Fragmentos de uno de los ensayos escritos por Paulo Freire y recopilados en el libro Pedagogía de la indignación: Brasil y el Movimiento Sin Tierra en 1997.
Es cierto que las mujeres y los hombres pueden cambiar el mundo para mejor, para que sea menos injusto, pero sólo lo logran partiendo desde la realidad concreta a la que “llegan” en su generación, y no fundadas o fundados en devaneos, sueños falsos sin raíces, puras ilusiones.
(...) Por ser parte de la actualidad, la reacción inmovilizante es, por un lado, eficaz y, por otro, puede ser refutada. La batalla ideológica, política, pedagógica y ética que presenta quien toma una postura progresista no elige el lugar ni la hora. Puede darse tanto en el hogar, en las relaciones entre padres, madres, hijos e hijas, como en la escuela, sin importar el nivel, o en las relaciones de trabajo. Lo fundamental, si soy coherentemente progresista, es manifestar, como padre, profesor, empleador, empleado, periodista, soldado, científico, investigador o artista, como mujer, madre o hija, poco importa, mi respeto por la dignidad del otro o la otra, por su derecho de ser en relación con su derecho de tener.
(...) Por grande que sea la fuerza condicionante de la economía sobre nuestro comportamiento individual y social, no puedo aceptar mi absoluta pasividad ante ella. En la medida en que aceptamos que la economía o la tecnología o la ciencia, poco importa, ejercen sobre nosotros un poder irrecurrible, no tenemos otro camino que renunciar a nuestra capacidad de pensar, conjeturar, comparar, elegir, decidir, proyectar, soñar. Reducida a la acción de viabilizar lo ya determinado, la política pierde el sentido de lucha para concretar sueños diferentes. El carácter ético de nuestra presencia en el mundo se agota. Por eso, aun reconociendo la indiscutible importancia de la forma en la que la sociedad organiza su producción para entender cómo somos, no puedo desconocer o minimizar la capacidad reflexiva, decisoria, del ser humano. El mismo hecho de que sea capaz de reconocer lo condicionado o influenciado que está por las estructuras económicas lo vuelve capaz de intervenir en la realidad condicionante. Esto quiere decir que saberse condicionado, y no fatalistamente sometido, por este o aquel destino, habilita su intervención en el mundo. Lo contrario de la intervención es la adecuación, la acomodación o la pura adaptación a una realidad incuestionada. En este sentido, entre nosotros, mujeres y hombres, la adaptación no es sino un momento del proceso de intervención en el mundo. En eso se funda la diferencia primordial entre el condicionamiento y la determinación. Incluso, sólo es posible hablar de ética si hay elección proveniente de la capacidad de comparar, si hay responsabilidad asumida. Por estas mismas razones, niego la desproblematización del futuro a la que siempre hago referencia y que implica su inexorabilidad. La desproblematización del futuro, en una comprensión mecanicista de la historia, de derecha o de izquierda, conduce necesariamente a la muerte o la negación autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza. En la comprensión mecanicista de la historia, el futuro ya se conoce. La lucha por un futuro ya conocido a priori prescinde de la esperanza. La desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una ruptura con la naturaleza humana, que se constituye social e históricamente.
(...) Si, en efecto, las estructuras económicas me dominan de manera tan absoluta, si moldeando mi pensamiento me hacen dócil objeto de su fuerza, ¿cómo explicar la lucha política, pero sobre todo cómo hacerla y en nombre de qué? A mi entender, en nombre de la ética, pero no de la ética del mercado sino de la ética universal del ser humano; a mi entender, en nombre de una transformación necesaria de la sociedad que permita superar las injusticias deshumanizantes. Y todo esto porque, aunque estoy condicionado por las estructuras económicas, sin embargo no estoy determinado por ellas. Si por un lado no es posible desconocer que en las condiciones materiales de la sociedad se gestan la lucha y las transformaciones políticas, tampoco es posible, por otro, negar la importancia fundamental de la subjetividad en la historia. Ni la subjetividad produce, como si fuera todopoderosa, la objetividad, ni esta perfila, inapelablemente, la subjetividad. Para mí no es posible hablar de subjetividad sin comprenderla en su relación dialéctica con la objetividad. No hay subjetividad en la hipertrofia que la convierte en hacedora de la objetividad ni tampoco en la minimización que la entiende como puro reflejo de la objetividad. En este sentido, sólo hablo de subjetividad entre aquellos seres que, inacabados, tuvieron la capacidad de saberse inacabados, entre aquellos seres que pudieron ir más allá de la determinación, reducida así a condicionamiento, y que, asumiéndose como objetos por estar condicionados, pudieron arriesgarse como sujetos porque no estaban determinados. (...) Si percibo y vivo la historia como posibilidad, experimento plenamente la capacidad de comparar, de juzgar, de elegir, de decidir, de manifestarme. Así es como las mujeres y los hombres dan su carácter ético al mundo, pudiendo a la vez convertirse en transgresores de su propia ética.
