lunes, 21 de junio de 2010

LAS ESTATUAS ME PONEN FURIOSO

Con la admiración que siento por Osvaldo Bayer, confieso que su cruzada contra la estatua de Julio Argentino Roca, su idea de “desmonumentar”, aún con toda la razón que le asiste, por momentos me ha llegado como una cierta excentricidad, como una suerte de quijotada.
La verdad es que caminamos la Ciudad y pasamos junto a las estatuas como si fueran simples bultos inanimados. ¿Qué daño pueden hacerte? Por algo existe aquel mote que le aplican a algunos personajes: “Caballo de estatua”. No te caga, pero tampoco te lleva a ninguna parte.
Pero, si lo pensamos un poco, las estatuas no son inocentes. Hace un tiempo visitó Buenos Aires Fernando, mi amigo peruano, y, cuando pasamos frente a la estatua del Cid Campeador, en las 7 esquinas por Av. San Martín y Gaona, me dijo: “A este hijo de puta sólo los argentinos pueden levantarle una estatua al honor. ¡Pero si fue un guerrero delivery que peleó siempre para el mejor postor, fueran españoles o árabes!”. Mi amigo estaba realmente enojado como si estuviera hablando de Charlton Heston…


Pensándolo bien, ¿qué otra cosa que pasión desató Lola Mora con sus hermosas Nereidas, que hoy muestran pechos y nalgas en la fuente de la Costanera Sur? Cuando inauguraron la fuente en 1903 la colocaron en la esquina de Leandro N. Alem y Perón (Perón vivía pero se llamaba Cangallo). Las señoras bien se escandalizaron y sus hijos bienudos pasaban con los primeros coches a motor, le tiraban cosas y meaban en la fuente, hasta que en 1918 la presión fue tanta que las autoridades mudaron a las Nereidas con sus pechos al aire bien lejos, en la Costanera Sur.


¿Y qué otra cosa que la pasión mueve a Osvaldo Bayer a querer voltear la estatua al general Roca en la Diagonal Sur porque sostiene que un tipo que ejecutó un asesinato en masa de los indios no merece honores?
En la era de los celulares, la tele e internet, la gente se sigue enfureciendo con algo aparentemente tan inofensivo como los monumentos y, cuando no, directamente les arrancan la nariz, como sucedió con el busto de un personaje histórico erigido en Palermo, a metros del club Geba.


¿Por qué tanta saña? Quiero dejar afuera de la explicación que sigue al amigo Bayer, el único sujeto que conozco cuyo gesto iconoclasta tiene casi el vuelo de un emprendimiento filosófico. Y lo digo en serio.


Pero, yendo al común de los mortales, las hipótesis son otras. Y no está de más como primer abordaje interpelar al carácter depredador de nuestra subespecie urbana. Cualquier barrio tranquilo puede dar cuenta de la acción hormiga y cotidiana consistente en dejar la caca y la meada del perro en vereda ajena, rayar con llaves y monedas puertas de casas y capots de autos, quemar cestos de basura, esparcir la basura a lo largo de la vereda, dejar pintadas ridículas en puertas y paredes, dejar el coche atravesado a la ancho de la vereda para molestar a los peatones, circular en moto por la vereda como acción intimidatoria, afanarse ruedas de autos y otras formas de molestar, irritar y hacer el mal sin mirar a quien, que delatan nuestra identidad genética con ratas y cucarachas.


¿Por qué no las estatuas? Pero, tratándose de ellas el asunto es más dramático aún: las estatuas pertenecen al mundo de la representación, zona obscura en la que se concentran formas diversas de violencia. Es lo que explica que los actores hasta hace poco más de un siglo no pudieran ser inhumados en campo santo, o que fueran atacados a cuchillazos aquellos que jugaban el papel de malos en obras que recorrían pueblos rurales, sin contar con el asesinato de John Lennon, el atentado al Papa Juan Pablo II, por su investidura, y el ataque artero al coiffure Roberto Giordano a la salida de la cancha de River por ser un modisto bostero.


