jueves, 10 de junio de 2010

"DECIR QUE TODO ES CULPA DE LA DICTADURA NO ES SALUDABLE"


El autor de "La mujer ducha", Juan Sasturain, habla de sus años de estudiante, de medios, de fútbol, de oscuridades peronistas y de su alergia creciente a los catecismos fáciles.


Por Eduardo Blaustein

Tiene el problema de todo notorio hincha de Boca, pero hay quienes lo quieren. Acaso por respeto de clan masculino: el tipo sabe de balompié y sus escritos futboleros están como mínimo a la altura de lo mejor de Soriano y de Fontanarrosa. El que suscribe recuerda como agradecido gallina un hermoso texto corto dedicado a reivindicar la desparramada figura del Muñeco Gallardo (“Este muñeco de trapo, de aserrín, de lona..., que no debe tener una sola línea recta ni en su diseño físico, ni en su apostura, ni en el dibujo que deja su recorrido en el campo”). De Juan Sasturain se sabe además que es un escritor de la hostia (Manual de perdedores, Arena en los zapatos, La mujer ducha, La lucha continúa), que se mueve como pez en el agua y con saber histórico en los mundos del policial, del comic y la historieta. Fue director en los ’80 de la revista Fierro, que hoy sigue editando, y con Alberto Breccia se mandó cuatro Perramus al hilo que se hicieron mito.

Cuando habla o escribe sobre literatura Sasturain tiene el don de la soltura y la chispa, la elegancia con naturalidad, la naturalidad con la hondura. Se nutre de su cabeza y no de sistematizaciones librescas o ajenas. Acaso la soltura, y eventualmente un sustantivo viejo que se llamaba bonhomía, le permitieron conducir un simpatiquísimo programa de tele dedicado a los libros. Que puede resultar medio ligero según de qué receptor se trate. Pero que está muy bien hechito y es muy atractivo. Se trata de Ver para leer, que sale los domingos a medianoche por Telefé y que en breve larga su tercer ciclo. Desde ese punto de la galaxia electrónica Sasturain hizo una cantidad de puntos de rating que equivalen a vaya a saber qué multiplicación de lo que cosecha el más mentado best seller argentino. Un espantoso montón de gente.

–¿Quién fue el pícaro que se animó a apostar a tus dotes actorales o de conductor?
–Fue Claudio Villarruel, de Telefé. Él tenía un programa de libros concebido según el modelo del que hizo Antonio Skarmeta, y algún otro también. Supongo que me habrá visto hablando más o menos suelto en la tele. Ahora, ¿sabés lo que es que a uno le ofrezcan un programa de libros en un canal de aire? Me encantó.

–¿No te agarró algún cagazo?
–Yo me imaginaba un programa como estamos ahora, hablando informalmente de libros. No me imaginaba que iba a tener las características que tiene, un abordaje ficcionado tan grande con un personaje que soy un poco yo, pero corrido. “No”, dije yo. “¿Cómo voy a hacer esto?”

–¿“No” por qué? ¿Por recelo? ¿Miedo al ridículo? ¿Prejuicio contra la tele?
–Tenía miedo de la identificación con un personaje que pudiera no ser yo. Yo quería ser yo. Si bancaba un libro o decía tal cosa, el que hablaba era yo. Tenía mucho miedo de perder el control, en el sentido psicológico. Estaba muy a la defensiva hasta que entendí una cosa: el peso que iba a tener en el programa la ficción. Hasta que me hicieron entender que yo iba a hablar de Kafka o de Flaubert pero que la gente se iba a enganchar con qué le iba a pasar a Juan esa noche, qué problema tiene en el programa. Tuve que aprender que estaba en un ámbito que desconocía, con reglas que yo desconocía. Es otro mundo.

–¿Sufrías mucho al principio o ahora cuando en la edición abrevian, abrevian y abrevian?
–No. Aprendí que mi trabajo llega hasta cierto momento: hacerme cargo de lo que diga y hacerlo lo mejor posible. Y que no se contradiga con lo que pienso. Es un lindo programa de tele. Si sirve para fomentar la lectura... no tengo la más puta idea.

