien iba como acompañante del conductor, fueron despedidos y sus piernas destrozadas. Ni siquiera el carruaje de la custodia que iba detrás con un chofer y un ordenanza del Ministerio de Guerra tuvieron tiempo de impedirlo.
El jefe policial no perdió el conocimiento, y al ver semejante situación, dio su última orden: que lo atendieran a Lartigau. Al llegar los primeros curiosos, mientras trataban de vendarles las piernas para que no se desangrasen, Falcón intentó tranquilizarlos y les dijo: “¡Qué le vamos a hacer! ¡Son gajes del oficio! No es nada. ¿Hubo más heridos?”. El primero en llegar a su socorro fue el comisario Eloy Udabe, jefe de la comisaría 15°. Y fue Udabe a quien Falcón le entregó en ese momento su revólver, su reloj de oro y su medalla de jefe de la repartición.
Pasado algunos minutos, los curiosos se iban acercando al lugar, entre ellos el ex jefe de la policía, doctor Francisco Beazley, y dos ministros de la Nación, Ezequiel Ramos Mejía y Manuel M. de Iriondo, de Obras Públicas y Agricultura y Hacienda, respectivamente. El cuadro de situación era el de Falcón desangrándose, pero éste se negó rotundamente ser trasladado a una clínica privada: pidió, por su condición de soldado, ser llevado a una asistencia pública. Así fue como Lartigau, ya sin conocimiento, fue llevado al Hospital Castro y Falcón al Hospital Fernández. Mientras esperaron al servicio de emergencias, a Falcón debieron practicarle un torniquete en la pierna izquierda ya que el sangrado no cesaba. Ya en la ambulancia le reemplazaron el torniquete y le aplicaron dos ampollas de éter sulfúrico y dos de cafeína.
Al llegar al hospital fue atendido por el doctor Francisco Lloret, quien le realizó un reconocimiento de las heridas. En consecuencia, Lloret junto a un cuerpo de médicos decidieron la amputación de la pierna izquierda. Pero el pulso del jefe de policía iba en disminución, y a pesar de los múltiples intentos de los médicos, Ramón Falcón encontró la muerte a las 14:30 horas. (…) La bomba había hecho su trabajo a la perfección.
Monseñor José Américo Orzani pronunció las palabras en la extremaunción y, según el diario La Prensa, Falcón, consciente de su deceso, expresó en el lecho sus últimas palabras: “Exprésenle al presidente de la República que puede estar tranquilo. Hay hombres en la policía capaces de mantener el orden”.
Por su parte, Lartigau, a quien también debieron amputarle una pierna –la derecha– encontró su muerte recién a las ocho de la noche.
Luego de ver que su accionar había salido como lo planeado, Radowitzky comenzó a correr por la calle Callao en dirección al bajo porteño. No iba solo: José Fornes, conductor del remisse que seguía al coche Milord en el momento del atentado; Zoilo Agüero, chofer del ministro de Guerra Rafael Aguirre; Enrique Minlles y Benigno Guzman, agentes de la comisaría 15° y varios civiles fueron tras él, y después de una intensa persecución lo arrinconaron en una obra en construcción. Sin salida, el anarquista decidió sacar uno de sus revólveres del costado de su pantalón y al grito de “¡Viva la anarquía!”, se disparó sobre la tetilla izquierda. Cuando su cuerpo tocó el suelo, quienes lo habían acechado se abalanzaron sobre él pero apareció en escena el comisario Mariano T. Vila y ordenó llevarlo en un coche de plaza al Hospital Fernández. En el nosocomio el médico de guardia le diagnosticó heridas leves en el pecho y, tras ser vendado, lo trasladaron a la comisaría 15°, a unas cuadras del lugar del atentado.
Al revisarlo, no sólo le encontraron el revólver que había utilizado sino que también llevaba una pistola Mauser cargada, un cinto charolado que contenía en su bolsillo 43 balas para el arma que utilizó y tres cargadores con siete balas para la restante. Previamente, cuando casi lo lincharon los vecinos, Radowitzky le susurró al oído al agente Guzman, uno de sus perseguidores: “Hay muchas bombas para cada uno de ustedes”. (…) A pesar de estar recuperándose, fue salvajemente torturado en interrogatorios dentro de la unidad policial.
(…) Las fuerzas de seguridad se juraron vengar la muerte de uno de sus líderes y el presidente José Figueroa Alcorta, sus ministros y los altos mandos militares resolvieron de inmediato ser custodiados por temor a un nuevo atentado. El cargo acéfalo de jefe de Policía fue ocupado interinamente, hasta el 17 de noviembre, por José María Oyuela. Luego asumió el coronel Luis J. Dellepiane, quien continuó la línea represiva a “extranjeros peligrosos” iniciada por el ya fallecido Falcón.
Algunos de sus contemporáneos y acérrimos defensores hicieron de Falcón una figura de culto, incluso le han dado los honores de prócer. En recuerdo al fallecido jefe de policía se cambió el 16 de noviembre de 1909, por ordenanza del Consejo Deliberante, el nombre de la hasta ese momento calle Unión por la de Ramón L. Falcón. La misma nace en Hortiguera, barrio porteño de Caballito, terminando su trayecto, luego de 60 cuadras, en la Avenida General Paz, barrio de Liniers.
