Alejandro Grimson, antropólogo e investigador del Conicet. En Mitomanías argentinas, su libro de próxima aparición, derriba los mitos que dan carnadura al “ser nacional”.
Por Raquel Roberti
Estudioso de los movimientos sociales y culturales, Alejandro Grimson no podía menos que adentrarse en una de las características de la sociedad argentina: los mitos, esos que se transmiten de generación en generación y que dan carnadura a una visión particular del país, de su gente y de su devenir. Antropólogo, investigador del Conicet y decano del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Idaes), autor entre otros títulos de Relatos de la diferencia y la igualdad (Eudeba) y Los límites de la cultura (Siglo XXI Ediciones), Grimson desmenuza el tema en Mitomanías argentinas –que comenzará a distribuirse el 9 de octubre, también editado por Siglo XXI–, con la mirada crítica que lo caracteriza. Sin prisa y sin piedad, derriba uno a uno los mitos de “la argentinidad al palo” que la Bersuit supo describir.
–¿Forman parte de nuestra conformación como país?
–Toda sociedad humana, necesariamente, va a tener mitos de distintos tipos que la unifiquen, la articulen y le permitan ser, incluso, democrática.
–Toda sociedad humana, necesariamente, va a tener mitos de distintos tipos que la unifiquen, la articulen y le permitan ser, incluso, democrática.
–Entonces, ¿por qué los derriba en el libro?
–Porque en la cultura política argentina están asentados algunos que hacen daño al país, a la democracia, a la búsqueda de justicia y a la calidad del debate público. El libro es parte de un proyecto mayor: una página web donde podrán participar los lectores y referiré a otras voces que trabajan en la misma dirección, la que llamo desarmar “Mitolandia”. Estamos en un laberinto del que nos cuesta salir y me parece que hay artistas, escritores, académicos, que a partir de un trabajo cultural intentan socavar “Mitolandia”. Por ejemplo, la argentinidad al palo de Bersuit es un listado de mitos patrioteros, como que inventamos el colectivo, tenemos el río más ancho del mundo, etcétera, pero también hablan de que cuando abandonamos eso, pasamos inmediatamente a lo opuesto. Si no somos los mejores, somos los peores.
–Somos un país bipolar…
–Bipolar, binario, y eso incide en la manera de mirar el deporte, a los artistas, los políticos, al país y quiénes somos. Como tenemos ese imaginario europeísta tan profundamente arraigado, una parte de la sociedad sigue creyendo que esto no es Europa, pero debería. Esa evaluación no se hace en función de lo que Europa es sino de un imaginario de lo que es. Tampoco tiene como ideal un país real, sino imaginario. España, Portugal, Italia, ninguno es el modelo para la gente que dice eso. Europa no está en Europa, sólo en la imaginación del europeísmo argentino. Queremos ser un país que no existe.
–¿Un europeísmo que admira el orden monárquico?
–En ese tipo de imaginación hay algo antidemocrático, monárquico, nobiliario, ¿no era que queríamos ser democráticos y republicanos? Después está el otro europeísmo, el republicano, que dice “allá la república funciona a las mil maravillas y acá pésimo”. ¿Cómo alguien puede idealizar el republicanismo de un continente en el que muchos países tienen monarquías? Aunque algunas sean constitucionales, son sociedades que siguen colocando a un ser humano por fuera y por encima del conjunto. Y la contrapartida de ese imaginario nos traslada de mitos patrioteros a decadentistas, eso de “todo tiempo pasado fue mejor”.
–¿Cuál sería ese pasado?
–Algunos hablan del Centenario, 1910, donde supuestamente la Argentina fue gloriosa, y luego entró en una decadencia inexorable.
–Una fecha que remite a La Patagonia rebelde…
–Claro, un país que no veía la existencia de la otra mitad del país, de baja integración social, que venía de la Conquista del Desierto y no reconocía la heterogeneidad cultural. Otros hablan de mitad del siglo XX, donde obviamente hubo logros sociales extraordinarios, pero después vino la reacción que trató de desarmarlos y fuimos una Argentina muy conflictiva. Otros dicen que hasta 1976, “mal que mal” las cosas funcionaron, como si con Onganía las cosas pudieran funcionar. Es cierto que el país hubiera tenido grandes oportunidades de no haber sufrido lo que sufrió durante el siglo XX; lo que niego rotundamente es la idea de que para todas las cuestiones a discutir “todo tiempo pasado fue mejor”. Nunca hubo tantas posibilidades de estudiar en una universidad como hoy y podría hablar de otros hechos que la desmienten. No hagamos un relato mítico, pensemos en situaciones, contextos y realidades complejas, que nos permitan saber qué país somos. No somos los mejores ni los peores.
–¿Cuál es responsabilidad de los dirigentes en este relato mítico?
