lunes, 7 de junio de 2010

GRANDEZAS Y MISERIAS DE LA GLOBALIZACIÓN


El autor de Familia y amor (Taurus) Luc Ferry, señala que la época actual es el resultado de la deconstrucción de los valores tradicionales operada en el siglo XX y analiza, entre otros fenómenos, la desposesión democrática que padece el ciudadano de hoy.


No formo parte del universo intelectual y político de los detractores de la globalización y del liberalismo. Todo lo contrario. Digan lo que quieran sus opositores, es absurdo negar que la globalización liberal ofrece ciertas ventajas. Por no mencionar los efectos evidentes que tiene sobre la economía, el mero hecho de que abra puertas a universos hasta ahora replegados sobre sí mismos y totalmente cerrados a los demás, la competencia no es mala en sí, y todos los análisis económicos demuestran que, si bien es cierto que está aumentando la brecha entre ricos y obres, la globalización también beneficia pese a todo a los más desfavorecidos, hasta el punto de que gracias a ella, si hacemos caso de un reciente informe de la banca mundial, el número de personas muy pobres se reducirá en el año 2030 a la mitad. Pero es cierto que, en el plano político, la globalización sí supone un enorme problema, un desafío tan especial que ya se considera el reto número uno para la política moderna. Me refiero a la desposesión de los ciudadanos ante un curso del mundo que parece escapárseles cada vez más. Y para ser un republicano liberal de derechas no es imprescindible estar ciego o, menos aún, mostrarse insensible ante los efectos perversos, a veces temible, que puede generar un sistema al que, por otro lado, se defiende.


Se me dirá que hay que tener cuidado con idealizar el pasado, que tampoco en épocas anteriores los ciudadanos han sido nunca dueños de su propia historia, y sin duda es verdad. Pero no es menos cierto que, en sus orígenes, la democracia, y especialmente la democracia republicana, que en Francia constituye nuestra principal tradición política e intelectual, se basaba en la promesa de que, por fin, dejando atrás los tiempos oscuros del absolutismo y del Antiguo Régimen, podríamos empezar a construir juntos nuestra historia y a decidir ciertos aspectos de nuestro destino. Gracias a la magia del sufragio universal, hasta hace poco creíamos que la promesa estaba a punto de cumplirse. Ahora bien, lo cierto es que la globalización la ha traicionado, mientras que el declive del Estado-nación convierte en cada vez más dudosas e inviables las reacciones "soberanistas", que pretenden "volver a hacerse con el control" utilizando exclusivamente los mecanismos habituales de las políticas nacionales.


Debemos intentar comprender la naturaleza exacta de este proceso de desposesión.


Pensemos en un ejemplo simple, en algo que cualquiera de nosotros puede fácilmente constatar. Cada año, cada mes, prácticamente cada día cambian nuestros móviles, nuestros ordenadores y nuestros coches. Evolucionan. Sus funciones se multiplican, las pantallas se agrandan y se llenan de color, las conexiones a Internet son mejores y más rápidas, los dispositivos de seguridad se vuelven más avanzados Esta evolución procede directamente de la lógica de la competencia, y se ha vuelto tan inevitable que el no seguirla constituiría un suicidio para cualquier marca. Adaptarse es un imperativo que ninguna de ellas puede ignorar, le guste o no, tenga sentido o no. No se tarta de una cuestión de gusto, de algo que se pueda elegir, sino de un imperativo absoluto, una necesidad indiscutible si lo que se pretende es simplemente sobrevivir.


