En mayo de 1994, Nelson Mandela llegó al poder luego de cinco décadas de tiranía de los blancos. Millones de sudafricanos se ilusionaron ante ese sueño de integración e igualdad. Hoy, la pobreza y la desocupación de la mayoría negra acentúan la discriminación. Una historia de guetos, lujos y odios. A 16 años del fin de régimen racista.
Por Lucas Cremades, desde Johannesburgo (Sudáfrica)
El lunes 27 de abril los sudafricanos celebraron los primeros 15 años de la caída del apartheid, el régimen que instaló en Sudáfrica una de las prácticas racistas más emblemáticas del siglo XX.
Las calles de Soweto –lugar de los primeros enfrentamientos contra el apartheid–, al sur del centro de Johannesburgo, respiran un aire diferente. Ya no es el barrio que era cuando los negros fueron expulsados de las distintas ciudades del país en una de las tantas medidas de separación que les impusieron los blancos. Quince años después, las calles están asfaltadas y las casas construidas con material asoman por sobre el chaperío. Pero tanto en Soweto como en el centro de Johannesburgo, los blancos brillan por su ausencia.
El jueves 24 de abril, el Congreso Nacional Africano volvió a vencer en las elecciones presidenciales. Jacob Zuma se impuso como el cuarto presidente negro desde 1994, con un amplio respaldo de votos, casi el 65 por ciento de los sudafricanos optaron por el CNA contra la Alianza Democrática. Hubo festejos. En las calles se vivió la alegría de doblegar, una vez más, al pasado. Un pasado que no se olvida. Que volvió a ser recordado ese lunes feriado atravesado por la memoria.
En las casas suena música a todo volumen. Es uno de los pocos feriados que tienen los sudafricanos en su calendario y aunque la algarabía predomina entre los más jóvenes, hombres y mujeres mayores de treinta años no dejan pasar la oportunidad para rendirle un día de luto al pasado.
De dimensiones parecidas al partido bonaerense de La Matanza, cualquier habitante de Soweto tiene a un familiar desaparecido bajo el terror del apartheid. Pero ahora gozan de libertad y lo demuestran. Rosalind tiene 35 años y es una de las tantas trabajadoras negras encargadas del área de limpieza en los hoteles. Ante la pregunta de cómo vive los primeros quince años después del apartheid, el medio tono de su voz se transforma en grito: “Debemos mantener al CNA en el gobierno (Congreso Nacional Africano) porque nadie quiere que vuelvan los partidos del apartheid como la DA (Alianza Democrática) y el resto de los blancos. Nadie quiere volver atrás, así como nadie quiere recordar el pasado. Los jóvenes no recuerdan, pero todo el día en la casa de los blancos, en la calle, en el trabajo, yo me tenía que inclinar (hace la reverencia habitual). ‘Sí señora’, ‘sí mi señor, lo que usted desee’, ‘lo que usted ordene’. No quiero nada más de eso para mis hijos y para los que vendrán. Y esta realidad que vivimos los negros en Sudáfrica se parece mucho a la del apartheid, con la diferencia de que ahora nos matan de hambre mientras que ellos viven mucho mejor que antes”.
En el seno de estas casas de familia surgieron las primeras protestas estudiantiles contra la ley que establecía el uso obligatorio en las escuelas del afrikáans, el idioma de los opresores. Esa medida antipopular, opresiva, llevó a los estudiantes de las escuelas de Soweto a rebelarse y a organizar una marcha de protesta en junio de 1976 que terminó con 566 niños muertos a manos de la policía, que reprimió con balazos las piedras de los manifestantes.
Si bien la República de Sudáfrica vive tiempos muy distintos a los del apartheid, basta recorrer las calles de sus principales ciudades para dar cuenta de que la situación social dista bastante de los sueños surgidos a partir de la caída del régimen. El país cuenta con una desocupación actual del 30 por ciento en una población que alcanza los 45 millones de habitantes, de los cuales el 90 por ciento es de raza negra.
Millones y millones de sudafricanos, a los que este presente les duele, que adoran a Nelson Mandela, pero que aún no pudieron alcanzar ese sueño que se instaló como posible aquel 10 de mayo de 1994 cuando juró como el primer presidente negro de la historia de Sudáfrica, un sueño que les aseguraba una vida digna; sin el apartheid iban a comer, a curarse, a estudiar. Y uno de ellos es Tshepo Mastile. Trabaja como empleado de seguridad en un restaurante del centro de Johannesburgo. Habla en xhosa, la lengua de sus ancestros, con sus compañeros de trabajo, con cualquiera de sus hermanos de color. El inglés, en cambio, lo usa para contar cómo es hoy la vida de su pueblo después del apartheid: “Las cosas no cambiaron del todo. Si bien ahora nosotros podemos decirle al blanco que esta calle es tan nuestra como de ellos, ellos no viven en las casas que vivimos nosotros, no viajan en las camionetas que usamos nosotros para ir a trabajar, ni ocupan los puestos de trabajo que tenemos nosotros. Podés caminar por el centro de Johannesburgo y no te vas a encontrar con ningún blanco. Ellos viven en barrios cerrados o en las afueras de la ciudad, prefieren no vernos. Y nosotros, a ellos, tampoco”, explica a Veintitrés. Y lo que dice es fácil de constatar con sólo dar una vuelta por la ciudad. Tanto en el centro de Johannesburgo como en la turística Ciudad del Cabo, el funcionamiento cotidiano de la sociedad sudafricana se comporta –aunque sin violencia explícita– casi de la misma manera que durante el apartheid. La enorme tasa de desocupación no sólo se comprueba por la cantidad de personas que pasan sus horas en plazas, calles, playas o en las puertas de las grandes empresas para ocupar puestos de trabajo por jornada simple. Situación social y laboral que inevitablemente los separa de los blancos. En Ciudad del Cabo, donde viven 3 millones de personas, la población blanca reside a unos veinte kilómetros del centro o en las exclusivas playas de Sea Point y Camp Bay.
