jueves, 10 de junio de 2010

EL HOMBRE QUE FUE IZADO DE LOS PELOS


Historia de la fotografía que simboliza la Masacre de Ezeiza.


Por Enrique Arrosagaray


El 20 de junio de 1973 Juan Domingo Perón volvía al país para quedarse, después de casi dos décadas de exilio y de prohibiciones electorales. El General estaba al tanto de la profunda división entre los sectores que se definían como peronistas. Aquel día, con Cámpora a punto de cumplir su primer mes de gobierno, la disputa era ya a muerte. Y en ese instante, la misma se focalizaba en el palco montado en las cercanías del aeropuerto de Ezeiza, en donde el viejo líder debía dirigirse a la multitud. Desde la noche anterior ese sitio estuvo controlado por sectores derechistas, encabezados por el coronel Jorge Osinde, dispuestos a impedir que la llamada Tendencia Revolucionaria –especialmente Montoneros– pudiera aparecer ante los ojos de Perón dirigiendo o controlando algo.

La Juventud Sindical Peronista (JSP) enfrentaba a la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), orientada por Montoneros. Lo mismo ocurría en el movimiento estudiantil y muy especialmente con la creación de la denominada Juventud Peronista de la República Argentina –conocida como Jotaperra–, para enfrentar a la Juventud Peronista (JP), que respondía a Montoneros. En esas circunstancias, un hombre flaco era levantado de los pelos desde la parte superior del palco. El hombre flaco, joven, intentaba desesperadamente asirse de algo; nunca había estado colgado de los pelos. Además, desde abajo lo tironeaban de los pantalones para bajarlo. Esa imagen, en film y en fotografía, recorrió noticieros, diarios, revistas, cables y documentales. Jamás se hizo pública su identidad.

“Ese tipo soy yo”, dice el hombre que ahora tengo delante, mientras señala su figura en la foto, treinta y seis años atrás. Estamos conversando en el hall de un teatro un domingo por la mañana. Es decir: silencio, soledad, amplitud. El hombre se llama Juan José Rincón, tiene 59 años y es del Dock Sud; ahora es mucho más corpulento que en el ’73, está casado y tiene un hijo. Sigue caminando por Avellaneda como si la ciudad fuera su propia casa, aunque ahora viva en Claypole. Sereno, apoya un sobre en la mesa:

–Acá te traje fotos –las desparrama sobre la mesa–. Éstas las saqué yo cuando nos preparábamos para salir, ¿ves?

Le pregunté dónde estaba Herminio Iglesias, el intendente de Avellaneda en ese momento.
–¿Herminio? Creo que fue en un coche de la Municipalidad encabezando la columna. Acá –señala otra foto–, estamos cruzando el Riachuelo...

En las imágenes aparecen miles de personas y dos banderas al frente: una dice “Juventud Peronista de Avellaneda” y la otra, algo más escondida, dice “Villa Tranquila”. Todos, hombres y mujeres, sonrientes, alegres. Estaban seguros de que ahora sí Perón se quedará.


Perón vuelve. De todo el país convergían aquel 20 de junio columnas con cientos y miles de argentinos hacia Ezeiza. Aunque sin dudas, las principales columnas, formadas como tales y compuestas sobre todo por militantes organizados, provenían de las barriadas del conurbano.

–¿En dónde concentraron ustedes?
–Sobre todo en la vereda de la Municipalidad. Pero micros había hasta en la plaza. El centro operativo, con Herminio, estaba en la sede municipal.

–¿Qué era usted, políticamente, en ese momento?
Peronista, era un militante más de la JP de Avellaneda; era secretario de prensa.

–¿De cuál JP?
–No de la de Montoneros. De la otra.

-¿De la Jotaperra?
–Correcto, de la Jotaperra.

Ustedes tenían una gran coincidencia política con la Juventud Sindical Peronista, ¿no?
–Sí, claro, había una unidad muy grande entre nosotros y la Juventud Sindical. Nos pusimos Jotaperra para diferenciarnos completamente de la JP de Montoneros. No teníamos nada que ver con ellos.

–¿Era numerosa la Jotaperra en Avellaneda?
–Por supuesto. Teníamos 34 unidades básicas sólo de nuestra JP. Nuestro hombre indiscutido era Herminio y el jefe de nuestra JP en Avellaneda era Alfredo Faraci, además estaba Spina, Suárez...



