Política, solidaridad y olores a comidas picantes: voces e historias de una miniciudad distorsionada por los medios.
Por Soledad Lofredo
Para medir el barrio Ejército de los Andes no se puede usar ninguna regla convencional. “Son cuatro, cinco hectáreas”, dice José Gallardo, vecino de uno de los 13 nudos-monoblocks en el que viven más de 30 mil personas. “No, son 80 cuadras”, asegura Gabriel Aravena, de la otra punta del barrio. “Es un pedaaaaazo”, señala Jorge Ortiz.
Ni bien se pone un pie en el barrio, el problema real es evidente: son las cloacas desbordando, no esos gendarmes rompiendo puertas o esos pibes reivindicando el “choreo” que mostró aquella notera rubia del programa de Chiche Gelblung. Y aunque por dentro ya no pasan colectivos, con sólo caminar tres cuadras aparece la General Paz –ese límite inventado–, sólo una avenida que separa capital de provincia. Porque de un lado y del otro pasa exactamente lo mismo.
Entrando a Ciudadela, en la provincia de Buenos Aires, hay verdulerías, escuelas, olor a pan a cada cuadra, cuadernos, reglas y marcadores distribuidos en vidrieras, entre juguetes de moda y juegos de mesa de antaño. Hay ropas de todos los colores, empanadas y tartas sobre manteles verdes de plástico, y hace frío, como en cualquier lugar. El barrio está justo ahí. Esa miniciudad que cuando se creó, en 1970 –como parte de un plan de Erradicación de Villas de Emergencia–, se llamaba Padre Mugica; los militares le pusieron Ejército de los Andes, y a fines de los ochenta, el periodista José de Zer –cronista y sensacionalista de Nuevediario– vio una pintada al lado de una canchita de fútbol y dijo: “Esto es Fuerte Apache”, y no sólo le cambió el nombre al barrio, sino que también dio vía libre a la estigmatización de todos los que allí vivían.
“Hay mucha gente, hay que cambiar las cloacas sí o sí”, cuenta Gabriel. Lo que en lenguaje catastral son “núcleos habitacionales”, para todas esas personas son departamentos que pintaron los cooperativistas del Movimiento Evita Tres de Febrero, con todos los colores que consiguieron: bordó, amarillo, naranja, celeste. Ellos también fueron los que ayudaron a hacer más fuerte la voz de todos los vecinos con Mal llamado, un documental que quiere desmitificar la mala fama de este barrio.
Como organización, uno de los primeros triunfos fue el de la construcción de un centro popular, para el que se pusieron de acuerdo con los vecinos de la canchita de fútbol de al lado y les cedieron un terreno. “No va a ser una cuestión política, va a ser para todos”, cuenta Jorge sobre cómo encararon al dueño. “Y es la verdad, porque éste es un lugar para todos, con talleres, actividades, gente todo el tiempo”, reafirma. El problema fue cuando pusieron los palos para delimitar el terreno. “Se vino toda la gente de enfrente a sacarnos, fue justo cuando tomaron el Indoamericano y se decía que Duhalde había mandado a ocupar tierras, entonces estaban todos atentos. Fue justito en esos días”. Pero hablando y hablando con los vecinos finalmente supieron qué era lo que iba a funcionar y se empezaron a comprometer con el proyecto. No había nada, estaba todo pelado. “Lo hicimos los cooperativistas, los vecinos, los militantes, que en el tiempo que tienen libre vienen con baldes, pintura. Y estamos contentos porque todo esto surgió de nosotros: dónde poner las ventanas, las puertas, lo eléctrico. Por eso los vecinos se siguen sumando”.
Gabriel nunca había “estado en política”, recién hace tres años se enganchó con “estos locos”. “Era un tipo que siempre veía TN, me despertaba para ir a laburar, temprano, y lo primero que hacía era ver lo que decían. En poco tiempo te vas comiendo lo que te cuentan, que el país está en llamas, más o menos como está pasando ahora. A Cristina la tenía como una déspota, le criticaba el peinado, lo que hacía. Hasta que empecé a ver el otro lado de la pata. La pobreza la vivimos siempre nosotros, y por más que vivás acá, hasta que no te metés a ayudar al otro no te das cuenta”.