En este proceso de globalización que, hoy por hoy, somete a toda actividad humana a una competencia incesante, la historia queda fuera del ámbito de influencia de los seres humanos. Pensemos en una metáfora banal, pero muy expresiva: al igual que si no queremos caernos de una bicicleta debemos pedalear sin cesar, o que un giroscopio debe girar permanentemente para no salirse de su eje, debemos "progresar" sin parar, pero ese progreso, mecánicamente inducido por la lucha en aras de la supervivencia, no tiene ya necesidad de estar encuadrado en el seno de un proyecto más amplio, integrado en un gran plan general. Por supuesto, no niego que la globalización nos ha aportado muchas mejoras que nos resultan de gran utilidad. Cuando toca ingresar en un hospital, ¿quién no quiere beneficiarse de técnicas punteras, de escáneres de última generación o de medicamentos más eficaces? Es un hecho que nadie pone en duda. Pero hablamos de la democracia, es decir, del control que los hombres pueden o no ejercer sobre su propia historia, e incluso de la finalidad de esa historia.


Llegados a este punto, se podría objetar que la globalización no es un fenómeno tan nuevo como parece que yo creo y que estoy dramatizando un poco la situación.


Pero no es verdad.


Lo que quiero decir se entenderá mejor si por un instante nos paramos a considerar la diferencia abismal que existe entre la "globalización" actual y sus primeros pasos en los tiempos de aparición de la ciencia moderna, la cual constituyó sin duda la primera forma de discurso con vocación de ser "mundial". El discurso científico es, en efecto, el primero, y puede que el único, que puede pretender tener validez universal, en todo tiempo y en todo lugar, para los ricos y para los pobres, para los poderosos y los débiles. Desde este punto de vista, la ley de la gravedad es tan democrática como universal. Pero lo cierto es que en el ámbito del racionalismo de los siglos XVII y XVIII, en los escritos de Bacon, Descartes, Newton o los enciclopedistas franceses, por ejemplo, el proyecto de un dominio científico del universo tiene todavía una faceta emancipadora. Lo que quiero decir con esto es que, en sus orígenes, tal proyecto está sometido a la realización de ciertas metas, de ciertos objetivos trascendentes que se consideran provechosos para toda la humanidad. No interesaban sólo los medios que pudieran permitirnos dominar el mundo, sino también los fines que, dado el caso, ese dominio nos autorizaría a esperar -por lo que el interés no es todavía puramente "técnico" o "pragmático"-. Si lo que se trataba era de dominar el universo en la teoría y en la práctica a través del conocimiento científico y de la voluntad de los hombres, no era por el mero afán de dominio, por la fascinación narcisista ante nuestro propio poder. No se pretendía dominar por dominar, sino para comprender el mundo y, llegado el caso, servirse de él con vistas a lograr objetivos superiores, que al final bien podríamos reagrupar en dos epígrafes fundamentales: la libertad y la felicidad.


Los ilustrados creían que el progreso de las ciencias y de las artes (de la industria) debía, en primerísimo lugar, conseguir la emancipación de la humanidad de las cadenas del oscurantismo medieval (de ahí la metáfora de Siglo de las Luces), pero también de la tiranía que la naturaleza ejerce sobre nosotros [ ]. En otras palabras, el dominio científico no era considerado un fin en sí mismo, sino sólo un medio para conseguir que, por fin, la libertad y la felicidad estuvieran al alcance de todos. Tras el progreso del saber latía la esperanza nítidamente afirmada y firmemente sentida de mejorar la civilización.


Pero la globalización de la competencia ha cambiado radicalmente el sentido de la historia. En lugar de inspirarse en ideales trascendentes, el progreso o, más exactamente, el avance de las sociedades se ha ido reduciendo a poco más que el resultado mecánico de la librecompetencia entre sus miembros. Ya no está "infundido" por la idea de un mundo mejor, por el deseo de hacer realidad metas superiores, sino forzado o, por decirlo así, "impulsado" por la necesidad de sobrevivir. Por recurrir al lenguaje de la física, ya no nos preocupan las causas finales, sino sólo las eficientes.


