miércoles, 10 de abril de 2013

LAS HEROICAS MUJERES DE MALVINAS

Cinco enfermeras viajaron a las islas a bordo del rompehielos Irízar para asistir en la atención médica de los heridos. La discriminación, las dificultades para trabajar y los recuerdos de la guerra.
 
Por Gabriel Calisto

 
La guerra, dicen, las pelean los hombres. En la de Malvinas, la sociedad tiene marcada en su memoria el dolor de haber enviado a “los chicos” a realizar el trabajo que deberían haber hecho los profesionales de las armas, ocupados en nuestro país en el genocidio de su propio pueblo. Lo que no se conoce hasta el momento es que además de los jóvenes también tuvo su participación un reducido grupo de mujeres, que se ofrecieron como voluntarias y viajaron hasta las islas para colaborar en lo que pudieran.
 
Es el caso de Silvia Barrera, Susana Mazza, María Marta Lemme, María Cecilia Ricchieri y María Angélica Sendes, cinco enfermeras instrumentistas que viajaron a bordo del Almirante Irízar para participar en la asistencia médica del buque hospital argentino. Las cinco trabajadoras del Hospital Militar recibieron su condecoración como veteranas de guerra, siendo las primeras mujeres en conseguir esa –y cualquier– distinción después de Juana de Azurduy.
Desde el buque hospital trataron a 750 de los 1.069 heridos argentinos de la guerra. En total, eran 40 personas con entrenamiento médico para atender a todos esos pacientes. Al conocer la noticia de la recuperación del archipiélago, 25 de las enfermeras e instrumentistas del centro de salud se inscribieron como voluntarias para viajar a las islas. Desde su lugar de trabajo escuchaban los primeros relatos de heridos que eran derivados directamente a Campo de Mayo.
La diferencia es que acá prácticamente entra quien quiere, mientras que allá hay que atravesar cerca de cuatro puertas con personal militar antes de poder llegar a las camas”, explicó a “Democracia” Silvia Barrera, la mujer en actividad más condecorada del Ejército argentino. Todavía se desempeña en el centro de salud ubicado en Palermo, donde muestra orgullosa en su ropa de trabajo la medalla que le entregó el Congreso. Además de su trabajo, participa dando charlas en colegios y centros de veteranos de todo el país, y también se reúne casi a diario con los integrantes del hospital especial para ex combatientes instalado en el Instituto Geográfico Nacional, a pocos metros del Hospital Militar.
Sorpresivamente, en la tarde del 7 de junio le avisaron, al igual que al grupo de voluntarias, que su oferta había sido aceptada: partían a las 4 de la mañana del otro día rumbo a Malvinas. De 25 inscriptas, 5 asumieron el compromiso. “Yo tenía un novio que era médico militar y no lo habían aceptado para ir, así que me dijo que yo tampoco podía. Le di un beso y me despedí. Tenía 21 años, y me acuerdo que una de las cosas que hice antes de preparar el bolso fue cortarme el pelo, porque lo tenía hasta la cintura”, cuenta divertida. “Nadie era conciente de lo que teníamos por delante, por más que nos lo advirtieron”.
Cuando llegaron al aeropuerto, los militares a cargo de su traslado notaron algo que era obvio, pero no habían previsto: como las mujeres tenían prohibido el ingreso a las Fuerzas Armadas, no había ropa de su talle. Con ropa de verano tuvieron que embarcarse en el avión de Aerolíneas Argentinas hacia Río Gallegos.
El problema es que el resto del mundo no sabía que llegábamos. Estaban absolutamente sorprendidos todos. Ni el Ejército ni ninguna fuerza estaban preparados para tener mujeres, recién hace unos pocos años se admitió. Menos mal que nos encontramos con un médico que trabajaba acá, que nos llevó en un jeep al hospital de Gallegos, a ver si el director del hospital había sido notificado de nuestra llegada. Tampoco. Recién en el comando logístico nos dieron camperas y ropa de abrigo, que igual nos quedaba un poco grande, aunque no tanto porque la gente del sur tiende a no ser tan amplia en tamaño como los porteños”, explica Barrera.
Obviamente, cuando aterrizamos en el buque, te imaginás la sorpresa de toda la tripulación y del capitán, porque tampoco les habían avisado que viajábamos. Para acomodarnos usaron dos camarotes de los oficiales y ellos terminaron durmiendo con la tropa. Lo primero que hicieron los marinos que nos vieron, porque para ellos las mujeres en los barcos son mala suerte, fue hacer un simulacro de hundimiento, para asustarnos y mostrarnos dónde estábamos. Todo el viaje fue un compendio de discriminación, pero estábamos muy decididas. El buque estaba espectacularmente preparado como buque hospital, con equipo de mejor tecnología que la que había en el hospital militar”, afirmó.
Ni bien tomaron contacto con sus compañeros de profesión notaron que su entrenamiento era de campaña, es decir que estaban preparados para las primeras atenciones, pero no, por ejemplo, para operaciones. Esa misma tarde, el primer día de viaje del Irízar hacia las Malvinas, se dio la inspección sorpresiva de enviados de Naciones Unidas para requisar el buque y comprobar que no llevara armas ni alimentos, como exige la legislación internacional. “Nosotros veíamos la dedicación con la que buscaban y nos preguntábamos si harían lo mismo con los ingleses. Resulta que el Canberra, pintado de blanco pero no declarado hospital – con lo que confundían a nuestros pilotos, que no lo atacaban–, llegó así hasta la costa y el primer gran desembarco de tropas lo hicieron de esa forma, los gentlemen ingleses”, se indigna la mujer que días atrás recibió una distinción especial por parte del ministro de Defensa, Arturo Puricelli.
 
