martes, 15 de junio de 2010

YA NUNCA ME VERÁS COMO ME VIERAS


Por Eduardo Blaustein


Más allá de los rituales de las efemérides, el Bicentenario abre el espacio para reflexionar sobre la historia y el presente de la Argentina, esa Patria cuyo verdadero significado fue robado y devaluado más de una vez, igual que los patriotas del pasado fueron reducidos al bronce en una operación cuyo objetivo último era anular la posibilidad de pensar en la existencia de patriotas de carne y hueso en el presente, en el día a día de las luchas populares, del trabajo, de la educación y de la construcción de nuestra identidad

De los muchos fenómenos culturales más o menos horrorosos que solemos emparentar con el Proceso militar hay uno que no se visita con frecuencia, que quedó presuntamente arrumbado en la historia de la vida privada en dictadura. Sin embargo tuvo el efecto del ácido en las representaciones que solíamos hacer sobre nosotros mismos, por engañosos que fueran ciertos modos de concebirnos. Hablo del quiebre sufrido por la palabra-noción “Patria” como efecto del patrioterismo militar-católico, del uso tácito de “Patria” como razón de desaparición y muerte, de oscurantismo, del efecto deletéreo del abuso de banderas triunfales durante la guerra de Malvinas.



Desde la recuperación de la democracia, de crisis en crisis, para no hablar de “fracaso” o “inviabilidad”, expresiones más acordes con el discurso neoliberal tilingo, “Patria” siguió su proceso de devaluación. Si hasta temimos por la eventual desaparición de la Argentina durante el estallido del 2001-2002, cómo no entender que llegamos al ciclo de recuperación iniciado en el 2003 abrumados, desoladamente fatigados por nuestra propia historia, desconfiados de nuestra identidad, de nosotros mismos.



¿Qué queda de “Patria” después de tantos golpes y transformaciones en nuestra cultura, de tantos ciclos destructivos como el de la dictadura y el menemismo? Raúl Alfonsín fue una figura trascendente en lo político y cultural por intentar recuperar un viejo sentido de lo colectivo mediante aquel acto suyo entre sencillo, atávico y enormemente eficaz de recitar el preámbulo de la Constitución que nos remitía a patios escolares en los que nos reconocíamos y labrábamos futuro. En aquellos formidables discursos de campaña, apelaba a identidades nada vagas, de rescatar lo mejor de la historia de radicales, peronistas, socialistas, las utopías y luchas de la Argentina anterior a la dictadura.


Desapariciones. Tiro casi al azar un puñado de elementos que fueron desapareciendo a partir de los años de Alfonsín y que tienen una relación estrecha con la idea más o menos vagorosa de construir una Patria desde un Estado querible y presente: las diversas asociaciones de personal jerárquico de las empresas estatales que fueron desguazadas, las viejas fundaciones partidarias o parapartidarias que estudiaban los problemas del país y posibles políticas estratégicas, el vaciamiento final en años menemistas de nuestros proyectos de desarrollo, de ciencia y técnica. Y por supuesto, los famosos “lazos sociales” que alguna vez nos unieron y que también comenzaron a extinguirse como velas en el doble ciclo dictadura-menemismo: agonía de las culturas barriales y fabriles, de locales partidarios y sociedades de fomento, de sindicatos fuertes, de sistemas previsionales y de educación pública mínimanente sólidos. El estallido de la era mediática, internet, los fenómenos de la globalización, la privatización de la vida y los espacios públicos, el vaciamiento de los discursos, todo eso llegó para aposentarse sobre un paisaje previo ya cambiado, un tanto ruinoso, tirando a crepuscular.
Hubo y hay sin embargo fenómenos de resistencia relacionables con algún ideal de Patria si, con humildad, sin forzar épicas artificiales, entendemos ese ideal como la sencilla necesidad de construir espacios contenedores de un proyecto de futuro común. Los organismos de derechos humanos, su maravillosa capacidad de irradiación y transmisión, están en cabeza de esos sectores que nos ayudaron a sostener una mínima dignidad posible, a animarnos a creer que no necesariamente la vida “es la historia contada por un idiota / llena de ruido y de furia / y que no significa nada”.



