Skay Beilinson junto a su banda, Los Seguidores de la Diosa Kali, repasó material de sus cuatro CD solistas y provocó el pogo generalizado cuando interpretó los clásicos ricoteros “El pibe de los astilleros” y “Jijiji”. Y el público ya canonizó su himno solista: “Astrolabio”.
Por Juan Ignacio Provéndola
Skay Beilinson es un obsesivo del viaje, en todas las dimensiones posibles que admita su concepción. En su reciente disco pregunta desafiantemente ¿Dónde vas?, aunque ya había mostrado la ficha desde el título de su primer trabajo, A través del Mar de los Sargazos. La idea lo acompaña desde aquel entonces, asegurando que cada circunstancia de su vida es apenas una ocasión más de ese devenir que, a la vez, funciona como inspirador. Su participación en las vísperas del Mayo Francés, la experiencia en vida comunitaria o Los Redondos (antes, durante y después) son etapas entre tantas otras de su vida que se renovaron y se reciclaron.
La cara de un hombre discurriendo en el tiempo fue una postal repetida del sábado por la noche en el Microestadio Malvinas Argentinas. Desde cada una de las remeras que reflejaban la tapa de ¿Dónde vas?, un rostro de gesto inquietante se hunde en la estrechez de un reloj cuya arena empuja con su inevitable curso. En la expresión se mezclan miedos, angustias y ansiedades por lo que está por venir. Lo mismo que se siente antes de viajar, menester que Skay ha atendido a lo largo de su vida de manera física, espiritual y artística.
Cada cual lo tomará como mejor le quepa, pero la verdad es que pasaron muchas horas en la vida de Skay desde aquella sorpresiva retirada ricotera de 2001, y en determinado punto, hasta pierde sentido hablar de él en términos de “ex”. El impulso está a cada rato, es cierto. No sólo en banderas con insignias del pasado y en los tradicionales pedidos de una vuelta que sabe más lejana que nunca, sino también en cuatro discos solistas plagados de señales que nos suenan familiares. Si hasta él mismo le dijo a Página/12 “no puedo dejar de ser redondo, como no puedo dejar de ser yo mismo”. El prisma ricotero, además, resulta tentador: imposibilitado el Indio Solari de tocar en Capital, Skay protagonizó, este sábado, la noche porteña más convocante desde aquel histórico desembarco redondo en River durante 2000. Pero su hora consagratoria parece estar inspirada en otros estímulos: que Skay acumule por su cuenta más de la mitad del tiempo que llevó en Redondos, desde Gulp (1985) hasta Momo sampler (2000) también tuvo mucho que ver en esta nueva etapa de su travesía en la música. Aunque para él se trate todo de un mismo viaje.
Las 7 mil personas que colmaron el estadio significaron una reivindicación definitiva de una figura que vale algo más que la cara venerada de una mochila. Claro que habrá un indispensable rescate emotivo (con “El pibe de los astilleros” y “Jijiji”), como para dejar en claro que algunas cosas permanecen inoxidables al paso del tiempo y, de paso, regodearse con aquello de “el pogo más grande del mundo”.
Pero su historia tomó otro rumbo y el pasado lejano se asoma como una foto llena de polvo. Pasaron casi diez años y Skay, aunque muchos no lo sepan, ya no es aquel guitarrista de gafas y vincha bandana que cultivaba un protagonismo de bajo perfil. Toca lo que crea, canta lo que escribe y, sobre tablas, ese hombre de modos pausados en su vida diaria se transforma en un médium a través del que se expresan sus canciones.
Con sus silencios, con sus gestos y con sus movimientos encuentra otra forma de involucrarse en el mensaje, ofreciéndose como un auténtico performer que, incluso, puede abandonar circunstancialmente su instrumento y batirse cara a cara con el micrófono mientras reposa en Los Seguidores de la Diosa Kali, su banda.
La excusa de semejante acontecimiento fue la presentación de su nuevo disco, que Skay consideró debidamente a través de “La luna de Fez” (postal marroquí de un viajero del mundo), “El camino” (¿un relato en plan autobiográfico?), el lúgubre blues “Tarde de lluvia”, arrojos rockeros de su propio código genético como “El viaje de Mary”, “Lejos de casa” y “Territorio caníbal”, y hasta coqueteos con la etapa de máquinas como con “La rueda de las vanidades”, entre otros. Por supuesto que hubo lugar para “Tal vez mañana”, “Flores secas”, “Los caminos del viento”, “El Golem de La Paternal”, entronizados clásicos de su repertorio habitual.
Muchas de sus creaciones solistas se encargan de activar a la muchachada a lo largo de toda la noche, pero en ninguna de ellas se recreará ese ámbito de comunión espiritual que genera “Astrolabio”. Skay aún no encontró su “Jijiji” (¿acaso algún otro lo logró?), pero tiene su “Juguetes perdidos” en esa gema de su primer disco que, la toque donde la toque, siempre avivará el calor de un coro multitudinario y seguro de sí. Todos repiten casi como un mantra eso de “a navegar y navegar” hasta convertirlo en un emblema propio, casi identificatorio de lo que vino siendo una carrera construida a partir de la palabra misma. Detrás de esta noche, hubo mucho recorrido a través de discos, shows y giras en niveles de regularidad impensadas para Los Redondos. Cuando Skay se despidió con “Oda a la sin nombre”, ya pisando la medianoche, una ovación definitiva consagró un momento único en su aventura solista. Aunque para él, tal vez, se haya tratado de apenas un instante infinito en un viaje constante desde un pasado que ya está.
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