El estrés del viaje y la guerra comenzaron al instante a hacer mella en su salud: en los diez días que estuvieron en el mar, ninguna de las cinco mujeres pudo dormir. Una de ellas, María Marta Lemme, fumaba tres paquetes diarios de cigarrillos. Para Silvia Barrera el problema fue múltiple: lo único que podía comer sin vomitar era puré de papas y pan, por lo que adelgazó notablemente; además sufría de claustrofobia y el buque estaba todo hecho de compartimientos cerrados, por lo que tenía que salir a cubierta pese al mal clima para aliviar su tensión, y eso le generaba problemas con los oficiales, que le reprochaban su actitud.
El segundo día de viaje también les deparó otra sorpresa: un buque hospital inglés les pedía por radio que les regalaran sangre y plasma para atender a sus heridos. El comandante accedió y el helicóptero del Irízar realizó el traspaso. “Había sido la respuesta argentina al hundimiento del Belgrano. Les dimos a varios barcos y por eso tenían tantos heridos”, explicó la instrumentista quirúrgica. En medio del mal clima y arriesgando su helicóptero, el rompehielos se aproximó hasta los ingleses y compartió una parte de su reserva de sangre y plasma.
Llegamos para colmo a Malvinas en la noche del 10 de junio, cuando los ingleses redoblaron los bombardeos porque ya planificaban el asalto final. Diseñamos el sistema para clasificarlos, y repartimos las salas donde iba a estar cada una; a mí me tocó terapia intensiva”, contó. El relato sobre lo vivido esos días impresiona: “Al otro día a la mañana el buque se pudo acercar más a la isla, y ya empezaba una cierta evacuación. Era tranquilo, porque si bien eran enfermos graves, ya habían pasado por el hospital y tenían una primera curación. Esa tarde empezó otro bombardeo impresionante y ya se transformó todo en un desmadre. Esa noche no pudimos trabajar encima. Al otro día a la mañana era una cosa impresionante ver cómo llegaban los soldados, derecho del campo de combate a la costa para que los trajeran al buque. ¿Viste los pesqueritos que se ven en Mar del Plata? En uno de esos cargaban en gomones a los heridos con las camillas, y ese pesquero se acercaba hasta el buque. De ahí con las redes de pescar se intentaba subir a la gente hasta el hospital. Era todo un peligro porque se podían llegar a caer, y eran personas que en muchos casos no podían caminar o moverse por sí mismas. La altura de las olas y el movimiento de cada embarcación le agregaban riesgo. Eran maniobras muy complicadas. Fue un milagro que no hayamos tenido complicaciones”.
El trabajo a bordo del rompehielos tampoco era fácil: “Con el oleaje nos teníamos que atar todos, porque si no, no se podía operar. Salvo un enfermero, todos –cirujano, paciente, anestesista, instrumentistas– nos atábamos a la camilla con vendas. Era todo de mucho estrés. Igual, debe haber sido uno de los pocos momentos en que la discriminación por ser mujeres quedó de lado. Los médicos sabían que nos necesitaban para trabajar mejor”.
Mientras trabajaban, escucharon por el parlante que al otro día se firmaba la rendición. “Desde los soldados más jóvenes al oficial más formado llorábamos todos. Nosotros habíamos ido con la misma expectativa que se viví acá. Se sabía que era difícil, pero cuando uno escucha esa noticia igual le toca algo muy profundo. Sabíamos que el ataque era de ellos, y que veníamos en retirada, pero igual nos tomó por sorpresa", afirmó.
"Ya la gente que llegaba no había tenido ninguna curación previa. Estaban llenos de barro, de pólvora, de turba de Malvinas que se pegaba a las heridas. Había una costra sobre la piel en la mayoría de los casos. Era necesario bañarlos y cepillarles con viruta las heridas para comenzar a curarlos propiamente”, detalla. En una de sus pocas salidas a cubierta, alguien le prestó un binocular para poder observar el panorama de las islas mientras los soldados argentinos se replegaban dispersos: “¿Viste la foto esa de los cascos tirados en el piso? Yo la vi en vivo. Era desgarrador ver el terreno destruido por los bombardeos, los chicos que intentaban llegar como pudieran a la costa para irse, y las armas y todo desparramado. No me voy a olvidar nunca”.
El regreso fue una muestra de lo que vendría. Mientras algunos heridos querían compartir su experiencia, otros se hundían en el más oscuro silencio: “El último día, cuando veníamos de vuelta, eran cuatro cubiertas llenas de pacientes, que ya tenían su atención hecha. El problema era que estaba el que no hablaba, el que quería contar todo, el que pedía que le escribiéramos cartas, el que quería conocernos mejor. Ese último día el comandante nos cortó el contacto con los que mejor estaban porque tenía miedo de que nos pudiera pasar algo, por decirlo de alguna manera”.
 
