viernes, 11 de junio de 2010

CARLOS MUGICA, EL CURA


Por Mamerto Manapace


Al padre Carlos Mugica lo conocí una nochecita de verano antes de los años 70. Él venía de misionar en mi tierra natal del norte santafesino, donde era obispo su amigo Mons. Juan José Iriarte, y quizá por eso puse una especial atención en su persona en aquella primera ocasión. Pasó para hacer noche aquí y a la vez saludar al Padre Pedro Eugenio Alurralde, su amigo de infancia, que era entonces el Prior del monasterio. Para mi fue en ese momento uno de los tantos curas que solían frecuentar el monasterio, a veces solo de paso, y otras buscando unos días de sosiego en los que realizar un retiro.


Llegaron los tiempos posteriores al Concilio, y sobre todo aquellos que siguieron al encuentro de los obispos latinoamericanos en Medellín. Y muchos curas, religiosos, monjitas y laicos comprometidos, comenzaron a hacer una clara opción por los pobres. Muchos de ellos incluso dejaban sus colegios clasistas, para ir a vivir en barriadas pobres en lo que se llamaba Comunidades Religiosas Insertas en Medios Populares (CRIMPO). Muchos de ellos habían firmaron un documento de compromiso para dedicarse a la evangelización del tercer mundo.


Los más comprometidos en esta línea formaron un movimiento que se dio en llamar Curas para el Tercer Mundo. Cuando yo conocí a Carlitos Mugica más de cerca, esos tiempos habían madurado bastante. Y sobre todo, los curas del tercer mundo de la zona de capital, ya habían comenzado a llamarse curas villeros, por su dedicación casi exclusiva a la pastoral en los ambientes de Villas miserias de la Capital y Gran Buenos Aires. El Padre Rafael Tello era reconocido como su líder espiritual, y el referente indiscutido de todo el grupo. Su principal preocupación era dar una fuerte espiritualidad a la acción concreta de estos jóvenes sacerdotes. Y por ello se propuso acercarlos al monasterio de Los Toldos. Y para mi sorpresa, fue él quien me pidió que acompañara a estos curas en los retiros espirituales que los reunieron aquí en las semanas finales del verano de los años 72 al 74. Mi misión era darles un par de charlas diariamente, motivándolos para la reflexión de la palabra de Dios. A veces compartía con ellos también la reunión de la noche.


Estos encuentros me permitieron conocer más de cerca al Padre Carlitos Mugica. Sobre todo saber de su personalidad, su apasionamiento por algunas cosas, y su profunda piedad. Cada día lo veía entre los primeros que llegaban a la capilla para compartir nuestra oración de la madrugada, antes de las 5 de la mañana. Y por la noche era de los últimos en dejar la capilla, cuando había que cerrarla.


Recuerdo bien nuestro último diálogo, casi en el estribo de la camioneta que lo llevaría de regreso a la Capital, amontonado con todo el grupo de curas. Para que pudieran sentarse en la parte trasera del vehículo que traía cúpula, fuimos hasta los galpones a buscar unos fardos de pasto. Aproveché ese momento para preguntarle si tenía miedo a que lo mataran, ya que había recibido varias amenazas en ese sentido. Y me sorprendió su respuesta:


-No. ¡A lo que le tendría mucho miedo es a despertarme un día y saber que me echaron de la Iglesia!


A lo que yo le respondí:


-No tengas miedo Carlitos. ¡Dios te va a ser fiel!


Y ya en el momento de despedirnos mientras nos dábamos un abrazo me dijo, haciendo alusión al año santo que se iba a celebrar pronto:


-¡Este año muchos nos encontraremos con Dios!


Fue lo último que le escuché. Pocas semanas después, en la madrugada de un 11 de mayo, fiesta de San Mamerto, y aniversario del nacimiento de Fray Mamerto Esquiú y de la muerte se Ceferino Namuncurá, me enteré que lo habían ametrallado a la salida de una Capilla de barrio donde había celebrado esa tarde la Eucaristía y acababa de preparar una parejita para el sacramento del matrimonio. Murió claramente como cura.


Sacudido hondamente por esta noticia, pocos días después escribí de él esta semblanza, sobre todo para salir al paso de tantas opiniones que trataban de desfigurar su imagen, y de justificar o condenar el hecho culpando ya sea a una parte o a la otra de las que en ese momento estaban en pugna. Y completé unos versos que había escrito para él.


La Violencia de la Sombra


Dios le había regalado un lindo corazón. Era capaz de amar y apasionarse. Tenía capacidad para ver. Sus ojos siempre miraban a las cosas, y no le costaba vibrar con lo que veía. Por eso las injusticias lo sacudían fuerte. Muchos le tenían desconfianza porque le conocían un corazón arrebatado y violento.


Encima era bastante ingenuo. Le gustaba hablar, mostrarse y manifestar lo que llevaba adentro. Eso le hacía amar cosas contradictorias, y muchos creyeron que era un incoherente. Otros creyeron poder utilizarlo, y cuando él siguió nomás su rumbo, no lo comprendieron.


Alma de niño, buscaba ansiosamente la verdad, y quería a toda costa practicar la justicia. Llevar la justicia a la práctica era para él una obsesión. Tal vez hubiera algo de biológico en ese apetito de justicia. Por eso se comprometía tan entero cuando veía, en algún lugar o persona, la realidad del compromiso por la justicia. Pero como la justicia es una realidad tironeada por diversos bandos que creen poseerla en exclusiva (como se pelean los perros por la achura), le sucedió más de una vez el querer tironear desde distintos rumbos. Desde todos lados le ladraron para animarlo, y de todos lados le lanzaron su mordisco. Y él seguía nomás, apasionado por llevar la justicia a la práctica. Tal vez sin plan, sin proyectos, guiado como por un instinto. Amaba la parte de justicia que encontraba en cada hombre, y pretendió sacudir la vergüenza en cada grupo.


Y eso es peligroso. Es peligroso ponerse a plena luz cuando andan sueltas las tinieblas. Y en cada compromiso, en cada realidad hay un encontronazo entre la luz y las tinieblas, entre el miedo y la vergüenza. Y es peligroso para un hombre amar la luz en cada cosa, y en cada cosa pretender vencer la noche mediante la vergüenza.


Por eso el miedo que hay en cada uno de nosotros se puso a perseguirlo. A escondidas, por supuesto. El miedo suele ser cobarde, y prefiere no mostrar la cara al descubierto. De ahí que el día que lo mataron, nadie quiso ser responsable del suceso. Nos echamos la culpa mutuamente, y hasta a lo mejor creímos ser sinceros.


Poco importa el nombre del que lo mató. Conocemos sí, el nombre y apellido del que ha muerto. Lo mató la violencia de las sombras, y su nombre está escrito en el libro de la vida. Un pueblo lo lloró en silencio. Ese pueblo que también ama la justicia, y que como todos los perseguidos por llevar la justicia a la práctica, tendrá en herencia el Reino de los cielos.


Porque al morir un hombre por practicar la justicia, se opera en él la victoria definitiva de la luz sobre las sombras. La luz vence en ese hombre a las tinieblas. Y así se le abren las puertas del Reino de la luz.


-Felices de ustedes cuando sean perseguidos e insultados, y cuando digan toda clase de cosas falsas sobre ustedes. Alégrense, no se pongan tristes: porque van a recibir un gran premio en los cielos; porque así también persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes (Mt 5, 11-12).


Texto escrito sobre Carlos Mugica por Mamerto Menapace en el libro "En la luz de mi tierra" de Editora Patria Grande


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