Vivió su infancia en el Bajo Flores, hasta que la casita en la que vivía con sus padres y hermanos se la tiraron los milicos, le pasaron una topadora y vinieron a caer acá. “Nosotros vemos el cambio, lo vivimos. El barrio se volvió muy político, todas las agrupaciones ayudamos a hacer cosas. Estamos haciendo inclusión social, el Gobierno está haciendo inclusión. Estamos aprendiendo oficios, aprendemos cosas que nunca esperábamos conocer. Antes parecía que estábamos aislados del país, como que estábamos nosotros por un lado y el país por el otro.” También tuvo problemas con el alcohol y, sin embargo asegura que nunca cayó en la delincuencia. “Tuve una familia que siempre me enseñó que hay que ganarse las cosas laburando. Y como es la política es la vida de uno también: trabaja limpiando en el Hilton, en hoteles lujosos, y cuando se vino el 2001 no tenía más laburo ni posibilidades, pero sí tenía una familia que mantener. Entonces agarré un carrito, me armé cloro, y empecé a vender lavandina puerta por puerta”, relata, mientras hace la mímica de llevar un carrito lleno de envases de colores. “Lo único que se decía era: ‘uh, este país es un quilombo’. La gente se iba para España y nosotros que no teníamos un mango lo único que pensábamos era que nos íbamos a morir de hambre. Entonces empezamos con los trueques, con fruta y verdura”, explica.
Una de las más grandes diferencias entre aquella época y ésta es la existencia de comedores a donde papás e hijos iban a comer. “Ahora funcionan muy poco porque realmente hay muy pocos que lo necesitan. Ya entendimos que para engrandecer a un país no necesitamos del egoísmo”, remarca.
Ni bien se pone un pie en el barrio, el problema real es evidente: son las cloacas desbordando, no esos gendarmes rompiendo puertas o esos pibes reivindicando el “choreo” que mostró aquella notera rubia del programa de Chiche Gelblung. Y aunque por dentro ya no pasan colectivos, con sólo caminar tres cuadras aparece la General Paz –ese límite inventado–, sólo una avenida que separa capital de provincia. Porque de un lado y del otro pasa exactamente lo mismo.
Entrando a Ciudadela, en la provincia de Buenos Aires, hay verdulerías, escuelas, olor a pan a cada cuadra, cuadernos, reglas y marcadores distribuidos en vidrieras, entre juguetes de moda y juegos de mesa de antaño. Hay ropas de todos los colores, empanadas y tartas sobre manteles verdes de plástico, y hace frío, como en cualquier lugar. El barrio está justo ahí. Esa miniciudad que cuando se creó, en 1970 –como parte de un plan de Erradicación de Villas de Emergencia–, se llamaba Padre Mugica; los militares le pusieron Ejército de los Andes, y a fines de los ochenta, el periodista José de Zer –cronista y sensacionalista de Nuevediario– vio una pintada al lado de una canchita de fútbol y dijo: “Esto es Fuerte Apache”, y no sólo le cambió el nombre al barrio, sino que también dio vía libre a la estigmatización de todos los que allí vivían.
“Hay mucha gente, hay que cambiar las cloacas sí o sí”, cuenta Gabriel. Lo que en lenguaje catastral son “núcleos habitacionales”, para todas esas personas son departamentos que pintaron los cooperativistas del Movimiento Evita Tres de Febrero, con todos los colores que consiguieron: bordó, amarillo, naranja, celeste. Ellos también fueron los que ayudaron a hacer más fuerte la voz de todos los vecinos con Mal llamado, un documental que quiere desmitificar la mala fama de este barrio.