Pero la cadena pasional del odio estatuario tiene un momento anterior, digno de examinar como una sutil operación cultural. Para ello, debo arriesgar mi arbitraria teoría –arbitraria y en parte afanada, como toda teoría– sobre las operaciones que realizamos los argentinos con nuestra historia.
Sostengo que tenemos en común un rasgo psicológico que podría describirse como el perfil del capo mafia:


El capo mafia es aquel sujeto que ordena emparedar a sus enemigos y luego concurre al velatorio a saludar a los deudos, a exaltar las virtudes del difunto y hasta a llorar junto a ellos.
Creo que Argentina tiene una cultura dominante que no vacila en emparedar a compatriotas, luego llorar desconsoladamente su pérdida y terminar levantándoles un monumento.
Por ejemplo, es sabido que el gaucho, así indómito y rebelde como lo pintan, o no existió o fue una rareza, nada común, pero su imagen sirvió a los unitarios para decir que los caudillos, que tenían el apoyo de las masas rurales, eran la barbarie, tal como hoy sirve mostrar a Luis D’Elía a la clase media para meterle miedo.


Luego, el pobre rural que andaba suelto fue liquidado o, al menos, convertido en peón obediente para bien de las estancias y el capitalismo agrario. Y tiempo después hicieron del Martín Fierro la obra épica nacional. ¿Cómo terminó todo? Con los estancieros y productores agropecuarios discutiendo en nuestros días un problema de guita vestidos de gauchos y hablando del ser nacional.


Peor aún les fue a los indios: la Argentina oficial exterminó al indio en las pampas, en el Chaco y la Patagonia. Cuando ya eran invisibles y no interesaban a nadie, en el siglo XX se fabricó un Superman criollo que era un indio: el indio Patoruzú fue un ícono de la cultura popular, una especie de superhéroe nacional, y hasta una suerte de Joint venture lleno de merchandising. Otra vez el truco de hacerlo desaparecer y luego levantarle un monumento.


Ensoberbecido con mi teoría, me atreví a exponerla ante un grupo de historiadores, y uno de ellos me advirtió que estaba haciendo pipí fuera del tarro: “Patoruzú era un indio tehuelche, y los tehuelches no fueron enemigos, sino aliados de los blancos en la conquista del desierto”. ¿Eso desarma mi teoría? ¿Fuimos realmente agradecidos y selectivos con los tehuelches?; ¿integran hoy una próspera clase media, por no decir la alta burguesía a la que pertenecía el indio Patoruzú con sus numerosas estancias?


Bartolomé Mitre, el gran hacedor de opinión pública y una de las mentes más influyentes en la forma en que Argentina se piensa a sí misma, también es responsable de esas operaciones que consisten en silenciar sujetos políticos y luego elevarlos al panteón nacional.


Observen la operación ideológica que produce el político e intelectual sobre los caudillos. Primero, en su Galería de celebridades nos da una visión negativa de los caudillos. Luego, en las últimas dos ediciones, cambia y dice que ciertos caudillos como López y Ramírez, reconocían una patria indisoluble y se inspiraban en un sentimiento verdaderamente argentino.

¿Qué había pasado en el medio para este cambio de posición de Mitre?: que a partir de 1862 Buenos Aires pudo unificar al país bajo su hegemonía, y más aún luego de 1880. Entonces, para las elites de Buenos Aires y del interior los caudillos ya no representaban la amenaza de guerra civil y de segregación que habían sido durante décadas. Ahora se podía remixar la interpretación sobre los caudillos en la revolución y en las guerras de independencia, y darles algún reconocimiento. Además, para unificar el país había que integrar y armonizar las distintas fuerzas sociales que conformaban la Argentina.
Conclusión: primero los hicieron puré, y luego vinieron Félix Luna y Ariel Ramírez para cantarles.


¿Qué decir de Evita y del Che, los dos personajes más odiados en su momento y hoy con miles de monumentos en todo el mundo?
¿Y don Hipólito Yrigoyen, odiado por los argentinos cuando el fascista Uriburu dio el golpe de Estado para derrocarlo, y luego, al morir, llorado por multitudes que incluso llevaron su carruaje mortuorio a pulso? ¿Y Perón, repudiado en 1955 pero llorado por todos los argentinos que en 1974 despedían sus restos llorando? ¿Y Alfonsín, abucheado como presidente de la híper y llorado el año pasado ante su muerte?
Menos mal que hay excepciones y a Videla le bajaron el retrato del Colegio Militar...
Las estatuas y monumentos, con esa cara de poker que lucen los prohombres, son sujetos políticos de temer. Y lo mejor que podemos hacer es no ignorarlos.

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