Espero que hoy sea el mejor día de tu vida, Feliz cumple, Facu!", decía el mensaje de texto firmado por un amigo del padre Facundo Berretta que sólo entonces se dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. Eran las 9.30 y el cumpleañero estaba en la morgue de un hospital vistiendo a una señora que no conocía antes de ponerla en el ataúd. La mujer había fallecido durante la noche.
Pasadas las siete -de ese día que el amigo le auguraba como el mejor de su vida- Facundo fue desde la villa 21-24 de Barracas, donde vive, a la parroquia de Ciudad Oculta, otra villa, a retirar un cajón. Los sacerdotes del Equipo para las villas de emergencia de la ciudad de Buenos Aires tienen allí el depósito de ataúdes que les dona Cáritas y que ellos destinan a los vecinos de sus barrios.
Después de vestir a la mujer, el sacerdote buscó un lugar que estuviera libre esa mañana para hacer el velatorio y consiguió el Centro Misionero San Cayetano. Luego fue al hospital a hacer los trámites para retirar el cuerpo. Los familiares de la mujer fallecida eran muy poquitos y, recién llegados al país, no estaban en condiciones de resolver la situación por sí mismos, por eso el padre Facundo se ocupaba.
El celular vibró en el bolsillo de su jean. "Otro saludito", pensó el sacerdote y sonrió. Paradójicamente, estaba contento. "¿Para qué me hice cura si no es para vivir con la gente estos momentos de dolor así como los de alegría?", se dijo. El, que para entrar al seminario dejó una novia con la que compartió seis años de su vida y un trabajo en el que le iba muy bien -como oficial de negocios en un banco-, no espera menos de su vocación.
Facundo Berretta tiene 37 años y es miembro del Equipo de sacerdotes para las villas de emergencia de la ciudad de Buenos Aires. El mayor tiene 70 años y el menor, 26. Ninguno de ellos nació ni creció en una villa miseria. Se diferencian de los vecinos de las villas por el cuellito blanco (clerygman) de sus camisas y porque, por donde pasan, son saludados por chicos y grandes con una sola palabra: ¡Padre!.
Viven en casas sencillas; la mayoría en grupos. A la noche escuchan tiros, peleas o cumbia. Al caminar por el barrio deben cuidarse de no pisar a algún chico que yace fulminado por al droga. Alguno de ellos acepta que allí, en las villas, se aplica la teoría del "picoteo" que se usa para explicar, en los criaderos de pollos, que los niveles de agresividad crecen con el índice de hacinamiento. Sin embargo, se enojan si escuchan hablar mal de sus "hermanos villeros" y, la mayor parte del día, están contentos. Son tipos interesantes con los que da ganas de quedarse a conversar.
En sus capillas y con sus palabras rinden homenaje a quien consideran su "mártir", el padre Carlos Mugica, y siguen las huellas de otros curas que, como aquel sacerdote polémico por sus definiciones políticas, fueron de los primeros en dedicarse a la gente de las villas. Entre ellos Rodolfo Ricciardelli, Jorge Vernazza y Daniel de la Sierra.
Donde otros ven sólo a ladrones, asesinos y haraganes ellos encuentran a personas deseosas de trabajar y luchar por una mejor calidad de vida. Procuran que siempre haya uno en la capilla para recibir al vecino que busca asistencia espiritual o material. Son consultados por problemas religiosos, morales o económicos; la gente les pide que vayan a sus casas a celebrar una misa por un difunto o a dar una bendición o porque alguien está enfermo.
Excepto los bautismos, casamientos, misas y fiestas religiosas, las demás actividades pueden diferir según las villas. Algunos llevan adelante acciones de intervención directa entre los adictos y otros no; así como no todos tienen comedores, talleres de apoyo escolar, murgas o escuelas de fútbol.
Todos comparten la preocupación por los problemas que acucian a los vecinos de las villas: el más grave, dicen, el consumo de paco. Los curas ofrecen acompañamiento en situaciones límite. La muerte es sólo una de ellas. Todos los curas villeros ofrecen a su gente, desde 1992, un "servicio fúnebre" que le ahorró al gobierno porteño el tener que disponer algún mecanismo propio y salvó a varias familias de organizaciones mafiosas que les ofrecían el servicio fúnebre en los mismos hospitales y apenas había ocurrido el fallecimiento. Usan las capillas, aulas o salones como salas velatorias.
"En un día podés hacer un bautismo, un responso, ver a una familia que tuvo un problema, estar con niños, con jóvenes, muchas cosas, y llegás a la noche cargado de un montón de vivencias, de gritos, de gemidos, de alegrías y de tristezas", cuenta Berretta. Y agrega: "Desde el punto de vista humano y espiritual lo que te ordena es poner todo en manos de Dios, porque vos no sos redentor de nadie, a lo sumo acompañás y, de algún modo, hacés presente a Jesús en esa situación de sufrimiento o de alegría. Esto es lo que te puede mantener bien, contento, alegre, de buen humor, sin querer escaparte. Y de esta forma nunca te acostumbrás a dar la misa. ¡Qué triste el cura que consagra sólo la eucaristía y no la existencia! Sos consagrado para consagrar la vida, la realidad, la cotidianeidad. Eso es lo más grande. Ser cura es un modo de estar en la vida, una manera de existir y uno encuentra la felicidad en eso. Yo soy feliz en esta vocación, venga lo que venga".
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