Por Gisele Sousa Dias
Son jóvenes que lucharon contra el paco y empezaron a salir. Hace 5 años, un Jueves Santo, el actual Papa los eligió para lavarles los pies. Clarín logró reunirlos en una villa y cuentan cómo viven hoy.
Miriam le da la teta a su bebé y en el pecho se le ven los cortes. Una noche, dice, cuando el paco la había dejado tan flaca que necesitaba ayuda para pararse, unos pibes la agarraron en el Puente Alsina, la desmayaron a patadas, le dieron 23 puñaladas y la tiraron al Riachuelo. Está nublado y hay olor a tuco en la villa y al lado de Miriam está Mario. No se conocen pero sus historias están enhebradas por el mismo hilo. Una tarde, Mario se encerró en una casilla con sus amigos. Tenía una bolsa de pegamento en una mano, un revólver en la otra y la idea fija de jugar a la ruleta rusa. Mario frunce la cara y se ve: todavía le retumba el balazo que mató al que estaba sentado al lado. Y acá es donde sus historias se tocan. Miriam vivía en la Villa 21.24, en Barracas, Mario, en la 1.11.14, en el Bajo Flores: las dos villas a las que Bergoglio fue a lavarle los pies a chicos adictos al paco. Lo que siguió no fue un milagro ni una recuperación instantánea pero para ellos fue una bisagra: ahí donde el Estado no estaba, la Iglesia no se les acercaba con el sermón ni con la Biblia en la mano. Se acercaba a través de los “curas villeros”, seguidos de cerca por el nuevo Papa, metiéndose en las ranchadas, acompañándolos a internarse, enfrentando a los narcos y convenciendo a los adictos de que sí tenían una posibilidad.
Un jueves Santo, hace exactamente cinco años, Bergoglio vino a esta parroquia, en la Villa 21-24 y Zavaleta. Ese día lavó y besó los pies a 12 jóvenes que peleaban contra el paco –imitando el gesto de Jesús con sus apóstoles durante la Última Cena– e inauguró el Hogar Hurtado. “Yo estuve 10 años tirado en la calle. Muchas veces quise dejar la pasta base, pero dejaba tres meses y después volvía –dice ahora Juan José, 47 años, uno de los “apóstoles” que contaron a Clarín sus historias–. Es que vos podés dejar de drogarte, eso no es lo difícil, pero cuando dejás de consumir no sabés qué hacer con tu vida. Entonces volvés”. Por eso hay olor a tuco en la villa: es el cumpleaños del hogar que les enseña un oficio cuando salen de la internación, que los ataja con una psiquiatra cuando las voces de la abstinencia avivan los demonios y que no los expulsa cuando vienen las recaídas, roban o venden hasta su ropa.
Juan José no lo sabía pero el Padre Pepe –que después tuvo que irse de la villa por las amenazas de muerte–le había mostrado a Bergoglio una foto de él en su peor momento: la barba crecida y una taza de plástico en la mano, flaco, sucio de vivir en la calle. “Pero jamás nos habíamos visto”, dice él. “Un día, cuando yo estaba un poco mejor, me lo encuentro. Bergoglio venía de la parada del 70, en el medio de la villa, y me dice: ‘Hola Cuervo, estás bárbaro. Yo no entendía nada”. Desde esa tarde, tuvieron una relación especial: “El día que me lavó los pies me dijo bajito: ‘Bueno Cuervo, vamos a hacer esto rapidito que estamos rodeados. Dos cuervos al lado de Parque Patricios, le tierra de Huracán”, se ríe.
Juan José sostuvo su recuperación y un día cualquiera imprimió dos fotos en la misma hoja: una era la foto de la barba negra y crecida, a los pocos días de su internación. La otra era un Juan José limpio, más gordito y afeitado, sonriendo con todos los dientes. “Bergoglio tenía las dos fotos en el escritorio de su departamento, en la calle Rivadavia”, cuenta el Padre Pepe. El antes y el después de Juan José.
Los “curas villeros” hicieron el trabajo duro “pero él estaba ahí”, dice el Padre Pepe. “Bergoglio dejó de mandar curas a otros lugares para traerlos a las villas. Nos conseguía los recursos para hacer los comedores y nos apoyó cuando salimos a denunciar que las villas son zonas liberadas donde las drogas están despenalizadas de hecho y el Estado no se mete. Nadie puede hablar de algo que no vive pero él podía porque tenía una relación directa con la gente de la villa”.
Empezaron tres y ahora los “curas villeros” son más de 20. Saben que la recuperación no es rápida y que el paco está siempre listo para colarse en las grietas emocionales. Pero ellos –Charly, Toto, Gustavo, Juan– y los voluntarios ven gente donde el resto sólo ve chorros o faloperos . Y fue así que Luis – el “apóstol” del escorpión en la pierna– pasó de dormir tirado en un pasillo a ser operador terapéutico y guiar a los que vienen tambaleándose por un camino que conoce. Juan José –el “apóstol” Cuervo– pasó de pensar en el suicidio a salir de la villa, a tener una casa, una mujer y una camioneta para trabajar.
Y Mario –el “apóstol” del tatuaje en el cuello– pasó de pegarle un tiro a alguien y dejarlo en silla de ruedas a decir ésto: “Yo estaba destrozado, lleno de forúnculos por el consumo y por comer de la calle y Bergoglio me besó los pies. Capaz suena exagerado pero sentí que no le daba asco, que me decía que había una posibilidad”. Y Miriam –la única mujer de los elegidos en la villa 21– pasó de arrancarse los dedos con una botella rota revolviendo la basura a formar una familia. “La última vez que me vio yo estaba embarazada. Me abrazó y me dijo: ‘Ya está”. Pero Miriam andaba triste: le faltaba reencontrarse con dos hijas a las que había abandonado por el paco. “Lo acompañé a la parada y él me dijo ‘paciencia Miriam, paciencia, vos sos una luchadora’. Tenía razón. Se va a poner contento cuando se entere que recuperé a mi familia”.
Fuente: Clarin
No hay comentarios:
Publicar un comentario