Tienen más de 50 años y buscan aprender porque sí, porque tienen ganas. A través de cursos y talleres se integran a la sociedad e interactúan con otras generaciones. El testimonio de los participantes.
Por Judith Rasnosky
Hubo un tiempo en que los abuelos y abuelas eran viejecitos de cabellos blancos que pasaban su tiempo malcriando nietos o tomando mate sentados ante las puertas de sus hogares. Un tiempo que dio lugar a chistes varios, como aquel de “te olvidaste el abuelo en la vereda”. Pero, como ellos solían decir, los tiempos cambian. Y mucho. Los abuelos actuales están lejos de ver pasar los días y las horas, por el contrario el tiempo no les alcanza para hacer aquellas cosas que postergaron por razones diversas. Los abuelos y abuelas de hoy vienen con un libro (o un pincel, o una computadora) bajo el brazo. Sin pruritos ni vergüenzas tontas acuden a las universidades del país para realizar cursos y talleres y se integran a la población estudiantil con entusiasmo. Un nuevo fenómeno que le cambia la cara a la sociedad argentina.
“Es una suerte que exista una universidad para la gente que ya no es joven, eso te hace trabajar las neuronas y te hace sentir más joven”, dice Malena, de 84 años, alumna de uno de los cursos que brinda la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), en el marco del Programa de Extensión Universitaria para Adultos Mayores. Dirigido por Silvia Berezin, en el último año convocó a más de veinte mil estudiantes mayores de 50 años.
No es casual que las universidades se ocupen de ese sector de la población, también denominado “tercera edad”: como en muchos otros países del mundo, en la Argentina y durante los últimos treinta años se evidenció un proceso de “envejecimiento progresivo”, ocasionado tanto por la disminución de las tasas de natalidad como por el aumento de la esperanza de vida que, en la actualidad, alcanza los 73,8 años. En términos demográficos: hay una mayor proporción de personas adultas y ancianas con respecto a niños y jóvenes. Además, los adultos mayores representan el diez por ciento de la población.
Para María Cristina Chardon, codirectora de la investigación “Salud, calidad de vida y tercera edad” que realizó la UNQ, hay un acuerdo general en concebir a la salud como un derecho que involucra –tal como señaló la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en 1986– “la capacidad de tomar decisiones y controlar la propia vida”. En el caso de los adultos mayores hay aspectos asociados que deben tomarse en cuenta, como la pertenencia a grupos independientes de la familia; la autonomía y capacidad de gestión de un proyecto nuevo y propio; la posibilidad de retomar temas de la propia historia y resignificarlos a partir de una reflexión crítica; la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, disfrutar, crear y seguir aprendiendo. Lo manifiesta Lidia, de 72 años, alumna de un taller de creatividad: “Vivimos lo suficiente para que ya no haya mandatos sociales: de esposa o de madre. Por fin podemos hacer lo que nos da la gana”.
La primera experiencia con este segmento etario surgió en 1984, cuando la Universidad Nacional de Entre Ríos creó el Departamento de la Mediana y Tercera Edad, pero de inmediato comenzó a multiplicarse a un ritmo vertiginoso. “En poco tiempo aumentó la oferta de actividades, la cantidad de participantes y el reconocimiento social y científico a estos programas”, señala Ana María Tiribelli, coordinadora del Programa Universitario para Adultos Mayores de la Universidad Nacional de Mar del Plata, que se puso en marcha hace dieciséis años.
En la actualidad las universidades de Quilmes, Mar del Plata, San Martín, Buenos Aires, La Plata, Lomas de Zamora, Tandil, Tres Arroyos, Junín, Pergamino, Entre Ríos, Villa María, Santiago del Estero y Comahue, entre otras, cuentan con este tipo de programas. Todas reciben alumnos del barrio y de la zona de influencia que –aprovechando que no se requieren estudios previos– buscan ampliar sus conocimientos o desarrollar destrezas y potencial creativo. “Siempre me quedaron cosas por hacer. Cosas que me gusten a mí, porque sí. Ahora me animé”, resume Silvia, que a los 72 años asiste a un taller literario.
La variedad de cursos y talleres es amplia: de lenguas extranjeras (inglés, francés, italiano, portugués); actividades corporales, como natación, gimnasia y yoga; expresión artística y musical en talleres de teatro, coro, lectura y escritura, dibujo y pintura. También hay cursos de informática, donde se enseñan nociones de Word, Power Point, correo electrónico e Internet; y cursos con temáticas humanísticas y sociales, como filosofía, historia argentina o lectura crítica de los medios de comunicación.