Como organización, uno de los primeros triunfos fue el de la construcción de un centro popular, para el que se pusieron de acuerdo con los vecinos de la canchita de fútbol de al lado y les cedieron un terreno. “No va a ser una cuestión política, va a ser para todos”, cuenta Jorge sobre cómo encararon al dueño. “Y es la verdad, porque éste es un lugar para todos, con talleres, actividades, gente todo el tiempo”, reafirma. El problema fue cuando pusieron los palos para delimitar el terreno. “Se vino toda la gente de enfrente a sacarnos, fue justo cuando tomaron el Indoamericano y se decía que Duhalde había mandado a ocupar tierras, entonces estaban todos atentos. Fue justito en esos días”. Pero hablando y hablando con los vecinos finalmente supieron qué era lo que iba a funcionar y se empezaron a comprometer con el proyecto. No había nada, estaba todo pelado. “Lo hicimos los cooperativistas, los vecinos, los militantes, que en el tiempo que tienen libre vienen con baldes, pintura. Y estamos contentos porque todo esto surgió de nosotros: dónde poner las ventanas, las puertas, lo eléctrico. Por eso los vecinos se siguen sumando”.
Gabriel nunca había “estado en política”, recién hace tres años se enganchó con “estos locos”. “Era un tipo que siempre veía TN, me despertaba para ir a laburar, temprano, y lo primero que hacía era ver lo que decían. En poco tiempo te vas comiendo lo que te cuentan, que el país está en llamas, más o menos como está pasando ahora. A Cristina la tenía como una déspota, le criticaba el peinado, lo que hacía. Hasta que empecé a ver el otro lado de la pata. La pobreza la vivimos siempre nosotros, y por más que vivás acá, hasta que no te metés a ayudar al otro no te das cuenta”.
Vivió su infancia en el Bajo Flores, hasta que la casita en la que vivía con sus padres y hermanos se la tiraron los milicos, le pasaron una topadora y vinieron a caer acá. “Nosotros vemos el cambio, lo vivimos. El barrio se volvió muy político, todas las agrupaciones ayudamos a hacer cosas. Estamos haciendo inclusión social, el Gobierno está haciendo inclusión. Estamos aprendiendo oficios, aprendemos cosas que nunca esperábamos conocer. Antes parecía que estábamos aislados del país, como que estábamos nosotros por un lado y el país por el otro.” También tuvo problemas con el alcohol y, sin embargo asegura que nunca cayó en la delincuencia. “Tuve una familia que siempre me enseñó que hay que ganarse las cosas laburando. Y como es la política es la vida de uno también: trabaja limpiando en el Hilton, en hoteles lujosos, y cuando se vino el 2001 no tenía más laburo ni posibilidades, pero sí tenía una familia que mantener. Entonces agarré un carrito, me armé cloro, y empecé a vender lavandina puerta por puerta”, relata, mientras hace la mímica de llevar un carrito lleno de envases de colores. “Lo único que se decía era: ‘uh, este país es un quilombo’. La gente se iba para España y nosotros que no teníamos un mango lo único que pensábamos era que nos íbamos a morir de hambre. Entonces empezamos con los trueques, con fruta y verdura”, explica.
Una de las más grandes diferencias entre aquella época y ésta es la existencia de comedores a donde papás e hijos iban a comer. “Ahora funcionan muy poco porque realmente hay muy pocos que lo necesitan. Ya entendimos que para engrandecer a un país no necesitamos del egoísmo”, remarca.
Violencia es mentir. “Hay otra realidad y es la que existió siempre, por más que no haya trabajo. Nos estigmatizaron”, cuenta Jorge, también cooperativista. “La gente digna existe en todos lados, la mala también. ¿Pero por qué cuando matan a una persona enseguida nos señalan a nosotros?”, señala Gabriel, como necesitando una respuesta. “No niego que hay pibes que chorean, pero es como en todos lados. El barrio realmente ha cambiado. A la mañana temprano ves a los chicos de guardapolvo blanco, todas las luces prendidas de la gente que se está levantando para ir a trabajar. Hay gente buena, regular y mala, como en todos lados. Estás en un barrio de 40 mil habitantes, y es muy particular porque yo estoy acá pero conozco al de la otra punta”, reconoce Jorge. “Ahora los pibes ven a los padres laburando, antes los veían chupando, sin laburo, al pedo. Hace casi 10 años que están los gendarmes dando vuelta. Vas con tus hijos a comprar el pan y los tipos pasan con sus armas, es algo que todavía seguimos viviendo, pero no estamos mal. Igual, yo sigo opinando que lo que más ayuda es lo social, es decirle a un pibe ‘che, vení, largá la bolsita, jugá al fútbol con nosotros, ayudanos a pintar una plaza’”.
