Por Claudio Martyniuk
La muerte de Antonio Berni, en 1981, y la necesidad de hacerse cargo de las huellas de la dictadura son dos revulsivos para las artes plásticas, señala la historiadora del arte Viviana Usubiaga.
En la historia cultural de la Argentina reciente, los zigzagueos de las artes plásticas de la década de 1980 permiten acercarnos a las formas de elaboración simbólica de la desaparición de personas y, también, a la reconfiguración del sistema de producción y legitimación del arte. En 1981 falleció Antonio Berni, figura protagónica de las artes plásticas argentinas, cuyas últimas obras fueron crucifixiones en las que se reconocía la represión de la dictadura. Ya a principios de esa década comenzó a destacarse una nueva generación de artistas, en la que impactan las estéticas europeas y norteamericanas. En esas producciones -como señala la historiadora del arte Viviana Usubiaga- se despliega el dolor colectivo, a la vez que las búsquedas artísticas parecen políticamente oponerle la libertad de las formas al disciplinamiento dictatorial de los cuerpos.
¿Qué perfil tuvo la práctica artística bajo el estado de sitio? ¿Recién a comienzos de los ‘80 se manifestaron formas de resistencia a la dictadura?
El estado de sitio durante la última dictadura impuso restricciones a la vida social en los espacios públicos y, en consecuencia, las prácticas artísticas tuvieron una suerte de repliegue hacia el interior de los talleres. Si bien la censura se ejerció más frecuentemente sobre otro tipo de manifestaciones estéticas como el cine, la literatura o la música, los artistas debieron elaborar una retórica elusiva, es decir, crear recursos plásticos para que sus obras pudieran circular sorteando posibles actos de censura. Por otro lado, a comienzos de los ‘80 se intensificó una resistencia al control de los lugares públicos por parte de los creadores que hicieron de sus talleres espacios de intensa discusión y exhibición de obras. También empezaron a ocupar otros sitios, como bares y sótanos de la Ciudad, para desarrollar una producción alternativa.
¿La muerte, en 1981, de Antonio Berni tuvo impacto en la forma de expresar la tragedia que se vivía en el país?
Por supuesto que significó la pérdida de un gran maestro del arte argentino, pero también su posicionamiento como un referente claro para parte de la nueva generación de artistas que comenzaba a emerger a comienzos de los ´80. En su última producción, Berni volvió a hacer uso de la iconografía cristiana para denunciar la violencia inmediata que vivía el país. Una serie de crucifixiones profanas, una Magdalena en duelo dentro de un espacio urbano, imágenes fantasmagóricas, ausencias enigmáticas, pueblan los últimos cuadros que Berni exhibió. Pero también produjo obras escalofriantes como “La torturada”, donde la crudeza del acto, intensificado por el uso de materiales reales en esa pintura-collage, dejaron atrás la codificación, la metaforización del tema de la represión para dar lugar a una elocuente denuncia. Denuncia que no traspasó los límites de su taller -no fue exhibida hasta hace unos pocos años- y que habla de ciertas comprensibles contradicciones de la figura pública del artista por aquellos años.
¿Ayudaron las artes plásticas a elaborar el dolor colectivo, el trauma de la violencia genocida?
Considero que sí, que hay imágenes que ayudan a elaborar los traumas de la dictadura. Pero claro que este proceso no se da de una vez y para siempre. El hecho de revisar esas imágenes, volverlas visibles nuevamente, permite dar a conocer formas de representación de la violencia genocida, tanto por ser fuentes históricas de lo sucedido como por colaborar en la generación de nuevos testigos, dispuestos a conocer lo que no han vivido de primera mano.
¿Qué implicó Malvinas para la pintura? ¿Hubo algo parecido al apoyo del rock nacional?
El 28 de abril de 1982, antes de cumplirse un mes de iniciada la guerra, la revista Arte al Día y la Asociación Argentina de Críticos de Arte, presidida por Jorge Glusberg, lanzaron la iniciativa de crear un museo de Bellas Artes en Malvinas. Se lo propusieron a la Secretaría de Cultura y contó con difusión en la prensa. Se propuso desviar las donaciones que varios artistas habían realizado días antes al denominado Fondo Patriótico y sumar al futuro reservorio otras nuevas. Muchos creadores pusieron a disposición sus obras de buena fe, en medio de un estado de confusión absoluto sobre las alternativas de una guerra que hoy leemos como absurda. Otros alzaron sus voces en contra del proyecto de museo que pretendía sumarse a aquella afiebrada “gesta patriótica” como una suerte de ocupación simbólica del territorio austral. Lo cierto es que ante la derrota, el proyecto del museo se diluyó en el olvido. Parte de las obras donadas fueron incorporadas al patrimonio del Museo de Arte Moderno en 1987. No todas esas obras tematizaban sobre las circunstancias bélicas. No obstante, durante aquellos años hubo una producción artística que con diferentes grados de explicitación se referían al conflicto.
Como una obra de Marta Minujín, con una Thatcher colgada, o las camitas de Guillermo Kuitca.