La elección y la decisión, actos del sujeto, de los que no podemos hablar desde una concepción mecanicista de la historia, ya sea de derecha o de izquierda, pero a los que sí podemos concebir como un tiempo de posibilidad, resaltan necesariamente la importancia de la educación. Una educación que, jamás neutra, puede estar tanto al servicio de la decisión, de la transformación del mundo, de la inserción crítica en él, como al servicio de la inmovilización, de la persistencia de las estructuras injustas, de la acomodación de los seres humanos a una realidad considerada intocable. Por eso, hablo de la educación o de la formación. Nunca del mero entrenamiento. Por eso vivo una práctica educativa radical que estimule la curiosidad crítica, que siempre busque la o las razones de ser de los actos, y no me limito a hablar de ella o a defenderla. Y comprendo muy bien por qué una práctica de este tipo no puede ser aceptada sino, al contrario, debe ser rechazada por quien, con mayor o menor permanencia en el statu quo, defiende sus intereses; o por quien, ligado a los intereses de los poderosos, los sirve. Pero, dado que al reconocer los límites de la educación, formal e informal, reconozco también su fuerza, y porque compruebo la posibilidad que tenemos los seres humanos de asumir tareas históricas, vuelvo a escribir sobre ciertos compromisos y deberes que no podemos soslayar si nuestra alternativa es progresista. Por ejemplo, sobre el deber de no aceptar ni alentar, bajo ninguna circunstancia, posturas fatalistas. El deber de rechazar, por eso mismo, afirmaciones como éstas: “Es una verdadera lástima que haya tanta gente con hambre entre nosotros, pero la realidad es esta”. “El desempleo es una fatalidad del fin de siglo.” “Aunque la mona se vista de seda, mona queda.” Por el contrario, si somos progresistas, si soñamos con una sociedad menos agresiva, menos injusta, menos violenta, más humana, nuestro testimonio debe ser el de quien, diciendo no a cualquier posibilidad frente a los hechos, defiende la capacidad del ser humano de evaluar, comparar, elegir, decidir y, finalmente, intervenir en el mundo.
(...) Hace poco presencié la frustración bien “llevada” de una abuela, mi esposa, que había pasado varios días imaginando su alegría, la de tener consigo en casa a Marina, su nieta bienamada. En la víspera del día tan esperado, su hijo le informó que su nieta no iría a visitarla porque había programado con las amigas del barrio una reunión para organizar la creación de un club de esparcimiento y deportes.
En suma, la nieta está aprendiendo a programar y la abuela no se sintió despreciada o poco querida porque la decisión de la nieta, que está aprendiendo a decidir, no se correspondiera con sus deseos.
Sería una lástima que, haciendo pucheros, la abuela expresara un descontento indebido frente a la decisión legítima de su nieta, o que su padre, mostrando que está disconforme, intentara imponer a la hija que hiciera lo que no quería. Por otro lado, esto no significa que en el aprendizaje de su autonomía, los niños en general y la nieta en particular no aprendan también que a veces corresponde, sin faltar el respeto a la propia autonomía, responder a la expectativa del otro. Más aún, es necesario que el niño aprenda que su autonomía sólo es genuina cuando presta atención a la autonomía de los otros.
Así pues, la tarea progresista es estimular y posibilitar, en las más diversas circunstancias, la capacidad de intervención en el mundo, jamás lo contrario: cruzarse de brazos frente a los desafíos. Sin embargo, es evidentemente imperioso que mi aporte antifatalista y que mi defensa de la intervención en el mundo no me conviertan en un voluntarista inconsecuente, que no toma en serio la existencia y la fuerza de los condicionamientos. Rechazar el determinismo no significa negar los condicionamientos.