Marie Rose tiene 50 años y es operadora turística, y como en la mayoría de los afrikaners entrevistados por esta revista, la relación con los negros dista bastante de la concepción de respeto y convivencia que reclama una república: “Los negros son corruptos, ladrones. ¡Ya me tienen cansada con sus gobiernos de los freedom fighter!” Así se llama a los combatientes de las organizaciones que existían en los ’80 que luchaban contra el apartheid, que fueron encarcelados, torturados o asesinados por el sistema segregacionista y que hoy ocupan importantes cargos en los gobiernos del CNA.
El Museo del Apartheid es una inabarcable muestra fotográfica, fílmica y testimonial que refresca la memoria y da muestras de que el pasado reciente no ha sido clausurado. Muchos testimonios surgen del dolor y reclaman venganza. Otros reclaman que las diferencias se disuelvan en un reparto justo de la riqueza. Un abuelo negro, de la ciudad de Nelspruit, pasea por el lugar junto a su nieto de diez años mientras le cuenta cada una de las historias ilustradas en las paredes del museo. Su reclamo es de tristeza. “Mi nombre es Jomo. Usted explíqueme si es que puede porque yo no lo entiendo. Han pasado quince años. Nos prometieron todo. Y nada tenemos de nuevo. Trabajé quince años en las minas bajo contrato. Se terminó mi trabajo y ahora no tengo nada, ni jubilación. ¿Dónde está todo el dinero que hice para ellos? ¿Adónde tengo que ir a buscar mi dinero? Ahora podemos bañarnos en las mismas playas que los blancos, pero seguimos sin poder ir porque siempre nos falta el dinero. ¿Qué cambió? Usted que viene de afuera lo puede comprobar.”
El lunes 27 de abril los sudafricanos celebraron los primeros 15 años de la caída del apartheid, el régimen que instaló en Sudáfrica una de las prácticas racistas más emblemáticas del siglo XX.
Las calles de Soweto –lugar de los primeros enfrentamientos contra el apartheid–, al sur del centro de Johannesburgo, respiran un aire diferente. Ya no es el barrio que era cuando los negros fueron expulsados de las distintas ciudades del país en una de las tantas medidas de separación que les impusieron los blancos. Quince años después, las calles están asfaltadas y las casas construidas con material asoman por sobre el chaperío. Pero tanto en Soweto como en el centro de Johannesburgo, los blancos brillan por su ausencia.
El jueves 24 de abril, el Congreso Nacional Africano volvió a vencer en las elecciones presidenciales. Jacob Zuma se impuso como el cuarto presidente negro desde 1994, con un amplio respaldo de votos, casi el 65 por ciento de los sudafricanos optaron por el CNA contra la Alianza Democrática. Hubo festejos. En las calles se vivió la alegría de doblegar, una vez más, al pasado. Un pasado que no se olvida. Que volvió a ser recordado ese lunes feriado atravesado por la memoria.
En las casas suena música a todo volumen. Es uno de los pocos feriados que tienen los sudafricanos en su calendario y aunque la algarabía predomina entre los más jóvenes, hombres y mujeres mayores de treinta años no dejan pasar la oportunidad para rendirle un día de luto al pasado.
De dimensiones parecidas al partido bonaerense de La Matanza, cualquier habitante de Soweto tiene a un familiar desaparecido bajo el terror del apartheid. Pero ahora gozan de libertad y lo demuestran. Rosalind tiene 35 años y es una de las tantas trabajadoras negras encargadas del área de limpieza en los hoteles. Ante la pregunta de cómo vive los primeros quince años después del apartheid, el medio tono de su voz se transforma en grito: “Debemos mantener al CNA en el gobierno (Congreso Nacional Africano) porque nadie quiere que vuelvan los partidos del apartheid como la DA (Alianza Democrática) y el resto de los blancos. Nadie quiere volver atrás, así como nadie quiere recordar el pasado. Los jóvenes no recuerdan, pero todo el día en la casa de los blancos, en la calle, en el trabajo, yo me tenía que inclinar (hace la reverencia habitual). ‘Sí señora’, ‘sí mi señor, lo que usted desee’, ‘lo que usted ordene’. No quiero nada más de eso para mis hijos y para los que vendrán. Y esta realidad que vivimos los negros en Sudáfrica se parece mucho a la del apartheid, con la diferencia de que ahora nos matan de hambre mientras que ellos viven mucho mejor que antes”.