Cuando la columna de micros y coches llegó hasta donde pudo, Rincón se separó y caminó hasta atrás del palco, sabía que su novia, María Cristina Rodríguez –ahora su esposa–, estaría allí con las ambulancias. Había por lo menos tres de Avellaneda.

–¿Estaba muy atrás del palco?
–Estaría a unos veinte metros, en subida.

–¿De ahí vio el inicio de la pelea?
–Sí. Todo comienza con la llegada de Montoneros de zona sur, que entra por la ruta 205 y choca contra la valla del palco junto al puente. En ese momento me vi venir la noche. Ahí comienza una refriega. La gente que custodiaba el palco quiso frenar la columna y ellos quisieron avanzar. Ahí empezó la pelea y luego los tiros.

–¿Qué hizo usted?
–Me tiré al piso entre las ambulancias, más que nada luego de ver que una bala pega en la puerta de una ambulancia al lado mío.

Rincón ignora cuántos minutos pasaron hasta que comenzó a ver heridos y muertos. Tampoco supo que uno de los hombres que iba al frente de esa columna de Montoneros era un conocido, Juan Carlos Ferrando, también de Avellaneda. En segundos caería gravemente herido y sería operado a metros, en el hospital local.

–¿Qué hizo usted cuando comenzó a ver a tanto herido?
–Me volví loco...

Seguidamente, diría:

“Me acerqué como pude hasta el primer tipo que vi que caía herido. Te cuento, ese tipo cae boca abajo, herido, me acerco y al levantarlo, del medio de la cabeza, cuando respiraba, le salia un chorro de sangre. Lo doy vuelta, porque hasta ahí estaba de espalda, y del pecho le salen dos chorros de sangre, tenía dos impactos en medio del pecho, por el corazón. Me desespero, lo arrastro hasta la primera ambulancia, abro la puerta y lo ingreso con la ayuda de mi novia. Lo metemos atrás, busco al chofer, no lo encuentro y cometo el gran error de tomar la ambulancia, la pongo en marcha –era una ambulancia de Avellaneda–, no recapacité, tomé la ambulancia y lo llevé hasta el hospital. Luego hice más viajes con heridos, por el pasto, esquivando lo que sea para llegar rápido, pegaba la vuelta y había más gente jodida, me la cargaban y yo seguía llevando, hasta que se decide –no sabe quién– que las dos ambulancias del municipio y la del Hospital Finoquietto se volvieran. Cuando vamos a enfilar para Avellaneda, veo que a la ambulancia del Finoquietto, en la que iba mi novia, la rodean, pensé que eran Montoneros que la rodeaban ¡Pensé lo peor! Una de las personas que venía conmigo me dice ‘¡Arrancá!’ –de muy mala manera–, y yo le digo: ‘¡No, la ambulancia de Cristina esta rodeada!’. Ahí, el que me amenazaba se larga de la cabina pero otros, de afuera, ven todo ese movimiento –un movimiento que seguro incluyó gritos y manipuleo de armas– y un grupo grande de personas rodea la ambulancia mía, con gomeras y tuercas, ¡¡unas tuercas!! Y me obligan a salir, me revisan la ambulancia –no todo serían gasas y algodón–, ¿sabés qué pasaba? Buscaban una ambulancia que iba y venía ametrallando gente y supusieron que era la mía. Ahí me sacan de la cabina y me llevan hacia el palco. Lo que no me di cuenta en ese momento era de que ellos eran de la misma línea política que yo, de la Juventud Sindical; incluso, yo estaba con el brazalete de Avellaneda y dentro de la campera tenía el brazalete de la Juventud Sindical”.

–La locura del momento no lo dejó pensar ni hablar.
–No me dejó nada. Tenía en el bolsillo el brazalete de delegado de la Juventud Sindical ¡El brazalete verde! ¿Te acordás del brazalete verde? En realidad después supe que eran de la Juventud Sindical.