(…) Tras el hecho, la imprenta del diario La Protesta, la sede de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), varias asociaciones gremiales y bibliotecas anarquistas fueron asaltadas y destruidas por policías en reprimenda por los sucesos. Los detenidos fueron trasladados a la Prefectura Marítima y a un barco de guerra. El presidente José Figueroa Alcorta, quien apenas enterado de la noticia se dirigió al hospital a acompañar a Falcón, decretó el estado de sitio por dos meses ante los acontecimientos sucedidos.
(…) Por esos días, la FORA repartió en las calles un manifiesto donde entre otras cosas decía: “Considerando que el jefe de policía, coronel Falcón, se había captado antipatías y odios por el exceso de crueldad con el obrero, que llegó a conocer sus proyectos draconianos tendientes a favorecer los bolsillos de los capitalistas en detrimento del productor ametrallado cobardemente en la vía pública, ocasionando numerosos muertos y heridos, y que es bien conocida su actuación brutal con el pueblo que lo protestó contra los altos alquileres, es muy lógico que surgiese un hombre no dejando impunes esos delitos. (…).
El primer paso fue localizar la vivienda de Falcón. Luego de una marcha de repudio que se llevó a cabo en Buenos Aires en protesta por el asesinato de Francisco Ferrer Guardia, en España, y que el jefe policial vigiló constantemente, Falcón se dirigió a su casa. Radowitzky lo siguió hasta su destino: pleno barrio de Recoleta de la Capital Federal.
El acto siguiente fue idear un plan y la forma de ejecutarlo. En los ratos libres de su trabajo en los talleres Zamboni, el ruso anarquista preparó una bomba casera: tenía su propia caja de herramientas y con la ayuda del diario La Protesta, que había publicado en sus páginas los pasos a seguir para el armado del explosivo, pudo lograr en tan sólo tres días el artefacto deseado. Estaba compuesto por una caja de hierro del eje de un coche, y en su interior dinamita en abundancia, mezclada con ácido que había comprado en una farmacia.
El 8 de noviembre Radowitzky renunció a su empleo y dedicó los cinco días siguientes a vigilar los movimientos de Falcón para no fallar en su accionar. El 13 del mismo mes llevó su bomba casera al baúl personal que tenía en el cuarto del conventillo que habitaba.
El calor ya se sentía en Buenos Aires; era casi la mitad de noviembre de aquel 1909 y las protestas sociales iban aumentando al ritmo de la temperatura del pronto verano. Radowitzky se vistió como para la ocasión: pantalón negro, camisa lila, corbata verde, chaleco, saco azul marino y botines de becerro. De su baúl extrajo la bomba sin que ningún compañero de la habitación notara nada extraño. Lo último que hizo dentro de esas cuatro paredes fue tomar sus dos revólveres, cargarlos y colocárselos en la cintura.
Al llegar a la zona de la vivienda de Falcón, el anarquista compró en un puesto el diario La Argentina, y a través de este matutino se enteró de que el comisario Antonio Ballvé, director de la cárcel de la penitenciaría, había muerto, y su entierro sería ese mediodía en el cementerio de la Recoleta. La presencia del jefe de la policía en el acto estaba confirmada.
Al mediodía del día 14, el anarquista Simón Radowitzky esperó agazapado en las inmediaciones del cementerio de la Recoleta la salida del coche Milord. Una vez que lo vislumbró y confirmó que en su interior iba el jefe de la policía Ramón Falcón, corrió hacia el carruaje y sin dudarlo arrojó un paquete que fue a parar justo entre las piernas de su víctima. El acto no dio lugar a ninguna reacción: a escasos segundos la bomba hizo su explosión y tanto Falcón como su secretario, Juan Lartigau, de veinte años, quien iba como acompañante del conductor, fueron despedidos y sus piernas destrozadas. Ni siquiera el carruaje de la custodia que iba detrás con un chofer y un ordenanza del Ministerio de Guerra tuvieron tiempo de impedirlo.
El jefe policial no perdió el conocimiento, y al ver semejante situación, dio su última orden: que lo atendieran a Lartigau. Al llegar los primeros curiosos, mientras trataban de vendarles las piernas para que no se desangrasen, Falcón intentó tranquilizarlos y les dijo: “¡Qué le vamos a hacer! ¡Son gajes del oficio! No es nada. ¿Hubo más heridos?”. El primero en llegar a su socorro fue el comisario Eloy Udabe, jefe de la comisaría 15°. Y fue Udabe a quien Falcón le entregó en ese momento su revólver, su reloj de oro y su medalla de jefe de la repartición.