Ana María Schulze, de 68 años, nunca había asistido a una universidad, pero cuando se enteró de los talleres se inscribió en literatura, radio, coro, creatividad y actividades deportivas. ¿A qué obedece la variedad? A que “los cursos ayudan a ver que aún podemos hacer mucho. Mi vida cambió: me siento bien y entiendo que habría algo en mí que, por el trabajo o por haberme dedicado demasiado a mi familia, lo había dejado como algo imposible. Ahora escribo historias que me han pasado y que nunca pensé que volverían a florecer. Me divierto jugando con una juventud que nos enseña a sonreír nuevamente”.
Y ya sea que estén en la universidad o no, los jóvenes están involucrados en este cambio: la nieta de Leticia Nora Gallo tiene 20 años y está orgullosa de su “abu” que aprendió, gustosa, a “no quedarse sin hacer nada”. También los nietos de Adelma Barloque, de 75 años, están contentos con que la abuela estudie en la universidad y junto a sus amigas de la escuela primaria. En el caso de Elda Corina Díaz, de 71 años, los orgullosos son los hijos porque “su mamá nunca se quedó sin hacer algo para ella, como el taller literario. Y acá encontré compañeras que, como yo, no pudieron estudiar en la universidad, porque primero estaban los hijos. Lo hacemos ahora que tenemos tiempo y ganas”.
Para María Cristina Chardon es muy importante “la valoración que hacen los alumnos del espacio de la universidad como ámbito para su desarrollo. En especial del pensamiento crítico y reflexivo”. Como admite Elisa, de 74 años: “Me formé en la escuela sarmientina, así que imaginate lo que me enseñaron de Rosas. Pero este año leí The Farmer, de Andrés Rivera, que es sobre Rosas y me hizo pensar que por ahí las cosas no eran como nos las contaron a nosotros en la escuela”.
Después de 1999, año en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) celebró el “Año de los Adultos Mayores” como una forma de poner el tema en la agenda pública, las universidades impulsaron con más énfasis las actividades que venían realizando con adultos. Por ejemplo, en la carrera Terapia Ocupacional de la UNQ se aprobó un proyecto de investigación para documentar la calidad de vida de los asistentes a los talleres y comenzaron a organizarse jornadas con la participación de alumnos de esa carrera que interactuaban con los adultos. Los jóvenes llevaron a sus abuelos o a los vecinos, y estos disfrutaron no sentirse discriminados. Un verdadero encuentro que revalorizó el intercambio generacional.
Hubo un tiempo en que los abuelos y abuelas eran viejecitos de cabellos blancos que pasaban su tiempo malcriando nietos o tomando mate sentados ante las puertas de sus hogares. Un tiempo que dio lugar a chistes varios, como aquel de “te olvidaste el abuelo en la vereda”. Pero, como ellos solían decir, los tiempos cambian. Y mucho. Los abuelos actuales están lejos de ver pasar los días y las horas, por el contrario el tiempo no les alcanza para hacer aquellas cosas que postergaron por razones diversas. Los abuelos y abuelas de hoy vienen con un libro (o un pincel, o una computadora) bajo el brazo. Sin pruritos ni vergüenzas tontas acuden a las universidades del país para realizar cursos y talleres y se integran a la población estudiantil con entusiasmo. Un nuevo fenómeno que le cambia la cara a la sociedad argentina.
“Es una suerte que exista una universidad para la gente que ya no es joven, eso te hace trabajar las neuronas y te hace sentir más joven”, dice Malena, de 84 años, alumna de uno de los cursos que brinda la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ), en el marco del Programa de Extensión Universitaria para Adultos Mayores. Dirigido por Silvia Berezin, en el último año convocó a más de veinte mil estudiantes mayores de 50 años.
No es casual que las universidades se ocupen de ese sector de la población, también denominado “tercera edad”: como en muchos otros países del mundo, en la Argentina y durante los últimos treinta años se evidenció un proceso de “envejecimiento progresivo”, ocasionado tanto por la disminución de las tasas de natalidad como por el aumento de la esperanza de vida que, en la actualidad, alcanza los 73,8 años. En términos demográficos: hay una mayor proporción de personas adultas y ancianas con respecto a niños y jóvenes. Además, los adultos mayores representan el diez por ciento de la población.
