Sus ojos grises –hartos de tanta indiferencia– preguntan cuándo cambiará su presente. Aquella postal turística del hermoso río Paraná, donde el verde yerbal contrasta con la intensa tierra colorada, se topa con la realidad y la lucha perseverante de los tareferos, los que cosechan la yerba mate a mano valiéndose de una tijera, sin tregua alguna en el yerbal.
Ellos dicen que son el orgullo de la provincia de Misiones.Sin embargo, en Montecarlo las condiciones laborales de estos trabajadores son denigrantes. “Los tareferos hace 95 años que son explotados por poderes concentrados que se enriquecen a costa de la vida, el hambre, las enfermedades y la miseria de miles de nuestros compañeros y compañeras”, subraya Rubén Ortiz, Secretario General de la CTA Montecarlo, que desde siempre acompaña esta lucha.
A principios del 2008, 500 familias en relación de dependencia se sorprendieron al ver que les habían quitado compulsivamente sus asignaciones familiares. Luego de varias asambleas decidieron cortar la ruta 12 para demostrar que es justo y necesario dejar de ser olvidados y contra la indiferencia de las Cooperativas –plantas elaboradoras de yerba mate encargadas de contratar empleadores que rotan permanentemente para evitar problemas–. “Nosotros sabemos que somos utilizados, pero lamentablemente no encontramos otra alternativa. Ahora hay trabajo, la zafra empezó, pero a pesar de nuestra lucha todo sigue igual, en total somos 1.400 tareferos agotados de escuchar las falsas promesas de los empleadores”, cuenta Cristóbal Maidana, uno de los tantos trabajadores que en diciembre decidió sumarse a la huelga de hambre.
Trabajo congénito. La cultura del tarefero se trasmite de padre a hijos y es un orgullo para cada familia. Rosa Ortiz es una de las tantas mujeres que trabaja en el yerbal junto a sus niños, enseñándoles el oficio del corte de esta hoja verde: “A mí me enseñó a tarefear mi abuelo cuando tenía 15 años, esa enseñanza fue lo que heredé y ahora intento brindarle lo mismo a mis hijos”.
Los tareferos trabajan de diferentes maneras: concentrados en grandes grupos, formando una minicuadrilla junto a su familia o individualmente. De cualquier manera, en época de zafra –que va desde abril hasta fines de septiembre– ellos pasan sus días enteros con las manos al sol, entre esos parches verdes y geométricos alejados de sus hogares.
Labor manual. En principio, limpian cada una de las hojas con sus manos. Promediando el mes de julio, el gajo se corta con tijera y luego se rompe nuevamente con las manos. Este trabajo de 18 horas es pagado por las Cooperativas en un monto de 0,15 centavos por cada kilo de hoja verde cosechado. Si 100 kilos representan 15 pesos por día, el sueldo neto de un tarefero será de 350 a 500 pesos por mes. Sin embargo, este monto es entregado a través de vales, los cuales son canjeados en las Cooperativas que ostentan los mismos productores. Es casi imposible creerlo, hasta suena como un mal chiste, pero sin embargo un sueldo tan bajo es una buena jugada que condiciona la libertad de los trabajadores.
“A mí me gusta tarefear, pero también es cierto que es lo único que sé hacer”, cuenta Sonia Lemos, que trabaja como tarefera desde los quince años y que actualmente se desempeña como delegada del sindicato que entre ‘todos y todas’ lograron crear recientemente. “Ellos saben que absorbemos la respuesta negativa en varios ámbitos: te vas de cada lugar con una carga fuerte sin poder quejarte a nadie, el mundo se te cierra y empezás a preguntarte ‘¿para qué traje a mis hijos aquí?’. Y te angustias mucho sin poder saber cuál será su futuro”, remata Sonia.
En época de zafra, la jornada de los tareferos comienza a las tres de la madrugada. Con el tiempo justo preparan su comida seca, ya que el agobiante calor no les permite llevar otro tipo de alimento y por ello se nutren a base de mandioca y pan. Más tarde suben a un precario camión en el que es casi imposible sostenerse de pie. Así son trasladados hacia el yerbal, donde empiezan a tarefear y acarrear en sus hombros la baita (pequeño bolso), gastada con alrededor de 100 kilos de hojas de yerba mate. “Vamos a trabajar amontonados como ganado y recién a las nueve de la noche volvemos a nuestros hogares. Es un trabajo terriblemente agotador”, dispara Rosa Ortiz, sentada en la puerta de su casa acompañada por los disturbios, la risa y el llanto de sus cinco hijos.
“Cuando llueve y el camión patina o queda varado, todos tenemos que bajarnos y empujar. En ese momento no existe ni hombre ni mujer: todos hacemos fuerza. Además cuando llegamos, en los yerbales no hay baños y el suministro de agua escasea y a esto se le suma la falta de asistencia médica” remata Rosa.
Elsa y su marido abren el camino de uno de los yerbales: su voz en guaraní despeja la desconfianza y permite conversar en medio de las nubes de mosquitos. “Es difícil salir del yerbal a hacer otra cosa”, cuentan ambos que ya hace 28 años tarefean la yerba. Su casa está ubicada en lo profundo de la zona rural. “Antes vivía más lejos, ahora por suerte estamos más cerca de la ciudad”, pero aún su vivienda sigue estando alejada y las largas caminatas cada vez son más pesadas. “Mi marido es el que está en blanco, pero con lo que él gana no nos alcanza. Por lo tanto, yo dejo a mis once gurices solos y lo voy a ayudar. Es difícil organizarnos con nuestros hijos, son muchas horas que estamos lejos de casa. La mayoría de las veces dejamos al más grande al cuidado de los más pequeños”. Elsa se lamenta, y agrega: “Es una pena, ellos nunca pudieron terminar la escuela… Si no era porque tenían que trabajar en el yerbal, tenían que cuidar a sus hermanos”. Su voz corta el aire que se respira en la pequeña casa donde todos conviven dentro de un mismo cuarto. “Cuando volvemos no sabemos cómo vamos a encontrar nuestra casa, ni tampoco a nuestros hijos; eso es un dolor constante, no saber qué pasará con nuestros hijos o cómo estarán. El miedo de que se los lleven existe todo el tiempo en nosotros; además, en el yerbal no tenemos manera de comunicarnos con nadie, ni siquiera si ocurre un accidente”, alza su voz Elsa. El año pasado, en reclamo de mejores condiciones laborales, Elsa fue protagonista de varias huelgas de hambre. “Ya no tengo más ganas de tarefear, cada vez llueve más, y cuando hace frío se tiembla en el yerbal…”
El descuento a sus aportes generó una deuda dolorosa para estas familias, dado que su situación laboral siempre fue irregular y, por ende, nunca recibieron los aportes que tendrían que haber hecho sus empleadores.
A partir de varios amparos presentados por la Dra. Roxana Rivas, el juez federal de El Dorado, José Luis Casals, falló en favor de estas familias. Lo que determinó que la Anses fuera pagando, muy lentamente, las asignaciones familiares desde marzo. No obstante, todavía queda por resolver todo lo adeudado durante el año 2008 y además mayores controles del Ministerio de Trabajo de la Provincia para evitar que se siga empleando mano de obra en negro.
Es cierto que el juez falló en favor y sostuvo que: “Es la población laboral más vulnerable en el espectro de actividades de la provincia y por consiguiente una de las más desprotegidas, lo que requiere la adopción de medidas por parte de esta jurisdicción”.
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