Siguiendo con las industrias culturales, pero apuntando a tu trabajo con la historieta y el comic, ¿qué transformaciones explican que la circulación y venta de revistas de esos géneros hayan caído tanto en relación con los años ’50 o los ’60? ¿La irrupción de la tele?
–Cambió todo. Las historietas y el humor gráfico tuvieron muchos buenos momentos en Argentina, y todavía tienen. El apogeo fue en los ’40 hasta comienzos de los ’60 y eran portadores de humor y aventura. En un mundo sin tele las aventuras estaban ahí, en la radio y en el cine. Había humor en la radio y había veinte revistas de historietas. Patoruzú y Rico Tipo vendían 500 mil ejemplares todas las semanas. Después llegaron las mexicanas de Novaro, con la apertura de la Libertad ora. Las historietas ocupaban cualitativa y cuantitativamente ese espacio en esa época y nunca más lo volvieron a ocupar. Y ya en los ’60, con la Bienal de Venecia, el pop art o el Di Tella, el comienzo de la autoconciencia artística de la historieta, tanto en la práctica de los dibujantes como en el hecho de escribir sobre ella, no coincide con un período de auge; Breccia ya estaba retirado. Nosotros en los ’80, con Fierro, si vendíamos quince mil ejemplares estábamos felices.

–Vos contaste mucho, reivindicándola, tu infancia de lector de historietas. ¿Qué pasos o lecturas intermedias te llevaron a dejar tu pueblo para venir a estudiar Letras en Buenos Aires.
–Yo me recibí en el ’63 y en el otoño del ’64 me vine de Coronel Dorrego a estudiar acá, no conocía Buenos Aires.

–¡¡Mi León Gieco!! ¿Pasaste por pensiones?
–Primero una pensión en la calle Libertad y después un pensionado de los jesuitas donde éramos 60 monos maravillosos de todo el interior, Sarandí 41, al lado del Congreso. Ahí viví dos años.

–¿Pensionado jesuita por presión de tus viejos?
–Yo era católico, me duró hasta los 19. En cuanto a “los pasos decisivos”, como a todo el mundo a mí me marcó un profe maravilloso que me reveló la literatura en primer y segundo año en Mar del Plata. Y después me puse a leer como un desaforado, cualquier cosa. Me leí todo Eudeba, cuando en el ’60 Boris Spivacoff puso los kioscos en la calle por primera vez: un librito de literatura argentina por un mango. Los compré todos, de Fray Mocho a Dostoievski.

–¿Qué lecturas recordás de aquel profe de la secundaria?
–Un Borges, un poema de Borges puesto en el pizarrón. Un soneto bajado del suplemento de La Nación del domingo anterior: A la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell. Los que estábamos ahí no sabíamos ni qué era un soneto, ni quién era Borges ni quién era Cromwell. No teníamos la más puta idea de nada. Pero es la revelación de lo que se puede hacer con las palabras. Y yo en el secundario ya escribía, en casa se leía Leoplán que traía sus lecturas.

–¿Y en la facu? ¿Algún otro docente que te abrió la cabeza?
–Yo vine como alumno con un promedio de 9,32...

Mirá con qué orgullo se acuerda el bostero...
–Y mirá la venganza de mi hijo el tatuador (Sasturain se abre el cuello de la camisa para exhibir un monstruoso tatuaje en el brazo en el que una calavera posa sobre libros y a un costado se lee el número sagrado: 9,32). Yo vine con eso pero en la primera clase de Pérez Amuchástegui, el profesor de Historia... cuando me senté... De todos los que nombró no conocía a ninguno, nunca los había leído. Como todo pibe del interior estudié como un hijo de puta. Después me despeloté porque me agarró la política, me desparramé.