(...) El Movimiento de los Sin Tierra, tan ético y pedagógico como lleno de belleza, no ha comenzado ahora, ni tampoco hace diez o quince o veinte años. Sus raíces más remotas se hallan en la rebeldía de los quilombos y, más recientemente, en la bravura de sus compañeros de las Ligas Campesinas, aplastados cuarenta años atrás por las mismas fuerzas retrógradas del inmovilismo reaccionario, colonial y perverso.
No obstante, lo importante es reconocer que tanto los quilombos (lugares hacia donde los esclavos huían para refugiarse y resistir) como las Ligas Campesinas (primeras formas de organización política del campesinado al finalizar la dictadura de Getúlio Vargas) y los Sin Tierra de ahora, cada uno en su momento, anteayer, ayer y hoy soñaron y sueñan el mismo sueño, creyeron y creen en la imperiosa necesidad de luchar para que la historia sea una “hazaña de la libertad”. En el fondo, nunca se entregaron ni se entregarán a la falsedad ideológica de la frase: “La realidad es así, luchar no sirve de nada”. Al contrario, apostaron por la intervención en el mundo para rectificarlo y no sólo para mantenerlo más o menos como está.
Si los Sin Tierra hubieran creído en la “muerte de la historia”, de la utopía, del sueño; en la desaparición de las clases sociales, en la ineficacia de los testimonios de amor a la libertad; si hubieran creído que la crítica al fatalismo neoliberal es la expresión de un “neobobismo” que nada construye; si hubieran creído en la despolitización de la política, encarnada en los discursos que dicen que lo que hoy vale son “pocas palabras, menos política y sólo resultados”; si, de haberles creído a los discursos oficiales, hubieran desistido de sus preocupaciones y regresado no a sus casas, sino a la negación de sí mismos, una vez más la reforma agraria habría quedado archivada.
A ellos y ellas, a los Sin Tierra, a su inconformismo, a su determinación de contribuir a la democratización de este país les debemos más de lo que a veces llegamos a pensar. Y qué bueno sería para la ampliación y la consolidación de nuestra democracia, sobre todo para su autenticidad, si otras marchas siguieran a las suyas. La marcha de los desempleados, de los que sufren injusticia, de los que protestan contra la impunidad, de los que claman contra la violencia, la mentira y la falta de respeto por la cosa pública. La marcha de los sin techo, los sin escuela, los sin hospital, los desplazados. La marcha esperanzadora de los que saben que cambiar es posible.
(...) Por ser parte de la actualidad, la reacción inmovilizante es, por un lado, eficaz y, por otro, puede ser refutada. La batalla ideológica, política, pedagógica y ética que presenta quien toma una postura progresista no elige el lugar ni la hora. Puede darse tanto en el hogar, en las relaciones entre padres, madres, hijos e hijas, como en la escuela, sin importar el nivel, o en las relaciones de trabajo. Lo fundamental, si soy coherentemente progresista, es manifestar, como padre, profesor, empleador, empleado, periodista, soldado, científico, investigador o artista, como mujer, madre o hija, poco importa, mi respeto por la dignidad del otro o la otra, por su derecho de ser en relación con su derecho de tener.
(...) Por grande que sea la fuerza condicionante de la economía sobre nuestro comportamiento individual y social, no puedo aceptar mi absoluta pasividad ante ella. En la medida en que aceptamos que la economía o la tecnología o la ciencia, poco importa, ejercen sobre nosotros un poder irrecurrible, no tenemos otro camino que renunciar a nuestra capacidad de pensar, conjeturar, comparar, elegir, decidir, proyectar, soñar. Reducida a la acción de viabilizar lo ya determinado, la política pierde el sentido de lucha para concretar sueños diferentes. El carácter ético de nuestra presencia en el mundo se agota. Por eso, aun reconociendo la indiscutible importancia de la forma en la que la sociedad organiza su producción para entender cómo somos, no puedo desconocer o minimizar la capacidad reflexiva, decisoria, del ser humano. El mismo hecho de que sea capaz de reconocer lo condicionado o influenciado que está por las estructuras económicas lo vuelve capaz de intervenir en la realidad condicionante. Esto quiere decir que saberse condicionado, y no fatalistamente sometido, por este o aquel destino, habilita su intervención en el mundo. Lo contrario de la intervención es la adecuación, la acomodación o la pura adaptación a una realidad incuestionada. En este sentido, entre nosotros, mujeres y hombres, la adaptación no es sino un momento del proceso de intervención en el mundo. En eso se funda la diferencia primordial entre el condicionamiento y la determinación. Incluso, sólo es posible hablar de ética si hay elección proveniente de la capacidad de comparar, si hay responsabilidad asumida. Por estas mismas razones, niego la desproblematización del futuro a la que siempre hago referencia y que implica su inexorabilidad. La desproblematización del futuro, en una comprensión mecanicista de la historia, de derecha o de izquierda, conduce necesariamente a la muerte o la negación autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza. En la comprensión mecanicista de la historia, el futuro ya se conoce. La lucha por un futuro ya conocido a priori prescinde de la esperanza. La desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una ruptura con la naturaleza humana, que se constituye social e históricamente.