Desde la terraza –algo así como el piso once de los monoblocks más altos– se ve absolutamente todo el barrio y alrededores. Se ven todos los colores. “Los elegimos nosotros, queríamos los más lindos posibles. Fuimos combinando colores más pasteles, cada uno tiene el suyo”. Un año tiene la pintura y está perfecto, cuidado, no hay ni rayones con llave ni diabluras en marcador. Desde lo alto se ven la plaza, la biblioteca, dos escuelas técnicas, un preescolar, una miniferia de ropa, el bachillerato popular, la salita y su ambulancia. “Le tuvimos que dar una carta a Scioli, escrita junto a la directora médica y los vecinos para que la traiga, y nos la prometió en seis meses. Eso fue recién el año pasado”, cuentan los vecinos.
Felipe es ambulanciero y estuvo en la tragedia de Once socorriendo, apoyando y haciendo refuerzos para el Same. Durante algunos meses, la ambulancia hacía base en el barrio, pero ahora tiene su lugar en el Hospital Carrillo, incluida en una de las regiones por las que está dividida el sistema médico de la provincia, y que en total cuenta con tres ambulancias. “Y estamos hablando de una región que es la mitad de la capital”, remarca. La salita actúa como una guardia aunque no esté preparada. “Acá es más básico, esto es atención primaria de la salud, hacemos campañas vacunatorias, atendemos bebés. Acá podemos compensar a una persona y trasladarla. En la ambulancia tenemos recursos para salvar una vida, pero se necesitan muchas cosas para eso, tenés que estar preparado, fresco. Alguna vez ha pasado que cayeron 20 acá, y no estaba la ambulancia, porque cumple sólo 12 horas –de 8 a 20–. Se nos vino toda la gente, que dónde está la ambulancia, nos preguntaban. La gente tampoco entiende que si me caen con un tipo muerto yo no puedo hacer nada, que si no tengo recursos, no puedo hacer más que lo que tengo a mi alcance”, cuenta.
Aunque el barrio sigue catalogado como una zona riesgosa, la adaptación rápida cumple un rol fundamental. “Lo que te pasa acá te puede pasar en cualquier otro hospital. Éste es un laburo muy humano, venís a laburar como un acto reflejo. Pero nos respetamos mucho, porque si algún día les pasa algo, nosotros somos los que tenemos que atenderlos.”
Desde la terraza –algo así como el piso once de los monoblocks más altos– se ve absolutamente todo el barrio y alrededores. Se ven todos los colores. “Los elegimos nosotros, queríamos los más lindos posibles. Fuimos combinando colores más pasteles, cada uno tiene el suyo”. Un año tiene la pintura y está perfecto, cuidado, no hay ni rayones con llave ni diabluras en marcador. Desde lo alto se ven la plaza, la biblioteca, dos escuelas técnicas, un preescolar, una miniferia de ropa, el bachillerato popular, la salita y su ambulancia. “Le tuvimos que dar una carta a Scioli, escrita junto a la directora médica y los vecinos para que la traiga, y nos la prometió en seis meses. Eso fue recién el año pasado”, cuentan los vecinos.
Felipe es ambulanciero y estuvo en la tragedia de Once socorriendo, apoyando y haciendo refuerzos para el Same. Durante algunos meses, la ambulancia hacía base en el barrio, pero ahora tiene su lugar en el Hospital Carrillo, incluida en una de las regiones por las que está dividida el sistema médico de la provincia, y que en total cuenta con tres ambulancias. “Y estamos hablando de una región que es la mitad de la capital”, remarca. La salita actúa como una guardia aunque no esté preparada. “Acá es más básico, esto es atención primaria de la salud, hacemos campañas vacunatorias, atendemos bebés. Acá podemos compensar a una persona y trasladarla. En la ambulancia tenemos recursos para salvar una vida, pero se necesitan muchas cosas para eso, tenés que estar preparado, fresco. Alguna vez ha pasado que cayeron 20 acá, y no estaba la ambulancia, porque cumple sólo 12 horas –de 8 a 20–. Se nos vino toda la gente, que dónde está la ambulancia, nos preguntaban. La gente tampoco entiende que si me caen con un tipo muerto yo no puedo hacer nada, que si no tengo recursos, no puedo hacer más que lo que tengo a mi alcance”, cuenta.