Entre los pacientes estaba el sargento Villegas, un oficial que fue salvado por un soldado raso (Esteban Tries, el hombre al que Marcelo Tinelli tentó sin éxito para participar del “Bailando por un sueño” en el 2012). “Esteban lo llevó arrastrado por todo el campo de batalla hasta el puesto médico. De ahí lo llevaron al buque y nosotros lo operamos. Cuando lo subieron se le abrió la herida por el movimiento de la balsa al buque. Lo volvimos a operar y salió bien. Me pidió que le avisara a su esposa que iba a llegar bien, así que ni bien tocamos tierra me fui a un teléfono con un montón de papelitos para pasar los mensajes. Curiosamente, hace dos años me llamó Esteban para decirme que en San Martín estaban haciendo un programa y me invitaba. Ahí hablamos con otra persona que también había estado en Malvinas y, como es costumbre, nos preguntamos dónde habíamos estado. ¡Era Villegas! Nos mirábamos y llorábamos. El reportaje fue un desastre (risas), pero hoy somos los tres muy amigos”.
Treinta y un años después del fin de la guerra, Silvia Barrera es la mujer más condecorada en actividad del Ejército argentino. Forma parte del reducido grupo de mujeres protagonistas de uno de los eventos históricos más importantes de nuestro país. Con 21 años, se animó a la aventura de su vida: fue instrumentista en la Guerra de Malvinas. La experiencia cambió su vida, se convirtió en veterana de guerra y luchó desde entonces por asegurar el tratamiento y el reconocimiento para todos los participantes del conflicto armado.

Fuente: Democracia

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