Pasado algunos minutos, los curiosos se iban acercando al lugar, entre ellos el ex jefe de la policía, doctor Francisco Beazley, y dos ministros de la Nación, Ezequiel Ramos Mejía y Manuel M. de Iriondo, de Obras Públicas y Agricultura y Hacienda, respectivamente. El cuadro de situación era el de Falcón desangrándose, pero éste se negó rotundamente ser trasladado a una clínica privada: pidió, por su condición de soldado, ser llevado a una asistencia pública. Así fue como Lartigau, ya sin conocimiento, fue llevado al Hospital Castro y Falcón al Hospital Fernández. Mientras esperaron al servicio de emergencias, a Falcón debieron practicarle un torniquete en la pierna izquierda ya que el sangrado no cesaba. Ya en la ambulancia le reemplazaron el torniquete y le aplicaron dos ampollas de éter sulfúrico y dos de cafeína.
Al llegar al hospital fue atendido por el doctor Francisco Lloret, quien le realizó un reconocimiento de las heridas. En consecuencia, Lloret junto a un cuerpo de médicos decidieron la amputación de la pierna izquierda. Pero el pulso del jefe de policía iba en disminución, y a pesar de los múltiples intentos de los médicos, Ramón Falcón encontró la muerte a las 14:30 horas. (…) La bomba había hecho su trabajo a la perfección.
Monseñor José Américo Orzani pronunció las palabras en la extremaunción y, según el diario La Prensa, Falcón, consciente de su deceso, expresó en el lecho sus últimas palabras: “Exprésenle al presidente de la República que puede estar tranquilo. Hay hombres en la policía capaces de mantener el orden”.
Por su parte, Lartigau, a quien también debieron amputarle una pierna –la derecha– encontró su muerte recién a las ocho de la noche.
Luego de ver que su accionar había salido como lo planeado, Radowitzky comenzó a correr por la calle Callao en dirección al bajo porteño. No iba solo: José Fornes, conductor del remisse que seguía al coche Milord en el momento del atentado; Zoilo Agüero, chofer del ministro de Guerra Rafael Aguirre; Enrique Minlles y Benigno Guzman, agentes de la comisaría 15° y varios civiles fueron tras él, y después de una intensa persecución lo arrinconaron en una obra en construcción. Sin salida, el anarquista decidió sacar uno de sus revólveres del costado de su pantalón y al grito de “¡Viva la anarquía!”, se disparó sobre la tetilla izquierda. Cuando su cuerpo tocó el suelo, quienes lo habían acechado se abalanzaron sobre él pero apareció en escena el comisario Mariano T. Vila y ordenó llevarlo en un coche de plaza al Hospital Fernández. En el nosocomio el médico de guardia le diagnosticó heridas leves en el pecho y, tras ser vendado, lo trasladaron a la comisaría 15°, a unas cuadras del lugar del atentado.
Al revisarlo, no sólo le encontraron el revólver que había utilizado sino que también llevaba una pistola Mauser cargada, un cinto charolado que contenía en su bolsillo 43 balas para el arma que utilizó y tres cargadores con siete balas para la restante. Previamente, cuando casi lo lincharon los vecinos, Radowitzky le susurró al oído al agente Guzman, uno de sus perseguidores: “Hay muchas bombas para cada uno de ustedes”. (…) A pesar de estar recuperándose, fue salvajemente torturado en interrogatorios dentro de la unidad policial.
(…) Las fuerzas de seguridad se juraron vengar la muerte de uno de sus líderes y el presidente José Figueroa Alcorta, sus ministros y los altos mandos militares resolvieron de inmediato ser custodiados por temor a un nuevo atentado. El cargo acéfalo de jefe de Policía fue ocupado interinamente, hasta el 17 de noviembre, por José María Oyuela. Luego asumió el coronel Luis J. Dellepiane, quien continuó la línea represiva a “extranjeros peligrosos” iniciada por el ya fallecido Falcón.
Algunos de sus contemporáneos y acérrimos defensores hicieron de Falcón una figura de culto, incluso le han dado los honores de prócer. En recuerdo al fallecido jefe de policía se cambió el 16 de noviembre de 1909, por ordenanza del Consejo Deliberante, el nombre de la hasta ese momento calle Unión por la de Ramón L. Falcón. La misma nace en Hortiguera, barrio porteño de Caballito, terminando su trayecto, luego de 60 cuadras, en la Avenida General Paz, barrio de Liniers.
(…) Tras el hecho, la imprenta del diario La Protesta, la sede de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), varias asociaciones gremiales y bibliotecas anarquistas fueron asaltadas y destruidas por policías en reprimenda por los sucesos. Los detenidos fueron trasladados a la Prefectura Marítima y a un barco de guerra. El presidente José Figueroa Alcorta, quien apenas enterado de la noticia se dirigió al hospital a acompañar a Falcón, decretó el estado de sitio por dos meses ante los acontecimientos sucedidos.
(…) Por esos días, la FORA repartió en las calles un manifiesto donde entre otras cosas decía: “Considerando que el jefe de policía, coronel Falcón, se había captado antipatías y odios por el exceso de crueldad con el obrero, que llegó a conocer sus proyectos draconianos tendientes a favorecer los bolsillos de los capitalistas en detrimento del productor ametrallado cobardemente en la vía pública, ocasionando numerosos muertos y heridos, y que es bien conocida su actuación brutal con el pueblo que lo protestó contra los altos alquileres, es muy lógico que surgiese un hombre no dejando impunes esos delitos. (…).
Fuente: Miradas al Sur
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