Esas dos obras podrían formar los extremos de la retórica de esos años. Por un lado, la figura de la Dama de Hierro de Minujín no dejaba dudas sobre su mensaje. En el otro extremo, más evocativo de los sentimientos de la época, está la serie de obras que comienza Kuitca sobre las camitas. Y en el medio, las obras de Ernesto Deira, Pablo Suárez, Rodolfo Azaro, Marcia Schvartz y Martín Reyna, entre otros, permeadas por el ánimo de la guerra.
¿Qué ayudan a revelar las imágenes artísticas de la transición de la dictadura a la democracia?
Hay imágenes artísticas que permiten revelar una sociedad convulsionada por el acontecer histórico que atravesaba un momento de incertidumbre y conmoción; una sociedad colmada de dolor por la tragedia al tiempo que esperanzada por lo que la democracia recuperada podía significar. Fue una época en la que predominaron imágenes inestables, composiciones abigarradas, espacios desequilibrados y una figuración precaria en cuanto a la precisión de sus formas. En los años de la transición democrática, momentos disruptivos y de extraordinaria conflictividad social, los principios de organización de las imágenes estaban alterados. En este sentido, la imprecisión formal acentúa su eficacia simbólica y evoca la paradoja de representar lo irrepresentable. Aunque no todas las obras se refieren a las desapariciones, en general se verificó un tratamiento de los cuerpos y sus relaciones espaciales en estados confusos y frágiles.
A través del arte, ¿qué podemos observar de la estructura de sentimientos de los ‘80?
Estudiar las imágenes producidas en los años 80, así como los discursos críticos y la reconfiguración de las instituciones artísticas que se dio entonces, revela un momento histórico particular de nuestra cultura, una bisagra entre el duelo por la tragedia y la vitalidad del renacer que despertaba la libertad en recuperación durante la posdictadura.
Sin embargo, algunos críticos señalan que había una recepción frívola y cierta imitación de lo que venía de afuera. ¿Lo cree así?
En efecto, existió un uso y abuso de conceptos generados para poéticas foráneas que algunos aplicaron a la producción local. Las artes de los 80 fueron estigmatizadas durante muchos años por esa razón. Pero cuando uno revisa las imágenes, encuentra en muchos artistas una producción más compleja y rica en sentidos y comprueba que lo imitativo predominó más en los discursos que en las prácticas de los artistas que sí parodiaban, incluso a la propia dinámica del campo artístico.
¿Han cambiado los espacios de circulación y reconocimiento de artistas y obras? ¿Qué pasó con el rol de las políticas y espacios públicos? ¿El mercado hoy es la instancia de validación del arte?
Sí, han cambiado respecto de aquellos tiempos todavía en los albores de la globalización. Por un lado, en la ciudad de Buenos Aires existen hoy como entonces espacios alternativos, autogestionados por artistas que enriquecen los circuitos de las creaciones, aun cuando tengan una corta existencia. Asimismo, en los últimos años se han consolidado algunas ferias y han proliferado otras nuevas que ponen en superficie el rol del mercado como legitimador de la producción artística. De todos modos, en nuestro país esas ferias todavía funcionan menos como un espacio de intercambio y ventas que como vidrieras del arte contemporáneo. Por esta misma razón, se mantienen otras instancias de validación que van desde los premios hasta las posibilidades de visibilidad abiertas por las redes de artistas y otros agentes del campo, pasando por el museo, que sigue siendo un espacio de disputa.
¿La policía estética pasó del crítico al curador?
Una nueva producción teórica recién comenzó a gestarse con la activación de los espacios académicos al recuperarse la democracia. En muchos casos, la crítica actuaba como policía en tanto condenaba la supuesta imitación de obras extranjeras, al tiempo que era ciega a su propio calco teórico. Hoy creo que esto ha cambiado. Por otro lado, es justamente en los años 80 cuando el curador comienza aquí a ocupar el espacio de poder antes gobernado por el crítico. Hoy, la figura del coleccionista es la que gana espacios de poder en nuestro arte.
¿Los ´80 mostraron el pasaje de la responsabilidad política al placer subjetivo en la pintura? ¿Le parece un balance posible?
Es un balance al menos problemático porque genera una falsa polaridad que considero poco productiva a la hora de interpretar nuestra cultura. Con el comienzo de la década del 80 emergieron colectivos de artistas que trabajaron junto a las agrupaciones de derechos humanos creando las imágenes que acompañaban y potenciaban sus consignas. A la vez, algunos jóvenes artistas se despojaban de dogmatismos políticos para generar una reflexión visual irreverente. En todo caso, en las poéticas visuales de los 80, la reivindicación del placer subjetivo no se oponía a la responsabilidad política. Por el contrario, en el fin de la dictadura, ese gesto también significaba una confrontación con el poder. Ejercer la absoluta libertad de las formas sensibles y desandar el camino del disciplinamiento de los cuerpos fue también una modalidad de resistencia al sistema represivo que comenzaba a desarticularse.
Fuente: Clarin
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