Si en 1810 la Revolución de Mayo se dio, entre otros factores, como batalla contra el monopolio comercial español, doscientos años después la disputa antimonopólica es otra. Volvieron también los lenguajes jacobinos, en un curioso giro de la Historia. Hitos, continuidades y rupturas en dos siglos de periodismo argentino: del Facundo de Sarmiento a Arlt, de Walsh a la dictadura, y de allí a la blogósfera.
Por: Eduardo Blaustein
Paradoja bicentenaria, con algo de forzada: si el nacimiento de La Gaceta en el Año 10 tuvo mucho que ver con el proceso de una prensa europea nacida como “tribuna de doctrina” de las burguesías en ascenso –disparador retomado en la fundación del diario La Nación–, el jacobinismo que latía en los viejos escritos de Mariano Moreno está de regreso, con otros modos. Sucede doscientos años de periodismo después, en un escenario de polarizaciones y trincherismo. Contra buena parte de las virtudes que se adjudica la moderna prensa libre –objetividad, neutralidades, reproducción fiel de la realidad, defensa de los intereses ciudadanos– hoy se verifica un curioso giro de la historia construido, según de qué actor se trate, entre destemplanzas, manipulaciones, dicotomías feroces y un mínimo envoltorio de corrección política diseñado para enmascarar los intereses que se defienden.
La historia argentina en términos de publicaciones, periodismo, periodistas e industrias culturales es riquísima y da para el regocijo. Tiras de nombres posibles: Moreno, la generación del ’37, Alberdi y el joven Sarmiento, ese librazo de nuevo periodismo que es el Facundo, así como lo es Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla. El Mosquito y la vieja Caras y Caretas. Las publicaciones anarquistas o las de las colectividades inmigrantes. Y Arlt y Crítica y González Tuñón y el Horacio Quiroga que colaboraba en La Nación (como José Martí, desde el Norte). Y más adelante Scalabrini, Jauretche, Selser. Todo Walsh y el diario de la CGT de los Argentinos. Y las plumas admirables de La Opinión, Enrique Raab entre tantas. La ardua búsqueda de un periodismo a la vez masivo y revolucionario en Noticias. Para hacer stop en los ’70: el espanto de la prensa en dictadura.
Pioneros. Los nombres tienen su peso pero acaso importen más los contextos históricos y culturales. Los señalaron bien Aníbal Ford y Eduardo Romano cuando hablaban del proceso alfabetizador e integrador de un potente sistema educativo público como generador de públicos preparados, ávidos de lecturas. Argentina fue siempre pionera primero en el desarrollo de sus industrias periodísticas, luego radiales, luego televisivas, finalmente en términos de penetración del cable (por años tuvimos mayor desarrollo que varios países europeos) y del uso de internet.
Paradoja bicentenaria, con algo de forzada: si el nacimiento de La Gaceta en el Año 10 tuvo mucho que ver con el proceso de una prensa europea nacida como “tribuna de doctrina” de las burguesías en ascenso –disparador retomado en la fundación del diario La Nación–, el jacobinismo que latía en los viejos escritos de Mariano Moreno está de regreso, con otros modos. Sucede doscientos años de periodismo después, en un escenario de polarizaciones y trincherismo. Contra buena parte de las virtudes que se adjudica la moderna prensa libre –objetividad, neutralidades, reproducción fiel de la realidad, defensa de los intereses ciudadanos– hoy se verifica un curioso giro de la historia construido, según de qué actor se trate, entre destemplanzas, manipulaciones, dicotomías feroces y un mínimo envoltorio de corrección política diseñado para enmascarar los intereses que se defienden.