Aunque el barrio sigue catalogado como una zona riesgosa, la adaptación rápida cumple un rol fundamental. “Lo que te pasa acá te puede pasar en cualquier otro hospital. Éste es un laburo muy humano, venís a laburar como un acto reflejo. Pero nos respetamos mucho, porque si algún día les pasa algo, nosotros somos los que tenemos que atenderlos.”
Cuando el barrio no pesa. Gabriel y Jorge caminan por la principal del barrio, que aunque no tenga cartel, la llaman Militar. “Qué nombre, ¿no?”, se ríen.
–Jorge, ¿qué es lo bueno que tiene vivir acá?
–El que no viva acá se puede reír de lo que yo siento, pero es verdad: si yo estoy en otro barrio que no conozco, me siento más inseguro que estando acá. Acá no te van a robar, no te van a sacar nada. Muy rara vez pasa algo. Éste es un barrio de clase trabajadora. Los barrios marginales tienen sus propios códigos, acá prevalece el respeto hacia las personas.
Jorge reconoce que, en alguna época, casi a finales de los noventa, se había puesto fulero. Y que en las fiestas se confundían tiros con cohetes. “Se hacía la vista gorda, era evidente que estaba todo corrompido, ¿cómo podés detener la delincuencia así? Venían autos de San Martín, de Capital, de todos lados, a comprar y vender drogas. Entraban y salían, se sabía que venían siempre de afuera y estaba pesado. El barrio no tenía la fama por nada, pero nadie nunca mostró cómo era la realidad de lo que estaba pasando, como tampoco nos dieron una mano para erradicarlo. Ya no se puede quitar el mote, pero sí podemos mostrar diferentes miradas de lo que pasa acá.”
La expresión se reitera: fue la gente la que empezó a cambiar, el barrio se volvió más respetuoso. “Antes, estaba la música las 24 horas al palo, y corría mucha droga. Se pudo echar a esa gente que venía de paso y el barrio empezó a progresar, la gente tenía ganas de cambiar esa mala fama para volver a ser un barrio común”, cuenta Jorge y afirma una y otra vez con la cabeza.
–Gabriel, ¿cómo ves a tu barrio?
–Como un lugar que se está despertando, que es lindo, en donde suena la música y prevalece lo familiar y lo alegre. La gente, por más pobre que esté, tiene su momento de alegría, su sábado, su domingo. Con todo el sufrimiento que podamos tener está más organizado, más luchador contra la discriminación.
A lo largo de las incontables cuadras, el olor a comidas picantes, a condimentos latinoamericanos, cubre el suelo barroso.
¿Dignidad es mucho pedir? De los 13 nudos, en el uno nació y vivió Carlos Tévez, hasta ahora máximo exponente del barrio. Hay un mural gigante para recordárselo, y cuya autoría se disputan una marca de zapatillas y el municipio.
Recorriendo los últimos nudos, los de dos cifras, se nota una paradoja: los más nuevos son los más descuidados. Gabriel, que todavía no tiene casa propia, mira y su recuerdo compara, de alguna manera, lo que él vivió en carne propia a principios de los ochenta. “En un momento fue meterse donde se pudiera. Rompías cadena y entrabas. Cuando pateabas la puerta podías encontrar a un policía apuntándote o a una señora que había entrado antes que uno. Entonces tenías que cerrar la puerta e irte a buscar por otro lado”.
En la Villa Matienzo, justo detrás de los monoblocks, los pasillos son estrechos, no hay conexiones de gas y las casas se están levantando a pulmón. ¿Cuánto lleva construir una casa de cero? “Hace dos meses empezamos una. Todavía no tiene instalación eléctrica ni caños de agua, pero la gente necesita un techo ahora y ahí están viviendo. Aunque lo hacemos lo más veloz que podemos, todavía tenemos para dos meses más”, cuenta Gabriel.