Para María Cristina Chardon, codirectora de la investigación “Salud, calidad de vida y tercera edad” que realizó la UNQ, hay un acuerdo general en concebir a la salud como un derecho que involucra –tal como señaló la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en 1986– “la capacidad de tomar decisiones y controlar la propia vida”. En el caso de los adultos mayores hay aspectos asociados que deben tomarse en cuenta, como la pertenencia a grupos independientes de la familia; la autonomía y capacidad de gestión de un proyecto nuevo y propio; la posibilidad de retomar temas de la propia historia y resignificarlos a partir de una reflexión crítica; la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, disfrutar, crear y seguir aprendiendo. Lo manifiesta Lidia, de 72 años, alumna de un taller de creatividad: “Vivimos lo suficiente para que ya no haya mandatos sociales: de esposa o de madre. Por fin podemos hacer lo que nos da la gana”.
La primera experiencia con este segmento etario surgió en 1984, cuando la Universidad Nacional de Entre Ríos creó el Departamento de la Mediana y Tercera Edad, pero de inmediato comenzó a multiplicarse a un ritmo vertiginoso. “En poco tiempo aumentó la oferta de actividades, la cantidad de participantes y el reconocimiento social y científico a estos programas”, señala Ana María Tiribelli, coordinadora del Programa Universitario para Adultos Mayores de la Universidad Nacional de Mar del Plata, que se puso en marcha hace dieciséis años.
En la actualidad las universidades de Quilmes, Mar del Plata, San Martín, Buenos Aires, La Plata, Lomas de Zamora, Tandil, Tres Arroyos, Junín, Pergamino, Entre Ríos, Villa María, Santiago del Estero y Comahue, entre otras, cuentan con este tipo de programas. Todas reciben alumnos del barrio y de la zona de influencia que –aprovechando que no se requieren estudios previos– buscan ampliar sus conocimientos o desarrollar destrezas y potencial creativo. “Siempre me quedaron cosas por hacer. Cosas que me gusten a mí, porque sí. Ahora me animé”, resume Silvia, que a los 72 años asiste a un taller literario.
La variedad de cursos y talleres es amplia: de lenguas extranjeras (inglés, francés, italiano, portugués); actividades corporales, como natación, gimnasia y yoga; expresión artística y musical en talleres de teatro, coro, lectura y escritura, dibujo y pintura. También hay cursos de informática, donde se enseñan nociones de Word, Power Point, correo electrónico e Internet; y cursos con temáticas humanísticas y sociales, como filosofía, historia argentina o lectura crítica de los medios de comunicación.
Ana María Schulze, de 68 años, nunca había asistido a una universidad, pero cuando se enteró de los talleres se inscribió en literatura, radio, coro, creatividad y actividades deportivas. ¿A qué obedece la variedad? A que “los cursos ayudan a ver que aún podemos hacer mucho. Mi vida cambió: me siento bien y entiendo que habría algo en mí que, por el trabajo o por haberme dedicado demasiado a mi familia, lo había dejado como algo imposible. Ahora escribo historias que me han pasado y que nunca pensé que volverían a florecer. Me divierto jugando con una juventud que nos enseña a sonreír nuevamente”.
Y ya sea que estén en la universidad o no, los jóvenes están involucrados en este cambio: la nieta de Leticia Nora Gallo tiene 20 años y está orgullosa de su “abu” que aprendió, gustosa, a “no quedarse sin hacer nada”. También los nietos de Adelma Barloque, de 75 años, están contentos con que la abuela estudie en la universidad y junto a sus amigas de la escuela primaria. En el caso de Elda Corina Díaz, de 71 años, los orgullosos son los hijos porque “su mamá nunca se quedó sin hacer algo para ella, como el taller literario. Y acá encontré compañeras que, como yo, no pudieron estudiar en la universidad, porque primero estaban los hijos. Lo hacemos ahora que tenemos tiempo y ganas”.
Para María Cristina Chardon es muy importante “la valoración que hacen los alumnos del espacio de la universidad como ámbito para su desarrollo. En especial del pensamiento crítico y reflexivo”. Como admite Elisa, de 74 años: “Me formé en la escuela sarmientina, así que imaginate lo que me enseñaron de Rosas. Pero este año leí The Farmer, de Andrés Rivera, que es sobre Rosas y me hizo pensar que por ahí las cosas no eran como nos las contaron a nosotros en la escuela”.
Después de 1999, año en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) celebró el “Año de los Adultos Mayores” como una forma de poner el tema en la agenda pública, las universidades impulsaron con más énfasis las actividades que venían realizando con adultos. Por ejemplo, en la carrera Terapia Ocupacional de la UNQ se aprobó un proyecto de investigación para documentar la calidad de vida de los asistentes a los talleres y comenzaron a organizarse jornadas con la participación de alumnos de esa carrera que interactuaban con los adultos. Los jóvenes llevaron a sus abuelos o a los vecinos, y estos disfrutaron no sentirse discriminados. Un verdadero encuentro que revalorizó el intercambio generacional.
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