(...) Si, en efecto, las estructuras económicas me dominan de manera tan absoluta, si moldeando mi pensamiento me hacen dócil objeto de su fuerza, ¿cómo explicar la lucha política, pero sobre todo cómo hacerla y en nombre de qué? A mi entender, en nombre de la ética, pero no de la ética del mercado sino de la ética universal del ser humano; a mi entender, en nombre de una transformación necesaria de la sociedad que permita superar las injusticias deshumanizantes. Y todo esto porque, aunque estoy condicionado por las estructuras económicas, sin embargo no estoy determinado por ellas. Si por un lado no es posible desconocer que en las condiciones materiales de la sociedad se gestan la lucha y las transformaciones políticas, tampoco es posible, por otro, negar la importancia fundamental de la subjetividad en la historia. Ni la subjetividad produce, como si fuera todopoderosa, la objetividad, ni esta perfila, inapelablemente, la subjetividad. Para mí no es posible hablar de subjetividad sin comprenderla en su relación dialéctica con la objetividad. No hay subjetividad en la hipertrofia que la convierte en hacedora de la objetividad ni tampoco en la minimización que la entiende como puro reflejo de la objetividad. En este sentido, sólo hablo de subjetividad entre aquellos seres que, inacabados, tuvieron la capacidad de saberse inacabados, entre aquellos seres que pudieron ir más allá de la determinación, reducida así a condicionamiento, y que, asumiéndose como objetos por estar condicionados, pudieron arriesgarse como sujetos porque no estaban determinados. (...) Si percibo y vivo la historia como posibilidad, experimento plenamente la capacidad de comparar, de juzgar, de elegir, de decidir, de manifestarme. Así es como las mujeres y los hombres dan su carácter ético al mundo, pudiendo a la vez convertirse en transgresores de su propia ética.
La elección y la decisión, actos del sujeto, de los que no podemos hablar desde una concepción mecanicista de la historia, ya sea de derecha o de izquierda, pero a los que sí podemos concebir como un tiempo de posibilidad, resaltan necesariamente la importancia de la educación. Una educación que, jamás neutra, puede estar tanto al servicio de la decisión, de la transformación del mundo, de la inserción crítica en él, como al servicio de la inmovilización, de la persistencia de las estructuras injustas, de la acomodación de los seres humanos a una realidad considerada intocable. Por eso, hablo de la educación o de la formación. Nunca del mero entrenamiento. Por eso vivo una práctica educativa radical que estimule la curiosidad crítica, que siempre busque la o las razones de ser de los actos, y no me limito a hablar de ella o a defenderla. Y comprendo muy bien por qué una práctica de este tipo no puede ser aceptada sino, al contrario, debe ser rechazada por quien, con mayor o menor permanencia en el statu quo, defiende sus intereses; o por quien, ligado a los intereses de los poderosos, los sirve. Pero, dado que al reconocer los límites de la educación, formal e informal, reconozco también su fuerza, y porque compruebo la posibilidad que tenemos los seres humanos de asumir tareas históricas, vuelvo a escribir sobre ciertos compromisos y deberes que no podemos soslayar si nuestra alternativa es progresista. Por ejemplo, sobre el deber de no aceptar ni alentar, bajo ninguna circunstancia, posturas fatalistas. El deber de rechazar, por eso mismo, afirmaciones como éstas: “Es una verdadera lástima que haya tanta gente con hambre entre nosotros, pero la realidad es esta”. “El desempleo es una fatalidad del fin de siglo.” “Aunque la mona se vista de seda, mona queda.” Por el contrario, si somos progresistas, si soñamos con una sociedad menos agresiva, menos injusta, menos violenta, más humana, nuestro testimonio debe ser el de quien, diciendo no a cualquier posibilidad frente a los hechos, defiende la capacidad del ser humano de evaluar, comparar, elegir, decidir y, finalmente, intervenir en el mundo.