–¿Qué universidad te tocó vivir?
–Un período de transición. Entre el último año y medio de lo que llamábamos “la isla democrática” nacida en el año ’56, la Noche de los Bastones Largos en que nos cagaron a palos, y hasta fines de los ’60. Fue la época de mayor politización, la de la peronización de los estudiantes, cuando el Pajarito Grabois pronunció por primera vez la palabra Perón en una asamblea en el año ’67. Cuando llegué a la facultad me metí en el Movimiento Humanismo Renovador, que eran cristianos peronistas, eran de Mounier, un existencialista católico. Yo venía de cristianuchi y de la tradición peronista de mi papá, y terminé en las FAR. A mí me reclutó Carlitos Olmedo... Cómo pensaba ese tipo. ¿Sabés a quién se parecía? A Lawrence de Arabia. Al posta, no a Peter O’Toole.

–¿Te tocó participar después como docente en las Cátedras Nacionales del ’73?
–Me recibí en el ’69, trabajé primero como profe taxi en los secundarios y después trabajé como jefe de prácticos con el Pelado (Eduardo) Romano en Literatura Argentina, y después en una materia efímera que se llamaba Proyectos Político Culturales en Argentina. Era la guardia aquella de los maestros Jorge B. Rivera, Aníbal Ford, Jorge Lafforgue.

Gente súper respetable...
–Ahí se me juntó la infancia, la reivindicación de todo lo que tenía que ver con mi práctica. La reivindicación que hacíamos en la teoría tenía que ver con mi experiencia, con el peronismo, con la cultura popular, con la historieta.

–¿Eso te hizo sentir aliviado por tus lecturas de infancia o no tenías culpas por no haber sido lo necesariamente “culto”, por venir de pueblo chico?
–No, me hacía muy bien. Fue al revés: a mí me duró excesivamente, demasiado, el haberme quedado pegado a una mirada que en algún momento era amplia y reivindicativa y luego se fue estrechando, el nac & pop más chico. Hasta que no me animé a revisar mi adhesión al peronismo, en lo que tardé demasiado...

–¿Y hoy? ¿Te importa discutir la idea misma de qué es peronismo?
–Yo siempre digo que dejé de ser peronista cuando se produjo el indulto de Menem. Pero yo no pelée con Menem, Menem no era un “traidor”. Era parte de nosotros y al Turco lo voté yo. Si nosotros éramos capaces de generar con naturalidad un fenómeno como ése, teníamos que hacernos cargo de algo que hicimos mal. Obviamente uno no se baja de lo que cree, ni de lo que quiere, ni del modelo que piensa que es bueno para el país. Entonces, suelo coincidir en general con las posiciones de mucha gente que es peronista y otra que no.

–¿Y lo de las FAR cuánto duró?
–Habré conocido a no más de tres o cuatro personas. Hice un período de entrenamiento guerrillero. Fue antes de lo urbano, en la época del Inti Peredo, por ahí por Villa Tulumba, en Córdoba. Mirá lo que me perdí por hacer instrucción militar: nosotros habíamos ganado con un equipazo de Filosofía en el torneo interuniversitario. Y el premio era que íbamos a jugar al fútbol a las Bahamas y a Miami. Era un deber ser muy fuerte. Y después, de las FAR me bajé enseguida, habré estado un año y medio, fui un peronista suelto, me quedé con Perón, nunca fui montonero.

–Con todos los años de democracia que llevamos, ¿suscribís la idea repetida sobre los efectos culturales de la dictadura?
–En qué sentido...

El individualismo, el terror incorporado, la desconfianza en el otro...
–No sé, me cuesta pensarlo así. A esta altura creo que no es saludable decir que todo lo malo es culpa de la dictadura. Vamos a terminar como los gallegos de antes hablando de la Guerra Civil Española. Creo que hay que ver todo como un continuo, aunque es cierto que hay hiatos poderosísimos como el de la dictadura. Pero creo que hay que ver estos 25 años: algunas cosas aprendimos y otras no. Más grave que la dictadura es la imposibilidad que hemos tenido de construir una democracia con más convicciones. Y a uno le da un poco de vergüenza porque tiene cincuenta y pico de años, sesenta y pico. Uno no sólo es testigo, es responsable.

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