Saliendo de la Matienzo y entrando en el último de los nudos, está Miriam, con una mano negras de carbón, mientras la otra da vuelta una de las seis tortillas de pan, capacidad máxima de un tamborcito-parrilla. “Hacemos esto porque a la tarde se le da la leche a los chicos en la iglesia, todo lo que trabajamos es para eso”, cuenta. Pero el fin es más profundo. “Somos un grupo de familias que tenemos la idea de reeducar a los chicos.” La mujer intenta explicar que el trabajo no se mancha, que el laburo son las manos haciendo. “Eso, por más sencillo que sea, es lo que dignifica. Hay que quebrar la idea de no trabajar si no ganás cinco mil, ocho mil pesos”, asegura. “Nosotros sí podemos ayudar, pero no hacemos asistencialismo, por eso les enseñamos a las madres, padres y chicos a amasar pan, los impulsamos a aprender oficios”, sostiene firmemente. Y asegura que aunque los medios les dieron la mala fama, no solamente ellos la mantienen: “Mi familia que vive en Tucumán me envía cartas, y se las devuelven con un sello que dice ‘zona de peligro’”.
José repite una y otra vez que todo no se puede hacer.
Recorriendo los últimos nudos, los de dos cifras, se nota una paradoja: los más nuevos son los más descuidados. Gabriel, que todavía no tiene casa propia, mira y su recuerdo compara, de alguna manera, lo que él vivió en carne propia a principios de los ochenta. “En un momento fue meterse donde se pudiera. Rompías cadena y entrabas. Cuando pateabas la puerta podías encontrar a un policía apuntándote o a una señora que había entrado antes que uno. Entonces tenías que cerrar la puerta e irte a buscar por otro lado”.
En la Villa Matienzo, justo detrás de los monoblocks, los pasillos son estrechos, no hay conexiones de gas y las casas se están levantando a pulmón. ¿Cuánto lleva construir una casa de cero? “Hace dos meses empezamos una. Todavía no tiene instalación eléctrica ni caños de agua, pero la gente necesita un techo ahora y ahí están viviendo. Aunque lo hacemos lo más veloz que podemos, todavía tenemos para dos meses más”, cuenta Gabriel.
Saliendo de la Matienzo y entrando en el último de los nudos, está Miriam, con una mano negras de carbón, mientras la otra da vuelta una de las seis tortillas de pan, capacidad máxima de un tamborcito-parrilla. “Hacemos esto porque a la tarde se le da la leche a los chicos en la iglesia, todo lo que trabajamos es para eso”, cuenta. Pero el fin es más profundo. “Somos un grupo de familias que tenemos la idea de reeducar a los chicos.” La mujer intenta explicar que el trabajo no se mancha, que el laburo son las manos haciendo. “Eso, por más sencillo que sea, es lo que dignifica. Hay que quebrar la idea de no trabajar si no ganás cinco mil, ocho mil pesos”, asegura. “Nosotros sí podemos ayudar, pero no hacemos asistencialismo, por eso les enseñamos a las madres, padres y chicos a amasar pan, los impulsamos a aprender oficios”, sostiene firmemente. Y asegura que aunque los medios les dieron la mala fama, no solamente ellos la mantienen: “Mi familia que vive en Tucumán me envía cartas, y se las devuelven con un sello que dice ‘zona de peligro’”.
José repite una y otra vez que todo no se puede hacer.
-Pero, ¿qué es todo?
-Yo creo que con una vivienda digna y un trabajo, todo cambia. Algunas personas se desquitan diciendo que el Gobierno le da plata a los vagos. Pero antes la plata se la comían los políticos; esta presidenta se tiró para el lado del trabajador y para que el que necesita ayuda. Nosotros todo no podemos hacer. Pero seguimos haciendo el esfuerzo.
Su expresión muestra que la resignación no está dentro de ningún plan.
Fuente: Miradas al Sur
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