–Si uno mira los dirigentes encontrará algunos no sólo habitando “Mitolandia” sino que son abanderados y también algunos que tratan de desarmarlo. De todos modos intento desplazarme del debate de la coyuntura, porque hoy los funcionarios nacionales no son xenófobos y tienden a reconocer la diversidad cultural. Sin embargo, estoy convencido de que socialmente no hubo cambios profundos y duraderos. En una encuesta que hicimos, el 33 por ciento de los encuestados respondió que no le gustaría que su hijo/a se casara con un boliviano. Y si lo dice el 33, quiere decir que lo piensa el 50 por ciento. Si uno encuentra esos núcleos profundos, puede pensar cómo multiplicar los esfuerzos que se hacen desde lo público para transformar la imagen que los argentinos tienen del país, porque en el fondo hasta que no logremos que el europeísmo sea clara y absolutamente minoritario será imposible desarmar ese racismo social.
–El racismo no es patrimonio nacional, ¿es intrínseco al ser humano?
–Si uno quiere ubicar a la Argentina no como la mejor o peor, diría que no es de ninguna manera uno de los países más racistas del mundo, en el sentido de que acá no hay violencia física y persecución hacia los diferentes, ni registró 20 por ciento de votos para un personaje xenófobo, como sucedió en Francia con Le Pen. Lo cual no niega que tengamos problemas serios. El etnocentrismo, mirar a los otros desde el propio punto de vista como si fuera el único y natural, es general de las sociedades humanas, aunque no siempre termina en racismo.
–¿Cómo rastrea los mitos que nos conforman?
–Tomo frases que escucho y están alrededor nuestro. Tomo nuestro lenguaje, cómo habla la sociedad, cómo hablamos de nosotros, de la Argentina. Por ejemplo: el subte llega tarde, el colectivo no viene, el avión cancela el vuelo, la frase más común es “este país de mierda”. Tenemos una relación muy particular con la nación, y en general los argentinos creen que todo lo malo que sucede en el país es culpa del presidente de turno. Es no entender que suceden cosas por default, por arrastre, por historia, que ningún país se cambió de un día para otro, que un presidente no puede intervenir sobre la mayoría de las cosas que suceden, sólo lo hace sobre políticas más generales de economía, en algunos casos de transporte o vivienda. Tiene que ver con una aparente politización muy despolitizada. Nos la pasamos hablando de política, pero nos cuesta entender cómo funciona lo institucional y político.
–Responsabilizar al presidente, ¿se relaciona con el caudillismo?
–Creo que no, que se relaciona con otro mito muy revelante: la sociedad es inocente de todo. La desimplicación, correrse, no pensar qué lugar se ocupa en el proceso. Sin duda, hay responsabilidades diferentes entre, por ejemplo, un ciudadano, un intendente o un presidente. Pero cada uno tiene una parte. En las playas los pibes de 12 años manejan cuatriciclos a motor mientras sus padres, seguramente, hablan de inseguridad sin pensar que permitirles manejar a sus chicos también tiene que ver con la inseguridad. En lo macropolítico, hay muchos estudios que demuestran la falsedad de la idea de inocencia de la sociedad argentina en el golpe del ’76. Hubo una participación civil muy fuerte, no se puede pensar que los sacerdotes que trabajaban en la ESMA eran militares, ¿entonces? Hay que rediscutir esa idea de desimplicación para que la sociedad pueda entender que sus acciones están trabajando en una u otra dirección.
–Se refirió a la calidad del debate público, ¿cómo lo analiza?
–Creo que hay una baja calidad del debate público. Porque si bien toda persona que quiera gobernar debe ser muy receptiva a las críticas, no es lo mismo alguien que critica porque quiere que el país funcione mejor a que lo haga buscando una sociedad menos democrática, menos igualitaria, o para que se aplique en la Argentina un ajuste a la española. Me parece fantástico discutir todas las cosas, habrá opiniones encontradas y no me asusta porque creo que oposiciones y gobiernos crecen gracias a las diferencias. Pero si hoy se critican los subsidios, mañana que los saquen, al día siguiente la evasión tributaria y al otro los intentos por disminuirla, entonces el que critica es “anti” y los argumentos no importan, porque son excusas para criticar. Eso quita calidad al debate público. Y lo peor es que las propuestas que podrían ayudar a mejorar el país quedan opacadas por la metodología “anti”, que ocupa gran parte del escenario y es otro capítulo de Mitomanías argentinas. Creo que sería importante y necesario ponernos de acuerdo en algún marco para debatir, con parámetros claros y contundentes dentro de cómo hacer un país más democrático, más igualitario, donde se respeten los procesos institucionales, etcétera.
–¿Cómo juega la tapa de Noticias, “El goce de Cristina”?
–Esa tapa habla de una concepción de acción pública, ni siquiera de periodismo, que está dispuesta a cruzar cualquier frontera moral. Es criticable con cualquier política porque es una denigración inaceptable; sin importar si estoy de acuerdo o no con esa persona, el accionar es inaceptable y por supuesto, es una cuestión de género, de ninguna manera lo hubieran hecho con un hombre. Lo más interesante fue haber leído a dos opositores criticarla. Y después, la tapa en blanco, me parece que ahí estamos completamente adentro de “Mitolandia”.
Fuente: Miradas al Sur
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