Debo sincerar que tiendo a sentir alguna reticencia a utilizar el “grandioso” término patriotas a modo de premio escolar. Pero hablando de premio escolar, de memorias reconstruidas, del Estado como herramienta de todos, de destrucciones sistemáticas que no siempre terminaron de prosperar, no se pueden dejar de mencionar las resistencias de los docentes, en los ’90 contra Menem en la Marcha Blanca, hoy resistiendo ajustes en la ciudad de Buenos Aires. Y con ellos las luchas de ATE, de la CTA y del Frenapo, cuando nadie hablaba de pobreza y los medios de comunicación venían de un lapso de complacencia y buenos negocios con el ciclo menemista.



De la destrucción y de la pobreza nacieron otros nuevos resistentes que hoy son parte de una realidad cultural y política dinámica: de los piqueteros de Cutral-Có y las muertes de Kosteky y Santillán a los movimientos sociales del presente, incluyendo a los ambientalistas de diversas provincias argentinas y a quienes pelean desde una identidad que parecía meramente arqueológica: la de los pueblos originarios. Uniendo, sumando, haciendo resonar derechos humanos con derechos sociales y ambientales, rock con folkore, pueblos originarios con hip-hop, León Gieco, es de los tipos que merecen ser rescatados con nombre y apellido por sus batallas. Con un plus: vienen desde lejos y desde abajo.


Reapariciones. Sobre el tercio final del ciclo menemista quise escribir un libro que no concreté basado en esa potente frase de Marx “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, retomada por Marshall Berman como título de un hermoso trabajo suyo escrito en 1982. La idea era hacer un conjunto de retratos de todo lo que estaba desapareciendo en el ciclo de Menem: geografías, identidades, expresiones culturales, oficios, pueblos. Todos imaginarios ligables a la idea de Patria.



Recuerdo que más o menos por entonces yo viajaba al NOA buscando peñas folklóricas y me encontraba con cumbia berreta o pop del malo en las FM. Y asocio ese recuerdo tristón con el asombro grato que provoca el hecho de que –puede que cómo reacción contra las destrucciones de las que venimos– el folklore esté de regreso desde hace años, no lejos de los nuevos modos de recuperar o hacer tango, de los nuevos modos de indagar sobre nuestra historia, hacer otro cine, pensarnos desde nuevos/viejos lugares.



Y con ese fenómeno, mediante raros efectos de carambola devenidos de catacumbas y derrotas, la política recuperó también algunos de sus bríos nunca exactamente como la pensábamos (ya nunca me verás como me vieras). Esto que viene de tantos dolores y del estallido del 2001, de mil crisis de representación e identidad, este tiempo nuevo que en buena parte es el tiempo de lo que llamamos kirchnerismo, contiene una generosa cantidad de viejos genes que hacen a nuestra historia y acaso sea antes un modo de resistencia y parate contra un ciclo de destrucción que un novedosísimo Plan de Operaciones a lo Mariano Moreno. Contiene recuperaciones valiosas, devolvió esperanzas, batalló con símbolos y realizaciones tangibles, reposicionó al Estado en un lugar de poder, disputó y disputa memorias, discursos y sentidos.



No está en lo más alto de la comunicación kirchnerista pero, de cara a la recreación de un ideal de Nación con algo del viejo país equitativo, hasta sarmientito si se quiere, adquiere un valor singular el 6 por ciento del PBI para el presupuesto educativo, la construcción de 700 escuelas, la creación del Ministerio de Ciencia y Técnica, el regreso de científicos desterrados.



Sea lo que sea lo que venga en el futuro inmediato, seguro quedarán sedimentos de este nuevo ciclo del que la mensajería hegemónica sólo rescata ideas de tiranía y crispación: disputas por la palabra que hasta hace poco estaba plenamente cedida “al enemigo”, movimientos y militancias sociales y culturales, de los barrios a los blogs y de los blogs a Carta Abierta y de Carta Abierta a la idea de construir otros modos de comunicar, de hablarnos más y mejor entre nosotros. No es poca cosa si nos ponemos a pensar que esa vieja dama del gorro frigio a la que solíamos llamar Patria, tras hacer la cola en el consulado, a punto estuvo de viajar a alguna ciudad española para resignarse a trabajar de lavacopas.

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