–¿Qué hacen con usted a partir de ese momento?
–Me llevan hasta el borde, para meterme en el palco y la cosa se puso cruenta: querían prender fuego la ambulancia. Me hacen subir por una escalerita para el primer palco en donde había estado la orquesta, y cuando ingreso no te la quiero contar: la cantidad de trompadas que me dieron los que me esperaban porque veían que me traían detenido... Yo, para ellos, era montonero. Recibí para que tenga, para que reparta y para que guarde.

–Y lo piden de arriba.
–Me acercan a la orilla de ese primer palco y ahí arriba estaba el lugar en donde hablaba Favio y desde donde hablaría Perón. Todo muy confuso, porque si vos viste en película o fotos de todo esto, habrás visto cómo caía la gente de los parlantes, era desesperante.

En ese instante, Rincón interrumpe su relato para secarse una gota de sudor que le corre por la frente.

Y prosigue:

Me acercan al terraplén porque desde arriba, desde el palco principal, pedían a los gritos que me subieran, luego supe que era el lugar en donde ponían prisioneros a los que agarraban.

–Ahí es cuando te levantan...

Rincón, trazando en sus labios una sonrisa triste, contesta:
–Claro, cuando me acercan a ese borde no tienen mejor manera de levantarme que de los pelos. Porque en ese momento tenía pelo, Y me levantan de los pelos nomás; pero algunos de los que estaban abajo no querían que me subieran, me querían matar ahí, por eso me tiraban de los pies para abajo. Si mirás en la filmación, yo muevo las manos, desesperado, porque quiero agarrarme de la baranda del puente o de algo, y cuando me agarro, pego el tirón y me suelto de los que me estaban agarrando de los pantalones y caí casi parado allá arriba.

–¿Qué hacen con vos ahí arriba?
–¿Viste ese que aparece en todas las filmaciones con anteojos negros? Apenas aterrizo, ese señor viene con una pistola tomada del caño para partirme la cabeza con la culata. Me cubro ‘¡No me pegue!’, le grito ¡primero identifíqueme!, y el tipo frena y me llevan hasta la cabina en donde transmitía Favio, que ya estaba llena de gente, prisioneros, presos.

–¿Te meten ahí?
–Me empujan ahí adentro ‘¡Quedate ahí!’, me ordenan. Y lo que te digo ahora lo tengo tan grabado: en ese momento hacen entrar a otro, un hombre grande, y justo el hombre queda en un ángulo de esa cabina, que estaba armada con perfiles de aluminio, y viene uno de afuera, muy mal, muy pasado, le lanza una patada terrible y con el taco del zapato le pega en la nariz, en la cara, le desfigura la cara y al irse para atrás, fuerte, el hombre pega con la nuca en el ángulo y se parte la cabeza como una sandía.

–¿Lo tuvieron mucho tiempo en esa cabina?
–No, pero por pura casualidad. Cuando a mí me suben de prepo al palco, me llevaron también con mi compañero de ambulancia, que era Leonardo Torrilla, gran peronista, un poco mayor que yo, excelente persona. A él lo reconocen y no lo meten en la cabina, lo dejan afuera y él ve a un compañero de Quilmes al que llamaban Caballo Loco. ‘¡Rescatame a Rincón, dale!’, le pide. Y yo veo que viene un tipo a la cabina y grita ¡Rincón!, y me saca.

–¿Ahí recuperó algo de tranquilidad?
–Y sí. Torrilla y yo nos fuimos hacia el Hospital de Ezeiza, ahí veo a mi novia y me entero de que me había estado buscando, le habían dicho que me habían fusilado; me estaba buscando entre los muertos y heridos ¡En la cocina del Hospital operaban a heridos! ¡En cualquier lado operaban!


Regreso sin gloria. José Rincón volvió en otra ambulancia, ya siendo una noche cerrada. Pero él no manejaba. Eran varios y tenían mucho frío.

Aún no sabe si el líquido que le dieron a tomar para entrar en calor tenía algo raro, pero lo cierto es que se durmió enseguida y lo despertaron en la puerta de la Municipalidad de Avellaneda.

“A Herminio le habían dicho estupideces: que habían quemado la ambulancia, que yo la había entregado, versos que él nunca creyó y yo le conté la verdad. A la juventud, Herminio la defendía mucho. Esto arraigó mucho más el peronismo en mí, nunca bajé los brazos. Sigo teniendo a Herminio Iglesias en el corazón”, fueron sus palabras de despedida.

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