La historia argentina en términos de publicaciones, periodismo, periodistas e industrias culturales es riquísima y da para el regocijo. Tiras de nombres posibles: Moreno, la generación del ’37, Alberdi y el joven Sarmiento, ese librazo de nuevo periodismo que es el Facundo, así como lo es Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla. El Mosquito y la vieja Caras y Caretas. Las publicaciones anarquistas o las de las colectividades inmigrantes. Y Arlt y Crítica y González Tuñón y el Horacio Quiroga que colaboraba en La Nación (como José Martí, desde el Norte). Y más adelante Scalabrini, Jauretche, Selser. Todo Walsh y el diario de la CGT de los Argentinos. Y las plumas admirables de La Opinión, Enrique Raab entre tantas. La ardua búsqueda de un periodismo a la vez masivo y revolucionario en Noticias. Para hacer stop en los ’70: el espanto de la prensa en dictadura.
Pioneros. Los nombres tienen su peso pero acaso importen más los contextos históricos y culturales. Los señalaron bien Aníbal Ford y Eduardo Romano cuando hablaban del proceso alfabetizador e integrador de un potente sistema educativo público como generador de públicos preparados, ávidos de lecturas. Argentina fue siempre pionera primero en el desarrollo de sus industrias periodísticas, luego radiales, luego televisivas, finalmente en términos de penetración del cable (por años tuvimos mayor desarrollo que varios países europeos) y del uso de internet.
Si se trata de los viejos años del periodismo escrito, todavía en los ’70 nuestro país duplicaba el promedio de consumo de diarios y revistas en América Latina (182 diarios por cada mil personas, contra los 80 por mil de la región). Llegaron más tarde crisis, retrocesos, transformaciones culturales y un ciclo de decadencia: la circulación de diarios bajó un 40% entre los ’70 y el ’90. De 2 millones (1970) a 1,2 millones de ejemplares (1990), pese a un crecimiento poblacional del 50 por ciento.
Octavio Gettino señaló en sus trabajos sobre industrias culturales que en los momentos históricos en los que se registró una mejor distribución de la riqueza se dieron los picos máximos de producción y venta de publicaciones, libros o películas. Si se trata de la circulación de revistas, en 1973 se tiraban 233,8 millones anuales de ejemplares, con 337 títulos. En los ’40 y ’50 sólo las revistas de historietas editaban unos 70 títulos y 1,3 millones de ejemplares. Hacia 1973 la editorial de Dante Quinterno tiraba 800 mil ejemplares. En 1991, ese mismo rubro de las historietas se había reducido a 270 mil ejemplares. Más de un semanario de interés general hoy puede darse por satisfechísimo si vende 20, 30, 40 mil ejemplares.
La explosión de la televisión, el cable e internet explican sólo parcialmente el descenso. La era mutó; asistimos al estallido de lo visual, los tiempos de los “cansancios de lectura”, la imposición de textos cortos virando a tontos, las lógicas del infoentretenimiento, el impacto, el vértigo sin sentido, la banalización, la espectacularización. Si es por la función de industrializar el miedo, habrá que transigir: tal como lo describe la historiadora Lila Caimari en su libro La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires 1880-1940 (Sudamericana), el género policial y esa lógica inherente de temor al Otro ya gozaban de buena salud en el siglo XIX. En los años ’30 la crónica roja circulaba en diarios leídos por capas ilustradas de la población. Otros añadirían con razón que, a su vez, esos géneros no fueron más que el reciclado de viejas tradiciones populares.
Otro mundo, otras voces. Lo demás es sabido: la era de la concentración mediática en todo el mundo y en nuestro país también. Las inequidades –el recorte de derechos– en el acceso a la producción y la emisión de información y cultura. El gran cambio que se está registrando no sólo en Argentina sino en buena parte de nuestro continente, en términos de crítica de la comunicación establecida y construcción de otros sistemas posibles, habla de una vitalidad social perdida en los países centrales. En todo el mundo se habla de fenómenos de degradación, pérdida de credibilidad y de penetración de los medios que no obedecen sólo a nuevas pautas de consumo ni a la aparición de las nuevas tecnologías. Termine como termine el proceso de judicialización de la Ley de Servicios Audiovisuales, el debate generalizado ya forma parte de un proceso cultural fantástico, de una nueva conciencia social y de nuevos modos de resistencia cultural.
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