Para comprender mejor la ruptura radical con esas primeras formas de globalización del Siglo de las Luces, bastaría con reflexionar brevemente sobre esto: en el mundo empresarial, la necesidad de compararse continuamente con lo que hacen las demás empresas (el benchmarking), de aumentar la productividad, de desarrollar conocimientos y sobre todo sus aplicaciones para usos industriales, de tener en cuenta la economía y, en definitiva, de consumo se ha convertido en una necesidad sencillamente vital. La economía moderna ha hecho suyo el principio de selección natural de Darwin: según la lógica de la competencia globalizada, una empresa que no se adapta, que no progresa un poco cada día, es una empresa condenada a desaparecer. De ahí nace el incesante y formidable desarrollo de la técnica, ligado al despegue económico y en gran medida financiado por él. De ahí también que el aumento del poder que los hombres ejercen sobre el mundo se haya convertido en un proceso totalmente automático -"sin sujeto, si recurrimos a la jerga propia de los años sesenta-, un proceso incontrolable e incluso ciego, puesto que sobrepasa por completo las voluntades individuales conscientes. No es más que el resultado inevitable y mecánico que se ha difundido por todo el planeta. Al contrario de lo que ocurría en el caso del ideal de civilización ilustrado, la globalización técnica es un proceso que carece por completo de finalidad, que se halla desprovisto de cualquier tipo de objetivo definido. Nadie sabe ya adónde nos conduce un rumbo mecánicamente regido por la competencia, y no dirigido por la voluntad consciente de los seres humanos reagrupados en torno a un proyecto, en el seno de una sociedad que todavía en el siglo pasado podía llamarse una república, res publica : etimológicamente, "asunto" o "causa común". En el mundo tecnologizado -es decir, a partir de ahora en el mundo entero, puesto que la técnica, como muy bien señaló Heidegger, es un fenómeno sin límites, planetario-, ya no se trata de controlar la naturaleza o la sociedad para ser más libres y más felices, sino de controlar por controlar, del dominio por el dominio mismo. ¿Para qué? Para nada en especial, o más bien, porque es imposible obrar de otra manera.


De este breve análisis podemos extraer dos conclusiones directamente relacionadas con el tema que nos ocupa.


En primer lugar, que el proceso de desposesión del que hablamos es un proceso que podríamos calificar de "dialéctico" en el sentido más filosófico de la palabra; es decir, en el sentido de que un término está destinado, sin quererlo ni saberlos, a engendrar a su contrario. En efecto, la amenaza o el ataque a la democracia no proceden en este caso del exterior, de agresiones totalitarias, fascistas o fundamentalistas. El que arroje como resultado exactamente lo contrario de lo que nos prometió en sus orígenes es producto de su propia evolución, y esto es, incluso aunque lo perciban muy vagamente, lo que sin duda alguna más inquieta a nuestros conciudadanos. Son conscientes, en efecto, de que la impotencia generalizada de los poderes públicos -ya se trata de reducir el déficit público, o de la lucha contra el paro con otros medios que no sean ciertos artificios al alcance del Estado, impulsar el crecimiento, etcétera- no procede de obstáculos que se nos impongan desde el exterior, sino de nuestras propias deficiencias.


La segunda conclusión que podemos extraer es que esta desposesión democrática debe entenderse en dos sentidos diferentes: desposesión de la democracia, en el sentido de que la globalización engendra un rumbo del mundo que se nos escapa, pero también desposesión por la democracia, en el sentido de que es a causa de su propia evolución por lo que ella se despoja a sí misma, por así decirlo.


Puede que ahora empecemos a comprender mejor por qué es tan difícil hacer frente a los desafíos de la política moderna. Máxime si consideramos que a la desposesión democrática hay que añadir, por razones diferentes, un poderoso y profundo proceso de debilitamiento o declive de la autoridad del Estado, que hace bastante improbable la hipótesis de volver a "empuñar las riendas" a nivel nacional y que agrava, en otro aspecto, el sentimiento de impotencia experimentado por los dirigentes.


[Traducción de Sandra Chaparro Martínez]

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