En el seno de estas casas de familia surgieron las primeras protestas estudiantiles contra la ley que establecía el uso obligatorio en las escuelas del afrikáans, el idioma de los opresores. Esa medida antipopular, opresiva, llevó a los estudiantes de las escuelas de Soweto a rebelarse y a organizar una marcha de protesta en junio de 1976 que terminó con 566 niños muertos a manos de la policía, que reprimió con balazos las piedras de los manifestantes.
Si bien la República de Sudáfrica vive tiempos muy distintos a los del apartheid, basta recorrer las calles de sus principales ciudades para dar cuenta de que la situación social dista bastante de los sueños surgidos a partir de la caída del régimen. El país cuenta con una desocupación actual del 30 por ciento en una población que alcanza los 45 millones de habitantes, de los cuales el 90 por ciento es de raza negra.
Millones y millones de sudafricanos, a los que este presente les duele, que adoran a Nelson Mandela, pero que aún no pudieron alcanzar ese sueño que se instaló como posible aquel 10 de mayo de 1994 cuando juró como el primer presidente negro de la historia de Sudáfrica, un sueño que les aseguraba una vida digna; sin el apartheid iban a comer, a curarse, a estudiar. Y uno de ellos es Tshepo Mastile. Trabaja como empleado de seguridad en un restaurante del centro de Johannesburgo. Habla en xhosa, la lengua de sus ancestros, con sus compañeros de trabajo, con cualquiera de sus hermanos de color. El inglés, en cambio, lo usa para contar cómo es hoy la vida de su pueblo después del apartheid: “Las cosas no cambiaron del todo. Si bien ahora nosotros podemos decirle al blanco que esta calle es tan nuestra como de ellos, ellos no viven en las casas que vivimos nosotros, no viajan en las camionetas que usamos nosotros para ir a trabajar, ni ocupan los puestos de trabajo que tenemos nosotros. Podés caminar por el centro de Johannesburgo y no te vas a encontrar con ningún blanco. Ellos viven en barrios cerrados o en las afueras de la ciudad, prefieren no vernos. Y nosotros, a ellos, tampoco”, explica a Veintitrés. Y lo que dice es fácil de constatar con sólo dar una vuelta por la ciudad. Tanto en el centro de Johannesburgo como en la turística Ciudad del Cabo, el funcionamiento cotidiano de la sociedad sudafricana se comporta –aunque sin violencia explícita– casi de la misma manera que durante el apartheid. La enorme tasa de desocupación no sólo se comprueba por la cantidad de personas que pasan sus horas en plazas, calles, playas o en las puertas de las grandes empresas para ocupar puestos de trabajo por jornada simple. Situación social y laboral que inevitablemente los separa de los blancos. En Ciudad del Cabo, donde viven 3 millones de personas, la población blanca reside a unos veinte kilómetros del centro o en las exclusivas playas de Sea Point y Camp Bay.
Marie Rose tiene 50 años y es operadora turística, y como en la mayoría de los afrikaners entrevistados por esta revista, la relación con los negros dista bastante de la concepción de respeto y convivencia que reclama una república: “Los negros son corruptos, ladrones. ¡Ya me tienen cansada con sus gobiernos de los freedom fighter!” Así se llama a los combatientes de las organizaciones que existían en los ’80 que luchaban contra el apartheid, que fueron encarcelados, torturados o asesinados por el sistema segregacionista y que hoy ocupan importantes cargos en los gobiernos del CNA.
El Museo del Apartheid es una inabarcable muestra fotográfica, fílmica y testimonial que refresca la memoria y da muestras de que el pasado reciente no ha sido clausurado. Muchos testimonios surgen del dolor y reclaman venganza. Otros reclaman que las diferencias se disuelvan en un reparto justo de la riqueza. Un abuelo negro, de la ciudad de Nelspruit, pasea por el lugar junto a su nieto de diez años mientras le cuenta cada una de las historias ilustradas en las paredes del museo. Su reclamo es de tristeza. “Mi nombre es Jomo. Usted explíqueme si es que puede porque yo no lo entiendo. Han pasado quince años. Nos prometieron todo. Y nada tenemos de nuevo. Trabajé quince años en las minas bajo contrato. Se terminó mi trabajo y ahora no tengo nada, ni jubilación. ¿Dónde está todo el dinero que hice para ellos? ¿Adónde tengo que ir a buscar mi dinero? Ahora podemos bañarnos en las mismas playas que los blancos, pero seguimos sin poder ir porque siempre nos falta el dinero. ¿Qué cambió? Usted que viene de afuera lo puede comprobar.”
A quince años de la caída del apartheid, en Sudáfrica, un dicho popular define el presente: “En la tierra de los diamantes las mujeres negras aún cocinan con kerosén”.
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