(...) Hace poco presencié la frustración bien “llevada” de una abuela, mi esposa, que había pasado varios días imaginando su alegría, la de tener consigo en casa a Marina, su nieta bienamada. En la víspera del día tan esperado, su hijo le informó que su nieta no iría a visitarla porque había programado con las amigas del barrio una reunión para organizar la creación de un club de esparcimiento y deportes.
En suma, la nieta está aprendiendo a programar y la abuela no se sintió despreciada o poco querida porque la decisión de la nieta, que está aprendiendo a decidir, no se correspondiera con sus deseos.
Sería una lástima que, haciendo pucheros, la abuela expresara un descontento indebido frente a la decisión legítima de su nieta, o que su padre, mostrando que está disconforme, intentara imponer a la hija que hiciera lo que no quería. Por otro lado, esto no significa que en el aprendizaje de su autonomía, los niños en general y la nieta en particular no aprendan también que a veces corresponde, sin faltar el respeto a la propia autonomía, responder a la expectativa del otro. Más aún, es necesario que el niño aprenda que su autonomía sólo es genuina cuando presta atención a la autonomía de los otros.
Así pues, la tarea progresista es estimular y posibilitar, en las más diversas circunstancias, la capacidad de intervención en el mundo, jamás lo contrario: cruzarse de brazos frente a los desafíos. Sin embargo, es evidentemente imperioso que mi aporte antifatalista y que mi defensa de la intervención en el mundo no me conviertan en un voluntarista inconsecuente, que no toma en serio la existencia y la fuerza de los condicionamientos. Rechazar el determinismo no significa negar los condicionamientos.
(...) El Movimiento de los Sin Tierra, tan ético y pedagógico como lleno de belleza, no ha comenzado ahora, ni tampoco hace diez o quince o veinte años. Sus raíces más remotas se hallan en la rebeldía de los quilombos y, más recientemente, en la bravura de sus compañeros de las Ligas Campesinas, aplastados cuarenta años atrás por las mismas fuerzas retrógradas del inmovilismo reaccionario, colonial y perverso.
No obstante, lo importante es reconocer que tanto los quilombos (lugares hacia donde los esclavos huían para refugiarse y resistir) como las Ligas Campesinas (primeras formas de organización política del campesinado al finalizar la dictadura de Getúlio Vargas) y los Sin Tierra de ahora, cada uno en su momento, anteayer, ayer y hoy soñaron y sueñan el mismo sueño, creyeron y creen en la imperiosa necesidad de luchar para que la historia sea una “hazaña de la libertad”. En el fondo, nunca se entregaron ni se entregarán a la falsedad ideológica de la frase: “La realidad es así, luchar no sirve de nada”. Al contrario, apostaron por la intervención en el mundo para rectificarlo y no sólo para mantenerlo más o menos como está.
Si los Sin Tierra hubieran creído en la “muerte de la historia”, de la utopía, del sueño; en la desaparición de las clases sociales, en la ineficacia de los testimonios de amor a la libertad; si hubieran creído que la crítica al fatalismo neoliberal es la expresión de un “neobobismo” que nada construye; si hubieran creído en la despolitización de la política, encarnada en los discursos que dicen que lo que hoy vale son “pocas palabras, menos política y sólo resultados”; si, de haberles creído a los discursos oficiales, hubieran desistido de sus preocupaciones y regresado no a sus casas, sino a la negación de sí mismos, una vez más la reforma agraria habría quedado archivada.
A ellos y ellas, a los Sin Tierra, a su inconformismo, a su determinación de contribuir a la democratización de este país les debemos más de lo que a veces llegamos a pensar. Y qué bueno sería para la ampliación y la consolidación de nuestra democracia, sobre todo para su autenticidad, si otras marchas siguieran a las suyas. La marcha de los desempleados, de los que sufren injusticia, de los que protestan contra la impunidad, de los que claman contra la violencia, la mentira y la falta de respeto por la cosa pública. La marcha de los sin techo, los sin escuela, los sin hospital, los desplazados. La marcha esperanzadora de los que saben que cambiar es posible.
Esta carta fue terminada
el 7 de abril de 1997.
el 7 de abril de 1997.
Fuente: Miradas al Sur
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